El fondo del pozo – 14

El fondo del pozo

14

“En medio del laberinto no hay marcha atrás. Es tan difícil encontrar la entrada como la salida. Tire la moneda. Pida consejo. Conocerá algo más. Pero nunca encontrará la explicación definitiva.”
(Consejero, 82:43:99)

Bajábamos miles de escalones entre un descanso y el siguiente, pero la escalera no terminaba nunca. Condenados a medir el tiempo por la cantidad de alimento que quedaba en los odres, pasamos algo así como una semana sin otra novedad que los ruidos ocasionales filtrados a través de la piedra que nos rodeaba. Avanzábamos pegados a la pared, para mantenernos lejos del agujero central que recorría la escalera de arriba abajo, y del que no nos protegía ni siquiera un pasamanos. Cada tanto encontrábamos un túnel estrecho y oscuro que se apartaba de los escalones, y nos tentaba la idea de desviarnos; pero unas veces el Consejero volvía a aparecerse entre nuestros pensamientos y nos sugería no cambiar de rumbo, y otras era nuestro propio miedo el que nos obligaba a desistir. De vez en cuando surgía un hilo de agua de la pared, saltaba por los escalones y volvía a hundirse en la piedra unos metros más abajo; el agua tenía un gusto rancio, pero no podíamos elegir y con ella llenábamos las cantimploras. En las épocas de calor, que se alternaban con otras de frío, nos acostumbramos a tendernos sobre los escalones de modo que la corriente de agua nos recorriera el cuerpo de la cabeza a los pies. Después, sin secarnos, seguíamos avanzando.

Es probable que no hubiésemos llegado tan lejos sin la ayuda del Consejero. Surgía en el fondo de nuestra mente cuando más débiles y asustados nos sentíamos, nos mostraba el reguero de su sabiduría infinita, y se detenía en el versículo mas apropiado para darnos ánimo. En cierto sentido, sin embargo, había dejado de ser una herramienta a nuestra disposición: no podíamos consultarlo cuando se nos antojaba, sino que se presentaba en las ocasiones en que él mismo, o tal vez nuestro inconsciente compartido, lo determinaba.

Encontramos los murciélagos durante el octavo o el noveno día, en la boca de un túnel horizontal, pero con los lanzallamas y los revólveres no fueron problema. Las ratas, al décimo día, consiguieron asustarnos un poco, porque eran muchas y no podíamos hacer frente a todas. Sin embargo, una mano invisible parecía guiarnos la puntería, compensando nuestra falta de entrenamiento en el combate. Cuando quedamos rodeados por una montaña de carne chamuscada y olorosa, las ratas desistieron y se metieron otra vez en el agujero del que habían salido. Más complicado fue enfrentar a los tigres, que esperaban agazapados en distintos puntos de la escalera, y que al ser descubiertos por la luz de la linterna ya estaban saltando sobre nosotros. Nuestra única ventaja, además de las armas, era que los tigres llegaban de abajo, y de ese modo sus saltos perdían eficacia: conseguíamos rechazarlos antes que nos provocaran algo más que un par de arañazos. Nos llevó dos o tres días atravesar los cuatro o cinco mil escalones ocupados por los tigres.

Cuando no estábamos luchando, el descenso era monótono. Cada treinta y dos escalones, la escalera completaba una vuelta sobre sí misma, y otra vez teníamos por delante el panorama que ya habíamos visto miles de veces. Por momentos creíamos estar pisando siempre las mismas piedras, en el mismo orden, como si pretendiéramos bajar por una escalera mecánica ascendente. Una ilusión peligrosa, que desaparecía en cuanto tropezábamos con alguna huella de quienes nos habían precedido.

Evidentemente, la escalera era un camino transitado, por lo menos hacia abajo. No había día en que no tropezáramos con restos de otras expediciones: odres vacíos, trozos de soga, ropa abandonada, excrementos secos, algún cadáver descarnado. Nos alegraba saber que no éramos los primeros, pero resultaba extraño que nadie volviera a subir, y el tema empezó a preocuparnos, especialmente cuando al final de la segunda semana encontramos la excepción que confirmaba la regla.

La luz de la linterna mostró un bulto que se movía hacia nosotros, y justo antes de disparar nos dimos cuenta de que era un hombre. Estaba desnudo y subía lentamente, arrastrándose por los escalones.

—Buenas tardes —dijo Calibares.

No hubo respuesta. El hombre tenía los ojos cerrados, y tal vez los oídos también, porque no dio muestras de haber notado nuestra presencia. Siguió avanzando escalón por escalón, apretado contra la pared como nosotros. Gadma sacó la cámara y empezó a fotografiarlo, aunque sabía que la luz de la linterna no bastaba para impresionar la película.

—Somos exploradores del Centro —dijimos—. ¿Y usted?

El hombre llegó a nuestra altura, y nos pusimos en equilibrio junto al agujero central para abrirle paso. Sabrasú estiró un brazo pensando en tocarlo, pero se arrepintió: si el hombre tenía una reacción violenta, lo más probable era que consiguiera tirarnos por el agujero antes de que empezáramos a defendernos. Sin embargo, era difícil que le quedaran fuerzas para tanto. Estaba agotado. Se movía con dificultad, y sus resoplidos llenaban la escalera.

—¿De dónde viene? —insistimos, más para nosotros mismos que con la esperanza de conseguir una respuesta. El hombre siguió arrastrándose hasta que lo perdimos de vista en el tramo siguiente de la escalera. Pensando juntos, se nos ocurrió la posibilidad de subir detrás de él. Pero la perspectiva de trepar tantos escalones, y de luchar otra vez contra los tigres, las ratas y los murciélagos nos hizo temblar. De todos modos, no podría llegar demasiado lejos. Continuamos bajando.

Tropezamos con el segundo escalador cinco minutos más tarde. Como el primero, subía arrastrándose, tenía los ojos cerrados y estaba desnudo. La piel era muy blanca por arriba, pero abajo estaba enrojecida por el roce con los escalones. El pecho se le expandía y se le contraía como un fuelle con cada respiración, al mismo ritmo con que se movían los brazos. La expresión de la cara mostraba un cansancio enorme.

Esta vez fuimos menos prudentes. Nos sentamos en un escalón, hombro contra hombro, para impedirle el paso y obligarlo a hablar.

—¿De dónde viene? —preguntamos—. ¿Qué pasa ahí abajo?

Como esperábamos, el hombre no contestó. Siguió subiendo hasta que una de sus manos tocó un pie de Sabrasú, que estaba á la izquierda, junto a la pared.

—¿Por qué no habla? —preguntamos.

El hombre había retirado la mano como si se hubiese quemado, y ahora tanteaba el escalón buscando un punto libre por donde pasar. Mantenía los ojos cerrados.

—¿Qué le pasa? —preguntamos.

El hombre tocó el otro pie de Sabrasú, movió el cuerpo unos centímetros, tocó el pie izquierdo de Gadma, que estaba en el medio, luego el derecho, y volvió a moverse. —¿Quiénes son ustedes? —preguntamos—. ¿Por qué suben así?

Entre los tres ocupábamos casi todo el escalón. El hombre terminó de palpar los pies de Calibares y descubrió los diez centímetros de piedra despejada que había entre él y el agujero central. Por debajo de los ojos cerrados y la nariz dilatada apareció una especie de sonrisa. De pronto se dejó resbalar por el borde, y creímos que se caía, pero quedó aferrado a la escalera con su mano y, su pie derechos.

—¿Qué hacemos? —nos preguntamos nosotros mismos. Estábamos paralizados, mientras el hombre tensaba los músculos para sostenerse donde estaba.

Así pasaron unos segundos, hasta que el hombre consiguió estabilizarse. Entonces, con un esfuerzo extra, alzó el brazo hasta el siguiente escalón y se deslizó hacia arriba. Luego, con, un movimiento convulsivo, su pie también avanzó un escalón. Repitió el procedimiento una vez más, y luego otra, bajo nuestra mirada. Pronto el pie llego a la altura de Calibares y lo sobrepasó. Todavía sentados en nuestros lugares, torcíamos el cuello para verlo. Tres o cuatro escalones más arriba, el hombre estiró el brazo para palpar el terreno, descubrió que estaba libre y se alzó como quien sale del agua, hasta quedar tendido sobre la piedra. Hizo una pausa, apenas suficiente para respirar más profundamente que antes, se deslizó hasta la pared y siguió subiendo.

No nos movimos. Quince o veinte minutos más tarde todavía estábamos con los cuellos torcidos, mirando el punto por el que el segundo escalador, se había perdido de vista, cuando Sabrasú pegó un grito.

El tercer escalador acababa de llegar, y le había tocado un pie. Los tres saltamos al mismo tiempo. Sabrasú le agarró la cabeza, Gadma la cintura y Calibares las piernas. El hombre se sacudió, estirándose como si estuviera hecho de resortes, y Calibares salió despedido hacia el agujero central. Gadma le agarró un brazo justo antes de que desapareciera más allá del borde, pero el escalador movió las caderas y Gadma también resbaló por el escalón. Sabrasú no tuvo tiempo de pensar: a medias por su reacción de acercarse a nosotros y a medias por el empujón que le dio el escalador, terminó encontrándose sin un punto de apoyo que lo sostuviera, y los tres caímos por el vacío.

Era una sensación extraña. En medio del pánico y los gritos alcanzábamos a percibir que nuestra caída no era como debía ser. Los sucesivos tramos de la escalera se deslizaban a nuestro alrededor con lentitud, como si bajáramos en un ascensor. A cada momento nuestros bultos rozaban la piedra y el descenso se hacía todavía más lento. Gadma fue la primera que consiguió agarrarse a la escalera con una mano, y haciendo más fuerza que la que creía tener se levantó hasta quedar tendida sobre los escalones. Calibares fue el segundo, cinco tramos de escalera más abajo, y Sabrasú el tercero. Un rato después nos habíamos vuelto a reunir.

No encontramos más escaladores. Tampoco volvimos a experimentar con el agujero central. Seguimos bajando escalón por escalón hasta que el segundo odre quedó por la mitad, y calculamos que habían pasado tres semanas desde nuestra entrada a la escalera.. Las rodillas habían llevado la peor parte del trabajo, como sucede siempre que alguien baja por una escalera, y las piernas se nos doblaban. Nos dolían los músculos, por dormir sobre los escalones desparejos. El aire cada vez más viciado nos mareaba y nos hacía doler la cabeza. Habíamos dejado nuestra huella sobre un millón de escalones, y si la geografía del pozo esta vez no tenía sorpresas ocultas, estábamos doscientos kilómetros más abajo que al momento de partir. El pozo era mucho más grande y profundo de lo que esperábamos. Superaba incluso a las leyendas.

Sin embargo, y a pesar de que nada lo justificaba, teníamos una sensación de confianza en lo que vendría después. No era sólo obra del Consejero: aunque en ese momento no nos dimos cuenta, también estábamos influidos por ese poder que era capaz de controlar nuestros pensamientos. De modo que avanzábamos casi sin pensar en nada, mecánicamente, previendo el instante en que saldríamos de la escalera y encontraríamos un nuevo desafío que el pozo ya estaría preparando para nosotros. Gadma seguía escribiendo el informe, que a esa altura ya amenazaba con cubrir todo el papel que habíamos llevado. Calibares no dejaba de apuntar la linterna hacia adelante, aunque nos habría dado lo mismo avanzar a ciegas. Sabrasú elaboraba teorías sobre los ruidos que nos acompañaban, inventando corrientes de agua, animales subterráneos, escaleras iguales y paralelas a la nuestra que se multiplicaban en todas las direcciones, un universo secreto que debía existir al otro lado de las paredes.

No hubo manera de comprobar esas teorías. Al comienzo de la cuarta semana los ruidos se amplificaron de pronto y se convirtieron en el murmullo de una multitud. Sabrasú se rascó atrás de una oreja y nos recordó una leyenda que figuraba en la biblioteca de la nave. En otro momento nos habría parecido ridícula, pero ahora estábamos dispuestos a creer en cualquier cosa. Según esa leyenda, si uno oye murmullos dentro del pozo, es porque las paredes están llenas de gente con nostalgia de las rocas. La nostalgia de las rocas es una enfermedad de los habitantes de Guirnalda, que ningún médico pudo comprobar jamás. Cuando alguien la sufre, dice la leyenda, se interna en el pozo y se funde con las paredes.

Es una peculiaridad de la memoria lo que trastorna al enfermo. En cuanto la enfermedad empieza a incubarse en su organismo, la persona recuerda, como si hubiese sido ayer, la época en que las estrellas y los mundos se formaban, cuando los volcanes no tenían un lugar fijo, sino que estaban un poco en cada sitio, y todo lo que existía era roca, o materiales que subían, bajaban y se buscaban entre sí para formar rocas. El enfermo siente la necesidad de participar en ese movimiento lento, y así es que el pozo está lleno de hombres y mujeres quietos desde hace siglos, murmurando cosas que nadie entiende pero que seguramente se refieren a hechos ocurridos en tiempos remotos.

Esta vez, nuestra buena voluntad no fue suficiente para que la leyenda se confirmase. Los murmullos no venían del interior de las paredes. La escalera terminaba unos metros más abajo, sin nada que lo anunciara, y daba a un pasillo largo y angosto, iluminado con velas colocadas en unos nichos que alguien había abierto en las paredes. Calibares apagó la linterna y recorrimos el pasillo con precaución. Al otro lado había un salón inmenso, lleno de humo y olores penetrantes, y allí encontramos la multitud que murmuraba.

El salón era un preanuncio de la cárcel en que estamos ahora. Debía tener cien metros de largo y la mitad de ancho. Estábamos en uno de los extremos, y el humo apenas nos permitía ver lo que había en el otro. La luz provenía de hileras de velas, que se agrupaban en candelabros colgados de las paredes. Debajo de los candelabros había cuadros desgarrados a cuchilladas, espejos rotos, molduras agrietadas y estantes vacíos. Cada tanto se abría una puerta, que daba a otro pasillo como el que acabábamos de atravesar. Por encima, el techo estaba tapizado de escenas en relieve con ángeles y demonios, oscurecidos por el humo. En algunas partes el cielo raso se había desprendido, dejando a la vista la piedra desnuda. Para sostener el techo había tres hileras de columnas, con más escenas grabadas. Una de las columnas estaba caída, rota en dos pedazos. El piso, a nuestros pies, parecía de mármol, pero había que raspar la capa de suciedad que lo cubría para llegar a verlo. En los rincones se levantaban montañas de basura, restos de muebles, harapos, piedras sueltas.

La soledad de la escalera no nos había preparado para encontrarnos con toda la gente que llenaba el salón. La mayoría estaba echada en el suelo, junto a las paredes o alrededor de las columnas, durmiendo, jugando con un puñado de piedras y gritando para animarse, charlando o mirando algún punto vacío. Los demás caminaban en grupos de un lado a otro, sin rumbo. Gadma sacó varias fotos.

El cansancio que sentíamos hubiera bastado para hacernos caer ahí mismo, pero la mano mental que nos dominaba tenía otros planes. Nos acercamos a un grupo de tres hombres que pasaba a pocos metros.

—Buenas tardes —dijo Calibares, procurando disimular el miedo que sentíamos.

—Miren —dijo uno del grupo, que llevaba un gorro rojo—, deben ser nuevos.

—Se les nota —dijo otro, que tenía un gorro azul, mientras se enrollaba la barba con los dedos—. Hacía tiempo que no me encontraba con ninguno.

—¿Por dónde entraron? —preguntó el de gorro rojo.

—Por la escalera —contestamos.

Los tres hombres ríos miraron extrañados, seguramente por nuestro modo de hablar. Si su apariencia y su acento extranjero no bastaban, ese único detalle fue suficiente para demostrarnos que no eran aldeanos.

—Ya sé que por la escalera —aclaró el de gorro rojo—. Quiero decir antes de eso.

—¿Antes? —preguntamos.

—Lo que mi compañero quiere saber ——dijo el de gorro amarillo, que hasta entonces no había hablado—, es por dónde se metieron en el laberinto.

—¿Se refiere al pozo? —dijimos—. Por la cima de la montaña.

—¿De qué montaña? —preguntó el de gorro azul.

—La del pozo —dijimos—. ¿Qué otra, si no?

—¿En qué planeta está? —preguntó el de gorro amarillo.

Empezamos a creer que nos estaban haciendo una broma, y tratamos de reírnos. Pero el grupo nos había rodeado, y parecían demasiado serios. Todavía no habíamos desarrollado nuestras defensas, adquiridas mucho más tarde, en la cárcel, así que había que seguirles la corriente.

—En Guirnalda, claro —contestamos.

—Nunca lo oí nombrar —dijo el de gorro rojo.

—Yo tampoco —dijo el de gorro azul—. ¿Quedará muy lejos?

—Pero si estamos en Guirnalda —dijimos—. ¿De qué hablan?

Ahora sí, el de gorro rojo se río.

—¿Todavía no se lo dijeron? —preguntó.

—¿Qué cosa?

—No, no se lo dijeron —reflexionó el de gorro amarillo.

Los tres sonrieron a la vez, mientras movían la cabeza. De pronto nos transmitieron una oleada de compasión, y no entendimos el motivo. Luego el grupo dio media vuelta y empezó a alejarse. Pensamos en ir tras ellos, para enterarnos de algo concreto, pero nos pareció mejor olvidarlos. Probablemente estaban locos.

Empezamos a andar entre la multitud. Había hombres y mujeres, jóvenes y viejos, todos mezclados y en las mismas actitudes. Muchos estaban vestidos con trajes de amianto, ropa de cuero o mamelucos como los nuestros, y todos tenían cuencos, lanzallamas, odres, rollos de soga y linternas de las que vendían los aldeanos. De vez en cuando veíamos a un grupo que se iba por alguna de las puertas, siempre corriendo, o a un grupo que entraba, generalmente arrastrándose. Había poco contacto entre los distintos grupos, pero en general se percibía un ambiente pacífico. Si alguien nos miraba, era porque cruzábamos su campo visual.

Finalmente nos sentamos en un espacio libre que había junto a la pared, cerca de tres personas que hablaban a los gritos. Gadma quedó en el medio, Calibares a la izquierda y Sabrasú a la derecha, junto a una pila de sillas hechas pedazos. Arriba de nosotros estaban los restos de un cuadro que representaba a una serpiente de tres cabezas.

—Es un abuso —decía uno de los que gritaban—. Me cobraron el doble que a los demás.

—Y es siempre el mismo —decía otro—, eso es lo peor. El mismo miserable que me vendió tres veces esta soga.

—Nadie sabe cómo hacen —decía el tercero, una mujer—. Pero a mí no me engañan más.

El cansancio se había vuelto a adueñar de nosotros, y nos resultaba difícil interpretar lo que había alrededor. Calibares ya había cerrado los ojos, y apoyaba la cabeza en el hombro de Gadma. Sabrasú se entretenía mirando a una pareja que se movía dando vueltas en torno a una columna, y tropezando con todo. Cada tres o cuatro pasos se bamboleaban y cambiaban de dirección, de modo que en un momento determinado estuvieron a punto de atropellarnos. Se detuvieron junto a Gadma, apoyándose uno en el otro, haciendo equilibrio.

—Díganos cómo salir —pidió el hombre.

Detrás de ellos se acercaba una persona sin sexo, que andaba a gatas. Los había estado siguiendo alrededor de la columna.

—Por la escalera —dijo Gadma, señalando aproximadamente en la dirección de la que veníamos.

—No, por ahí ya fuimos —la mujer empezó a llorar—. Y es siempre igual.

—Nos arrepentimos al llegar afuera —dijo el hombre—, y nos mandan de vuelta.

La persona sin sexo llegó junto a ellos y se echó a sus pies. Pero la mujer se inclinó hacia atrás, y para no caerse tuvieron que dar varios pasos, alejándose de nosotros y de quien los seguía. No trataron de acercarse otra vez: se dejaron llevar por sus tambaleos hasta confundirse con el resto de la gente. La persona sin sexo soltó un gemido, dio media vuelta y se fue tras ellos.

Al rato apareció un viejo que debía tener cien años. Tropezó con las rodillas de Calibares, que abrió los ojos de golpe, y al caer quedó a la altura de Sabrasú.

—Ayúdeme, buen hombre —dijo—. Se me acabó la savia.

La savia debía ser el líquido que los aldeanos vendían como alimentó. Sabrasú sacó de sus bultos el odre que estaba por la mitad, y le iba a dar unos tragos al viejo cuando otro hombre se lo quitó de las manos y salió corriendo acompañado por dos cómplices.

—Tontos, tontos —gritaban los ladrones, mientras se escabullían por una de las puertas. No nos quedaban fuerzas para perseguirlos.

—Esos tienen la culpa de todo —dijo el viejo, que seguía tirado en el suelo—. Si algún día nos pusiéramos de acuerdo y actuáramos juntos, esto se acabaría —miró a Sabrasú—. ¿No le parece?

—No entendemos —dijo Sabrasú, inclinándose sobre él para oír mejor.

Otros dos viejos habían llegado poco después que el primero, y se habían acostado delante de nosotros. Aparentemente dormían. El primero los señaló.

—Llevamos ochenta años aquí —dijo—, y sabemos más que usted, joven.

—Sabrasú no quiere discutir —dijo Sabrasú—. Sólo le pide que hable más claro.

El viejo bajó la cabeza y se puso a toser.

—Los aldeanos nos ganan siempre —dijo después—, porque vamos solos. Pronto llegará el día en que salgamos mil, dos mil, cien mil, y entonces veremos quién es más fuerte.

—Está loco —dijo Gadma.

El viejo trató de levantarse y no pudo. Entonces alzó un puño y lo descargó sobre un pie de Gadma. .

—Más loca estará usted, señorita ——dijo.

Gadma se echó hacia atrás. El viejo no volvió a moverse. Sabrasú lo sacudió, pero no respondía, y dedujimos que se había muerto.

—Vámonos —dijo Calibares.

—Este lugar —siguió Gadma.

—Es insalubre —terminó Sabrasú.

Pero el cansancio era más fuerte que nosotros. Las piernas no nos respondían. Todavía estábamos tratando de levantarnos cuando, sin darnos cuenta, nos quedamos dormidos.

Soñamos con escalones, tigres y hombres desnudos que se arrastraban, y nos despertamos a medias varias veces.

El dolor de los músculos se entremezcló en los sueños, y volvimos a despertarnos en medio de pesadillas de torturas. Así paso un tiempo largo, hasta que conseguimos recuperar algo de energía. Los tres abrimos los ojos al mismo tiempo, plenamente conectados.

Los viejos habían desaparecido sin dejar rastros. El grupo que gritaba se había ido, y en su lugar había otro, que también estaba gritando. En los candelabros, las velas se seguían consumiendo, y tenían la mitad del largo que mostraban a nuestra entrada al salón. Nos pusimos de pie, acomodamos los bultos a nuestras espaldas y caminamos hacia la puerta más cercana.

Teníamos hambre, hacía calor, y todavía estábamos cansados. Pero lo único que nos importaba era escapar del salón. No teníamos claro el motivo, porque en cierto sentido el salón era menos amenazador que otros lugares del pozo que habíamos conocido, y sin embargo sentíamos que en cualquier otra parte estaríamos mejor. Así nos metimos en el pasillo que había al otro lado de la puerta, y anduvimos un rato a la luz de las velas, sin mirar hacia atrás.

El pasillo estaba desierto, y daba vueltas y vueltas. Cada diez o doce metros había una estatua, siempre la misma, que representaba a un hombre en posición de firmes. Al principio nos resultó vagamente familiar, pero no conseguimos identificarlo: a cada ejemplar le faltaba un pedazo, casi siempre la cabeza. Pero pronto encontramos un ejemplar completo, y tras observarlo unos segundos descubrimos que era el viejo de la cicatriz en la frente, el aldeano que nos había mostrado la escalera. Su presencia, aunque fuera en piedra, nos ponía nerviosos, así que apuramos el paso.

Los murmullos de la multitud se habían ido perdiendo a nuestras espaldas, reemplazados por los mismos ruidos que nos habían acompañado en la escalera, pero cuando menos lo esperábamos volvieron a surgir, ahora al frente. Recorrimos las últimas curvas del pasillo y otra vez llegamos al salón. Sin darnos cuenta, habíamos completado un giro de ciento ochenta grados.

No nos dimos por vencidos. Elegimos otra puerta al azar y volvimos a salir. El nuevo pasillo también tenía curvas y estatuas, aunque ahora el viejo de la cicatriz aparecía sentado en una especie de trono. Lo recorrimos en pocos minutos, y por segunda vez descubrimos que terminaba en el salón.

Hicimos dos intentos más, con el mismo resultado. En el tercer pasillo, el viejo de la cicatriz hacía una reverencia, con las manos colocadas palma contra palma a la altura de la frente. En el cuarto tenía los brazos abiertos y sonreía. Luego nos dejamos caer junto a una columna, en el centro del salón, a esperar algún milagro que nos salvara.

Como siempre, el Consejero estaba dispuesto a ayudarnos. Tomó cuerpo en su rincón de nuestra mente compartida, y empezó a deslizarse versículo a versículo ante nuestra mirada interior. Finalmente se detuvo en el versículo 88 del capítulo 45 de la sección 36: “La palabra es el camino. Convierte amenazas en signos. Transforma misterios en sonidos. Hable. Escuche hablar. El Idioma es un espejo. Si no entiende los objetos, entenderá su imagen reflejada en él.”

Era uno de los consejos más nítidos que habíamos recibido. Teníamos que hacer preguntas, buscar a algún habitante del salón que nos inspirara confianza y hablar con él, hasta comprender lo que ocurría. El problema era dónde buscarlo. Nos quedamos en el suelo, mirando a nuestro alrededor, sin saber por dónde empezar, pero la solución llegó sola: oímos unos pasos, y cuando nos dimos vuelta vimos que eran los hombres de gorro, los mismos que nos habían recibido a nuestra llegada al salón.

Ni siquiera necesitamos empezar la charla.

—¿Qué les parece el lugar? —preguntó el de gorro rojo, sentándose entre Gadma y Sabrasú. Azul y Amarillo se acomodaron un poco más allá, donde la curvatura de la columna nos impedía verlos. Rojo no esperó a que le contestáramos—. ¿Ya trataron de salir?

—Sí —respondimos, y empezamos a contarle nuestra experiencia con los pasillos.

—Claro, claro —nos interrumpió—. Todos hacemos lo mismo, al principio. Después aprendemos.

—¿Quiere decir que no hay ninguna salida? —preguntamos.

—A veces hay salida, y a veces no.

—¿Cómo?

—Para encontrarla se debe elegir una puerta y estar atento, esperando los signos adecuados. Después, es cosa de correr lo más rápido posible.

Lo miramos fijo, y empezó a reírse.

—Veo que no entienden nada —dijo—. Pero no se preocupen. Los vamos a ayudar. Cuando sea el momento justo, mis compañeros y yo los llevaremos a la mejor puerta y les mostraremos los signos.

—Gracias —dijimos, aunque no supiéramos qué estábamos agradeciendo.

—Les conviene irse pronto —siguió el hombre—. Son tan nuevos que tal vez consigan escapar para siempre.

—¿Qué significa eso?

—Cuanto más tiempo se pasa aquí, más difícil es salir del pozo. Las cadenas, por decirlo de algún modo, se hacen más resistentes. Tal vez uno consiga estirarlas lo suficiente para tener la ilusión de haber escapado, pero a menos que se hayan roto terminará volviendo. Es lo que nos pasa a nosotros —Rojo señaló a sus compañeros, que seguían fuera de nuestra vista—, y también a la mayoría de esta gente. Somos prisioneros del laberinto.

—Pero nosotros no queremos salir del pozo —dijimos—, o laberinto, como lo llama usted. Por ahora. Primero tenemos que terminar nuestra exploración.

—¿Eso dice su contrato? —preguntó el hombre.

—¿Cómo sabe que tenemos un contrato?

—Aquí todo el mundo tiene un contrato. ¿No se dieron cuenta? Todos somos exploradores del Centro.

—No puede ser.

—Habrán notado que todos los grupos son de tres personas —señaló en varias direcciones—, como exige el Sorteo. Inseparables, además.

—Pero el Centro nunca envía más de una expedición al mismo planeta.

—Eso es cierto.

—Entonces ustedes no son exploradores del Centro.

—Es que no nos enviaron al mismo planeta.

—¿Y qué hacen aquí? ¿Violaron su contrato?

—De ninguna manera —Rojo alzó la visera del gorro para rascarse la frente—. Fuimos a Lerjo, un mundo de las Licaidas, como nos ordenaron, a explorar las Cuevas del Imperio. Nos metimos en las Cuevas, bajamos y bajamos; y llegamos aquí.

—Imposible ¿Atravesaron el espacio andando bajo tierra?

—Vean —el hombre señaló a un grupo que se apoyaba en una columna vecina—. Esos tres vienen de Bortya, del Valle Profundo. Y aquellos —señaló a otro grupo—, de la Grieta de Trealcordam. Todos agujeros diferentes, en mundos diferentes. Y todos conectados con este sitio.

—Es absurdo.

—Claro que es absurdo. Pero eso no quita que sea la verdad.

Nos quedamos en silencio durante un rato. Después, el hombre preguntó:

—¿Se decidieron a escapar, ahora?

—¿Y violar el contrato? —respondimos—. No. Lo único que queremos es explorar lo que quede del pozo.

—Escuchen —el hombre aspiró hondo, como si fuéramos demasiado para su paciencia—. No conozco el pozo de Guirnalda, de donde ustedes dicen venir, pero ya no están en Guirnalda. El pozo de Guirnalda quedó atrás, lejos, a años luz de distancia de aquí. Sería una casualidad muy improbable que consiguieran volver allá. Si tienen la suerte de encontrar una salida auténtica, no una de las salidas engañosas donde esperan los aldeanos, estará en algún otro mundo, sin ninguna relación con Guirnalda. ¿Entienden ahora?

—Sí, pero…

—Pero nada. Ustedes bajaron por la escalera, ¿no es cierto?

—¿Qué tiene que ver?

—Dos cosas tiene que ver. La primera, que esa escalera mide unos doscientos kilómetros. Más que la corteza de cualquier planeta habitable. Si estuviéramos en Guirnalda, a esta profundidad nos habríamos cocinado hace rato.

—Con una buena aislación…

—Ni lo sueñen. La segunda cosa que tiene que ver es la siguiente. El paisaje que vieron antes de meterse en la escalera, ¿era el mismo que ya conocían en Guirnalda?

—No.

—¿Y todavía no me creen? —el hombre alzó las manos, con las palmas hacia arriba—. Lo vieron con sus propios ojos. Para su información, el planeta donde comienza la escalera se llama Lago, y estoy seguro de que queda a miles de años luz de Guirnalda.

Estábamos confundidos. Era cierto que el último paisaje que habíamos visto no se correspondía con lo que debía ser, pero de todos modos no podíamos creer lo que decía el hombre. Incluso nos parecía más fácil aceptar la leyenda que le había contado a Sabrasú el supuesto dueño del pozo, y suponer que habíamos retrocedido en el tiempo, para encontrarnos con un Guirnalda sumergido en el pasado. De ese modo, hasta se explicaba la presencia del viejo de la cicatriz: podía ser un antepasado del otro, el que estaba en la cima. Así y todo, ninguna de las dos alternativas nos gustaba; una, la del traslado temporal, porque nos impedía el regreso a Varanira en nuestra propia época; la otra, la del traslado espacial, porque terminaba con nuestra expedición antes de lo que correspondía.

—Está equivocado —le dijimos al hombre de gorro rojo—. El que nos mostró la escalera fue alguien que ya habíamos visto a nuestra llegada a Guirnalda. Un guirnaldés. No un habitante de Lago, o como se llame.

—¿Cómo era?

—Era un hombre viejo, con una cicatriz…

—Una cicatriz en la frente —Rojo se dio una palmada en la rodilla—. Lo conozco. Todos lo conocemos, como a cada uno de los aldeanos. Están en todas partes.

—Es lo que sospechábamos, pero…

—Simultáneamente, quiero decir. Son omnipresentes. Manejan todo. Son los verdaderos dueños del pozo.

El hombre se quedó callado, mirándose las puntas de los pies. Esperamos unos segundos, pero no volvió a hablar.

—¿Por qué nos dice todo esto? —preguntamos.

El hombre levantó las cejas hasta que quedaron ocultas por la visera del gorro.

—Para ahorrarles tiempo y sufrimientos —contestó—. La información que les di costó mucho dolor y muchas vidas, entre generaciones de exploradores que nos precedieron. Es importante que no se pierda. Hay que difundirla, prevenir a los nuevos como ustedes, antes que…

Rojo hizo una pausa, cerró los ojos con fuerza y apretó los dientes. Cuando volvió a mirarnos estaba sudando.

—Mentira —dijo—. Me obligan a decirlo. Controlan mis pensamientos, y no puedo…

Se calló, y nosotros optamos por no insistir, porque no nos gustaba el rumbo de sus palabras. A nuestro alrededor, la actividad no había cambiado: los que dormían seguían durmiendo, y los que caminaban, caminando. Algunos tenían la vista fija en los candelabros que se alineaban en las paredes, y descubrimos que de las velas quedaban apenas unos cabos que tardarían poco en consumirse. Nos preguntamos quién se encargaría de reemplazar las velas. A nuestro lado, el hombre de gorro rojo estiró los brazos hacia arriba, aspiró hondo y volvió a mirarnos, con la misma expresión tranquila de antes y con ganas de seguir conversando.

—¿Por qué hablan así? —preguntó de golpe.

Al principio no comprendimos a qué se refería, porque estábamos pensando en otra cosa, pero luego nos dimos cuenta de que le intrigaba nuestro modo de compartir las frases. Le explicamos que era una consecuencia natural del hecho de pensar juntos.

—¿Pensar juntos? —dijo—. ¿Son telépatas?

—No exactamente —contestamos—. Tenemos una mente en común, por encima de nuestras mentes individuales.

Rojo movió la cabeza de arriba abajo, como si esas pocas palabras le alcanzaran para entender lo que para nosotros seguía siendo en parte un misterio.

—La regla se confirma siempre —dijo.

—¿Qué regla?

—La de los monstruos —alzo una mano como para apaciguarnos—. No se ofendan. Quiero decir que todos somos monstruos. Miren —llamó a sus compañeros, que se pusieron a la vista, de espaldas a nosotros. Debían haber seguido la conversación, porque entendieron lo que quería Rojo sin explicaciones. Los tres se quitaron los gorros al mismo tiempo. Eran completamente calvos, y justo en la coronilla tenían un ojo, que parpadeaba mucho por estar acostumbrado a la oscuridad—. ¿Se dan cuenta?—preguntó Rojo mientras volvía a cubrirse la cabeza. Azul y Amarillo desaparecieron otra vez tras la columna—. Cada uno de nosotros tiene una particularidad, por decirlo de un modo suave.

—¿Todos los que están en el salón? —preguntamos tratando de recobrarnos de la sorpresa.

—Sí. Da la impresión de que quienquiera que maneje los asuntos del laberinto nos elige por eso —sonrió—. Como si quisiera levantar un circo. Aquellos, por ejemplo —señaló a tres jorobados que dormían a varios metros de distancia—, tienen agallas en la espalda, y pueden respirar bajo el agua. Esas mujeres—nos indicó unas pelirrojas que parecían estar rezando—, hablan el Idioma con cualquier acento que uno les pida, aun sin haberlo oído antes. Estos tres ——señaló a la pareja y a la persona sin sexo que nos habían pedido ayuda, y que ahora seguían arrastrándose alrededor de una columna——, perciben el tiempo como una dimensión espacial, en conjunto, aunque sólo consiguen desplazarse por él como nosotros. Pobres, conocen el futuro y el pasado, y saben que no tienen escapatoria del laberinto, pero simulan tener esperanzas. Y hay casos peores —Rojo hizo una pausa, pensando—. Es difícil de creer, pero me hablaron de un hombre que adivina de dónde vino uno, el planeta, el edilicio, la habitación exacta, después de una simple charla.

—Lo conocernos —dijimos, sobresaltados—. Nos lo encontramos a poco de llegar. Dibujó nuestra oficina.

—Era cierto, entonces —dijo el hombre——. Me faltaba una confirmación.

—Un momento —dijo Sabrasú, que se había estado rascando atrás de la oreja—. Usted dice que nos elige el que maneja los asuntos del laberinto. ¿Y el Sorteo? ¿No era que todos los que están aquí son exploradores del Centro? ¿Acaso quien controla el laberinto puede controlar también el Sorteo?

—Es evidente —dijo el hombre.

—¿Cómo puede ser? ——preguntamos, luego de que la idea de Sabrasú penetró en nuestro pensamiento compartido.

—Deberían saberlo —el hombre señaló el cuello de Gadma—. Por lo que veo, seguramente se encontraron con el Poder.

—¿El Poder? —nosotros también miramos el cuello de Gadma, ahora completamente desorientados.

—O como lo llamen ustedes —dijo el hombre—. Esta mujer lleva consigo el enlace, lo que permite percibir las manifestaciones del Poder.

—No sabemos de qué habla —dijimos.

El hombre estiró la mano y agarró el collar que tenía Gadma, con el hueso en forma de X, que nos habían vendido en la primera aldea.

—De esto hablo —dijo el hombre—. ¿No sabían lo que era?

—No.

El hombre soltó el collar, metió la mano dentro de su mameluco y sacó otro hueso igual, enhebrado en una cadena de oro.

—¿Ven? —dijo—. Yo también lo tengo. Los aldeanos le entregan uno a cada equipo de exploradores. Sin esto no tendríamos contacto— con el Poder.

—Todavía no nos explicó qué es el Poder —le recordamos.

—Es lo que gobierna al Centro —dijo el hombre—. En cada sucursal se le da un nombre diferente. Algunos lo llaman Azar, otros Dios, otros Casualidad, otros Conocimiento, otros Unidad. En Diancu, mi planeta, lo llamamos Poder.

De pronto comprendimos.

—La Computadora Central —dijimos—. Este es el signo.

—¿Computadora Central? —dijo el hombre—. No está mal como idea. Es una excelente encarnación del Poder —hizo una pausa—. Pero no entiendo lo del signo.

—Así lo llamó la Computadora Central ——dijimos—, si era realmente ella.

El hombre movió la cabeza afirmativamente.

—Entonces la encontraron —dijo—. Vieron la manifestación del Poder.

—Sí —respondimos—. O por lo menos eso nos hicieron creer.

—Hacen bien en dudarlo. Aquí no estamos seguros de nada. Hay quienes piensan que se trata realmente del Poder, que se nos manifiesta a quienes entramos al laberinto. Pero también hay otros que creen en una versión opuesta del Poder, como un Poder paralelo, cuyo reino es el laberinto. Una imagen en negativo del Centro, si es que esta comparación sirve para algo.

—¿A usted también se le presentó?

—Claro, a los tres —el hombre parecía sorprendido por nuestra ingenuidad—. A todos se nos presenta alguna vez —de nuevo hizo una pausa—. Pero usted había preguntado algo, antes —señaló a Sabrasú—. Quería saber si quien controla el laberinto puede controlar el Sorteo. La respuesta es sí, aunque no sepamos cómo. Si el laberinto está en manos del auténtico Poder, entonces es lógico que controle el Sorteo. Pero si este Poder no es el Poder que gobierna al Centro, entonces la cuestión resulta mucho más confusa. Parecería que ambos Poderes se superponen, como dos hojas de papel, o más precisamente como dos sombras producidas por diferentes luces.

—Está bien —dijo Sabrasú—. Pero usted también dijo que los aldeanos son los verdaderos dueños del pozo. Que manejan todo. ¿No se contradice ahora, con este asunto del Poder?

—Si fuera así —dijo el hombre—, también habría contradicción con la existencia de leyes físicas. Todo depende del punto de vista. Las leyes físicas, el Poder, los aldeanos, son distintos planos de una misma cuestión. Como el microcosmos y el macrocosmos. Podríamos suponer que los aldeanos gobiernan el microcosmos, y en ese nivel nadie puede discutirles la supremacía. Pero el macrocosmos está en manos del Poder. Y las leyes físicas, un tanto más complejas que las que se aprenden en el Centro, proveen la estructura en la que se asientan tanto uno como otro. ¿Se da cuenta?

—Pero los aldeanos parecen tan…

—¿Tan qué?

—Tan primitivos.

—Todo depende de cómo lo mire —Rojo pensó unos segundos antes de seguir hablando—. Si les pide tecnología, no podrán mostrársela, porque la tecnología es terreno del Poder. Pero tienen sus habilidades. Por ejemplo…

—Son buenos vendedores —interrumpimos.

—Es su obligación —dijo Rojo—. Y también saben hablar el Idioma con todos los acentos que existen, igual que esas pelirrojas que están ahí. ¿A ustedes no les hablaron como en su planeta de origen?

—Sí —reconocimos.

Y por encima de todo, producen cada elemento que los exploradores usamos en el laberinto. Cuentan con la materia prima de una infinidad de mundos, y con el dinero que el Poder les hace llegar a través de nosotros.

Rojo se calló de golpe, y Sabrasú empezó a pensar alguna otra objeción, pero no tuvo tiempo de completarla. A nuestro alrededor la luz disminuía, y vimos que las velas se estaban agotando. Algunas ya se habían apagado. El hombre de gorro rojo metió las manos en nuestros bultos, y antes de que pudiéramos protestar había sacado tres mantas.

—Se acabó la charla —dijo—. Cúbranse rápido.

Le hicimos caso. Sabrasú y Gadma se acomodaron bajo una de las mantas, y Calibares y Rojo bajo la otra. La tercera quedó en manos de Azul y Amarillo. Pero nuestra obediencia no se debía a la orden de Rojo, sino a que el resto de la gente hacía lo mismo. Como si alguien hubiera dado una voz de alarma, todos habían sacado sus mantas y se estaban tapando. Las últimas velas se apagaron al mismo tiempo que escondíamos la cabeza.

Fue otro preanuncio de la cárcel. Hubo unos instantes de silencio, y luego oímos un rugido que nos hizo doler los tímpanos. Nos quedamos quietos, temblando de miedo, mientras unas manos invisibles nos recorrían el cuerpo a través de las mantas. El rugido se repitió, seguido por algunos gritos. El suelo empezó a calentarse.

—No se muevan —susurró Rojo.

Obedecimos otra vez, aunque el piso nos estaba quemando, porque el miedo era más fuerte que el dolor. Así pasamos un tiempo interminable, hasta que las manos invisibles se fueron y el suelo volvió a enfriarse, y todavía seguimos quietos unos minutos más. Después el murmullo de la gente reemplazó al silencio, y Rojo nos indicó que ya podíamos asomarnos.

Sacamos la cabeza fuera de las mantas, y vimos que todo seguía igual que antes, excepto por un detalle: en los candelabros había velas nuevas. La gente estaba plegando sus mantas para guardarlas, como si no hubiera ocurrido nada. Tratamos de imitar a los demás, pero todavía nos movíamos con torpeza.

—Ya se van a acostumbrar —dijo el hombre de gorro rojo—, si no consiguen escapar antes —nos ayudó a guardar las mantas—. Ahora hay que apurarse.

—¿Para qué? —preguntamos.

Rojo no respondió. Se puso de pie y empezó a caminar hacia una puerta. Sin una alternativa mejor para elegir, cargamos los bultos y lo seguimos. Detrás venían Azul y Amarillo.

—Éste es el mejor momento —dijo Rojo cuando lo alcanzamos—, después del cambio de velas. Los carceleros están cansados, y es más probable que dejen una salida abierta.

No hicimos mas preguntas. Rojo, Azul y Amarillo se pusieron en cuclillas junto a la puerta, y nos indicaron que hiciéramos lo mismo. Al otro lado había un pasillo como los que ya conocíamos. Esperamos varios minutos, con la mirada fija en el interior del pasillo. A nuestro alrededor se fue juntando una ronda de habitantes del salón, que parecían interesados en lo que hacíamos. Hablaban entre ellos en voz baja, y de vez en cuando señalaban algo que no conseguíamos ver.

De pronto las paredes empezaron a moverse. Saltamos hacia atrás, pero los hombres de gorro nos obligaron a volver a nuestra posición. Los curiosos gritaban con entusiasmo. Delante, el pasillo cambiaba de forma, los candelabros se hundían en la pared, y donde antes había una curva empezaba a vislumbrarse un túnel largo y recto. Un instante más tarde no quedaba nada de la imagen original, y sin embargo la piedra seguía agitándose. Rojo se inclinó un poco y se puso tenso, como si esperara una señal. Durante uno o dos minutos hubo silencio, y hasta la ronda de curiosos parecía haberse calmado. Luego Rojo empezó a agitar una mano.

—Ahora —gritó—. Corran.

Los demás también gritaban, empezando por Azul y Amarillo, y siguiendo por cada curioso de la ronda. Sin pensarlo dos veces nos pusimos de pie y nos metimos en el túnel a toda velocidad. Algo nos decía que era lo único que podíamos hacer. Avanzamos sobre un piso que vibraba bajo nuestros pies, se alzaba y volvía a caer, con los brazos abiertos para tratar de atajar las paredes que se nos venían encima. Los gritos de la gente se fueron perdiendo detrás de nosotros, y otros ruidos los reemplazaron: golpes, gemidos y llantos, como si la piedra se lamentara por la tranquilidad perdida.

Al poco tiempo nos encontramos en medio de la oscuridad, y nos detuvimos para mirar hacia atrás. No había señales de los hombres de gorro, ni de los curiosos, ni del salón. Calibares sacó la linterna y la encendió. A nuestro alrededor las paredes seguían latiendo, y volvimos a correr.

El túnel se llenó de imágenes confusas, espejismos, ilusiones. Nos parecía que una pared crecía ante nosotros, pero era el aire. Creíamos ver una curva, pero doblábamos y nos golpeábamos contra la piedra. Del piso se levantaba una mano para detenernos, pero a último momento volvía a caer. Se abría un abismo sin fondo bajo nuestros pies, y cuando buscábamos desesperadamente algo para agarrarnos se cerraba otra vez. Nos tapamos los ojos con las manos, y las imágenes atravesaron las manos y los párpados. Nos detuvimos, y el túnel siguió corriendo a nuestro alrededor.

Los gemidos y los llantos se transformaron en protestas, y las protestas en aullidos. En parte éramos nosotros mismos, que también aullábamos. Una vez creímos haber salido a la luz del sol, pero estiramos los brazos y tropezamos con paredes invisibles. Luego, el túnel nos envolvió como antes.

Así anduvimos durante horas. No teníamos otro pensamiento que el de avanzar, buscar la salida. El universo se había reducido a la dimensión de una línea, por la que saltábamos de un punto a otro, tratando de llegar al extremo.

Finalmente nos caímos, y el suelo resultó demasiado acogedor para que volviéramos a levantarnos. Sentimos un calor agradable sobre la espalda, y hundimos la cara en la piedra blanda. Dormimos un tiempo, sin sueños, y al despertar todo estaba quieto y en silencio.

Abrimos los ojos sobre la tierra desnuda, a la sombra de un árbol, bajo un cielo con nubes. Apoyado en el tronco del árbol había un aldeano joven que nos esperaba, masticando una hoja de hierba. Más allá, en un declive del terreno, estaban las casas.

Author: Eduardo Abel Gimenez

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