El viajero del tiempo – Capítulo 3

[18/5/2002]

El viajero del tiempo llega al mundo del futuro
Hoy: La ciudad inestable

Los edificios eran azules, dorados, plateados. Tenían doscientos pisos, hileras de ventanas con arcos y balcones. Y más arriba surgían torres, cúpulas, agujas de acero en vertical, desafiando la capacidad del cuello para doblarse hacia atrás. Entre los edificios, a distintos niveles, pasaban aceras elevadas, calles curvas, puentes de metal. En las aceras, hombres y mujeres de ropas brillantes se dejaban llevar con maletines en las manos. En las calles, burbujas con ruedas se movían rápidamente, en fila india, cambiando de dirección a cada instante. Por encima de todo, un cielo azul y un sol radiante derramaban su dicha sobre nosotros.

El hombre del traje metálico, mi guía, me hizo señas para que lo siguiera hasta el borde de una pequeña terraza en la que estábamos parados. La terraza parecía bastante elevada y no tenía protección visible contra las caídas. Un poco alarmado, dudé en ir hacia él. El hombre sonrió, y sin previo aviso saltó en dirección al vacío.

Algo lo detuvo. Algo invisible, mullido, impenetrable le impidió caer. El hombre del traje metálico pareció absorbido por un gran trozo de goma transparente, que amortiguó el salto y luego lo devolvió a la terraza.

—¿Ve? —me dijo—. Hemos pensado en todo.

Un poco más tranquilo, me aproximé y miré hacia abajo. El vértigo me hizo retroceder un paso, pero luego aspiré hondo y regresé hasta el mismo borde.

Allá abajo había más aceras, más terrazas, más burbujas rodantes de brillos coloridos y movimientos en zigzag. Un kilómetro de altura, dos kilómetros.

—Debe ser la ciudad más alta del mundo —dije, sorprendido.

El hombre del traje metálico rio con franqueza.

—¿Del mundo? —preguntó—. Creo que tendrá más sorpresas aún.

Sin entender a qué podría referirse, lo seguí otra vez, ahora en dirección a un elevador que se veía en el otro extremo de la terraza. Era un cilindro vertical transparente, adosado a la pared de un edificio azulado. Dentro del cilindro había una plataforma que se movía rápidamente hacia arriba o hacia abajo, con un grupo de gente.

En eso estábamos, andando hacia el elevador, cuando de pronto el suelo cedió bajo mis pies. No, no era exactamente eso: era yo, que me había hecho más liviano. El siguiente paso duró una eternidad. Tardé segundos en regresar el piso. Era como estar en la Luna. Y no sólo me ocurría a mí: el hombre del traje metálico, los ocupantes del elevador, la gente de las aceras elevadas, todos parecían sorprendidos por este efecto.

—¿Qué ocurre? —pregunté.

El hombre del traje metálico alzó una mano como pidiendo silencio. En el mismo momento, una explosión apagada, a la distancia, recorrió el aire. Hubo algunos gritos. La gente del elevador descendió y continuó su camino a pie. Miraban hacia lo alto, como esperando algo.

El hombre del traje metálico, muy serio, pulsó unos botones de su reloj pulsera y se lo llevó a los oídos. Escuchó algo, con mucha atención, y luego se dirigió a mí.

—Parece que las sorpresas que le anuncié llegarán antes de lo esperado —me dijo—. ¡Tenemos una emergencia!

No hubo más palabras. Me indicó que lo siguiera sin preguntar, y corrimos hacia un segundo elevador que, oculto tras un pliegue de la pared, estaba vacío. Nos llevó hacia abajo, rápidamente, sin detenciones intermedias. Muy abajo, durante un minuto o más. En el camino hubo otros momentos de inestabilidad, en que nuestro peso se aligeraba o aumentaba. Explosiones en sordina acompañaban esos momentos. Al fin, allí, en las profundidades, salimos a un gigantesco hangar, lleno de cohetes espaciales.

El hombre del traje metálico no me dio tiempo para mirar alrededor. Corriendo, nos dirigimos a uno de los cohetes. Había otros hombres que corrían, soldados. Mi guía se sentó frente a la consola de mandos, pulsó botones, movió palancas. Yo me senté junto a él, frente a un ventanal que nos mostraba el exterior. El cohete avanzó hacia una abertura, más allá de la cual se veían… ¡las estrellas!

Sentado junto al hombre del traje metálico, con la boca abierta por el asombro, no me atreví a hacer preguntas. El cohete salió disparado por esa abertura, volando horizontalmente, hacia el espacio negro y profundo, en una trayectoria curva que poco a poco me permitió ver dónde había estado realmente hasta ese momento.

La ciudad estaba dentro de una cúpula transparente, un globo inmenso, suspendida en el vacío. Era una estación espacial. Como un juguete colgado de hilos en una vidriera oscura y tachonada de estrellas. Allí adentro, en miniatura por la distancia, podía ver los edificios y unas cintas muy angostas que eran calles y aceras. En la parte superior de la cúpula, una luz enceguecedora simulaba ser el sol. Por debajo de los edificios, una gigantesca plataforma metálica que hacía de base y sostén para el conjunto mostraba varias aberturas, por una de las cuales sin duda había salido nuestro cohete. Otros cohetes, decenas, cientos, estaban surcando ahora el espacio a nuestro alrededor, adoptando formaciones de batalla.

Algo era evidente: íbamos a luchar.

Haciendo una pausa en su manejo frenético de los controles, el hombre del traje metálico señaló hacia el lado derecho del ventanal.

—Allá están —dijo—. ¡Es un ataque!

Miré donde me indicaba. Un conjunto de vehículos espaciales formaba un amplio arco a lo lejos. Eran todos negros, y si podía distinguirlos del fondo estelar se debía a las luces que intermitentemente dibujaban sus contornos. Los había de todas las formas: globulares, en estrella, como cigarros, cilíndricos, parecidos a tetraedros… Una palabra tomó forma en mi pensamiento: alienígenas.

—¿Qué es eso? —pregunté—. ¿Quiénes son?

El hombre del traje metálico tensó la cara. El odio le estaba cambiando los rasgos. Respondió con voz dura.

—Los Otros.

(Continuará.)

[18/5/2012]

Este es el último de los supuestos capítulos de una novela “retrofuturista” que no existe. Los dos anteriores:

Aunque no escribí esa novela, y nunca pensé en escribirla, usé el título para otra novela, también “retrofuturista”, que sí escribí, y que acaba de publicar el Grupo Editorial Norma: El viajero del tiempo llega al mundo del futuro.

Author: Eduardo Abel Gimenez

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