Mostacillas

[6/2/2003]

Estaba con Mabel en el teatro, hace treinta años. Era la primera vez que salíamos solos. Después de mucho insistirle, había logrado que Mabel me prestara su colgante de mostacillas, y ahora lo tenía puesto en la oscuridad, y lo usaba para mantener los dedos distraídos entre la cercanía palpitante de mi amiga y la distancia atroz de la obra, irremediablemente aburrida.

El colgante era una obra maestra venida de El Bolsón, un tejido de hilo y mostacillas rojas y blancas que formaban complicados dibujos en un rectángulo vertical, que se colgaba del cuello con una cinta de más mostacillas en trenza. Lo había estudiado en un bar, bajo la mirada de Mabel, y me había parecido indispensable usarlo por un rato. Sería como tener a Mabel colgada del cuello, era sin duda mi impresión, el verdadero objetivo que me tenía hipnotizado y que sin duda llevaría mucho más tiempo y esfuerzo.

Ahora, en la sala, mientras actores y actrices desplegaban inútilmente sus habilidades, yo sólo pensaba en el contacto de índice y pulgar con una mostacilla, la siguiente, otra más, probando el movimiento casi líquido con que se separaban y se unían, el carácter elástico del conjunto, la tensión casi muscular de ese objeto que seguramente no era más que un pálido reflejo de las características equivalentes de su dueña.

Entonces algo salió mal. No sé si hice más fuerza de la necesaria, o si intervino una uña donde no debía, o si una lesión subyacente alcanzó la superficie. Me di cuenta de que una de las mostacillas, en el borde derecho del colgante, estaba suelta. Eso signficaba un hilo roto. La sala se empezó a calentar. El aire, con esa adaptabilidad a las circunstancias de que es capaz la atmósfera terrestre, se hizo escaso. A mi izquierda, Mabel miraba hacia adelante y por ahora no se había dado cuenta de nada. Moviéndome lo menos posible sujeté con fuerza la mostacilla errante y palpé con la otra mano sus alrededores. Imposible saber la extensión del daño, y mucho menos si era reparable.

Me quedé quieto, duro. Pasó una escena, luego otra. Respiraba lo menos posible, un poco por culpa del aire pero más para no mover el pecho y dañar más el colgante. Mabel tampoco se movía, excepto una vez, para reírse, cuando alguien del escenario dijo un chiste que no entendí porque no estaba oyendo. Esto no podía seguir así. Carraspeé, casi sin ruido, para probar las condiciones de la garganta, me incliné apenas hacia Mabel y le dije:

—Tengo que ir al baño.

Se sobresaltó: tal vez se había olvidado de mí. Me miró la cara, luego bajó la vista hacia mis manos, pero todavía sin sospechar.

—¿Cómo? —creo que preguntó, o tal vez sólo puso la expresión correspondiente. Me acerqué un poco más a su oído.

—Tengo que ir al baño.

Hizo un gesto de asentimiento y volvió a mirar al frente, como una alumna aplicada. Sin sacar las manos del colgante me deslicé fuera de la butaca. Estaba justo al lado de un pasillo, así que pude salir rápidamente, con la espalda curvada, en silencio.

Atravesé la cortina que separaba la sala del hall, aspiré hondo ese aire un poco más fresco que esperaba afuera, crucé la línea de visión de un acomodador y me fui derecho a las escaleras que bajaban al baño. Un sonido apagado de risas indicó que la obra estaba aún en el territorio de los chistes. Sostenía el colgante como un corazón enfermo, con los dedos agarrotados, tratando de no mover nada.

La puerta del baño era batiente, hacia adentro y hacia afuera, así que pude empujarla con el hombro derecho y entrar manteniéndola abierta con la espalda. El baño estaba vacío. Me acerqué al espejo enorme que había sobre las piletas, me incliné hacia adelante y empecé a retirar los dedos del colgante. La mostacilla suelta estuvo a punto de caerse, y con ese sobresalto me di cuenta de que en realidad no necesitaba el espejo. Miré hacia abajo. Ahí a la luz estaban el hilo roto y la mostacilla descarriada, una de las rojas, y también toda otra hilera de mostacillas que se habían desacomodado. El daño parecía propagarse por la trama delicada, como en un efecto dominó sin dominós. El mismo acto de inspeccionar hizo que una mostacilla blanca se saliera, y enseguida me di cuenta de que cada mostacilla suelta significaba que otras dos quedaban al borde del desastre.

No podía reparar el colgante. Era imposible volver a enhebrar las mostacillas, y mucho más anudar el hilo roto. Necesitaba por lo menos algún pegamento, no sé si por entonces ya existía la gotita pero pensé en una cosa por el estilo. Eso significaba salir corriendo del teatro, encontrar una ferretería abierta, volver a este mismo baño, mientras Mabel esperaba allá en la sala.

Otra vez el aire se raleó. Atmósfera marciana. Calor de las lámparas que se reflejaban en el espejo. Con mucho cuidado me saqué el colgante del cuello y lo puse en un bolsillo de la campera. Era lo más prudente. Apreté el bolsillo con la mano, desde afuera, y cerré los ojos por un momento. Cuando los abrí otra vez la luz parecía más remota. Entonces salí del baño y empecé a subir las escaleras.

Sería el miedo, supongo, lo que me hacía sentir mal. No tenía fuerzas para más que otro escalón, o dos. Las conexiones con el mundo exterior se cortaban una tras otra, la frente estaba fría. Las luces del hall cambiaban de lugar. Me senté en la escalera y metí la cabeza entre las rodillas. Después la levanté, medio asfixiado, y estiré las piernas. Apoyé el hombro izquierdo en la pared.

El malestar era profundo, seguramente presión baja, como no me ocurría desde la escuela primaria. Lo único que parecía seguro era el piso: por lo menos ya no podía seguir cayendo. Y en el mismo momento una rara sensación de alivio recorrió ese otro sector de mi cerebro, el que se dedica a barajar las culpas. Tendría que decirle a Mabel sobre el colgante, pero al menos podría mostrarle cuán mal me sentía por haberlo roto.

*

Al final di vuelta el argumento: primero me había sentido mal, y en el casi desmayarme había roto el colgante.

Le prometí a Mabel que iba a arreglarlo. No volvimos a salir solos. Tampoco cumplí la promesa. El colgante estará todavía en alguna caja, seguramente en casa de mis viejos. Una cosa envuelta en sí misma, deshecha, ahora opaca, no el colgante mismo sino su fósil.

[6/2/2013]

En 2007 grabé una lectura en voz alta de este cuento, y le puse música de acompañamiento. Es una versión lenta, que escarba en los detalles. Dieciséis minutos. Acá va:

http://archive.org/embed/La_linea_curva/eag_25_Mostacillas.mp3

Author: Eduardo Abel Gimenez

0 thoughts on “Mostacillas

  1. Sikanda dice:
    06/02/2003 a las 21:53
    Demasiado publicable, Demasiado bueno, tanto que me da pena escribir y pienso a veces que nunca llegaré a tanto y que no sirvo para nada. Bueno, siempre me pasa. Para variar

    Eduardo dice:
    07/02/2003 a las 10:33
    Gracias por el elogio. Pero si fuera tan bueno, tal vez alguien me pagaría por hacerlo…
    Y vamos, Sikanda/Norya, no dejes de escribir que la vida desmejoraría sin tu weblog.

    Sikanda dice:
    07/02/2003 a las 21:35
    Es sólo algo que pienso cuando leo algo bueno, solo si lo pienso es bueno
    Y no dejaré de escribir, es solo que .. no te pasa cuando lees algo tan bueno que piensas: no hay más nada que pueda superarlo? Me pasó con Ende y su “Historia Interminable”
    Aunque lo mío es criticar libros hasta que se caigan a pedazos… un día te cuento más
    Gracias por el ánimo

    Eduardo dice:
    07/02/2003 a las 23:25
    Sí, claro que hay lecturas que son tan buenas que hasta desaniman. Me pasó tantas veces que ya dejé de contarlas –y además trato de olvidarme

    sofia dice:
    09/10/2004 a las 18:32
    MUY BUENA PAGINA
    EXELENTE TRABAJO!

    cata dice:
    24/07/2006 a las 13:26
    pongan imagenes

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