Lo más difícil fue conseguir el primero

Lo más difícil fue conseguir el primero. La gente pasaba de largo, pensando en otras cosas, mirando vidrieras o mirando a otras personas, porque no hay nada que les guste tanto como mirarse a sí mismos en los demás. Hasta que alguien, un hombre joven de saco y corbata, se dejó atraer por la luz plateada que salía del pozo y se detuvo junto a la valla protectora, estirando el cuello y alzando las cejas para ver mejor.

En segundo lugar cayó un hombre mayor, que venía caminando lentamente y vio la oportunidad de descansar un poco. Se paró junto al primero, lo miró a los ojos en busca de una explicación que no llegó, y luego se inclinó también hacia el pozo, que ahora mostraba una luz verdosa.

El pozo era igual a esas bocas redondas que suele haber en las calles, esas entradas a cloacas y otros mundos subterráneos. Lo habíamos rodeado con una valla de metal, porque no queríamos que nadie se cayera: podía estropear el acto. Desde un segundo piso al otro lado de la calle, medio oculto tras una cortina opaca, yo podía verlo todo con precisión y medir los tiempos de cada paso.

Una mujer delgada y bien vestida, que traía varias bolsas de plástico de las que dan en los shoppings, fue la tercera. Se acercó al hombre joven, le preguntó algo, y luego se asomó ella también al pozo. De la fuente de luz, ahora rojiza, subía una especie de antena con pelos, como una pata de araña amplificada, que asomó cosa de medio metro, se curvó en dirección contraria a los curiosos y se quedó quieta.

Para entonces era lógico que los curiosos aumentaran rápidamente en número. A la luz ahora amarilla, frente a la segunda pata de araña que ya estaba apareciendo, un chico de colegio secundario y un cartonero se pusieron codo con codo dándome la espalda. Los siguieron dos mujeres mayores, que venían juntas, y una nena que traía un perrito. Las patas de araña se trenzaron en una pelea, mientras la luz se hacía más intensa. Vinieron una mujer joven, otro hombre mayor, una pareja que se abrazaba, un empleado de McDonalds, alguien en bicicleta que tuvo que quedarse un poco más lejos.

Junto a las patas de araña surgió un globo rojo con luz propia, que palpitaba como un corazón, en la cima de una vara dorada. El globo se alzó hasta la altura de los ojos de los curiosos.

Ahí empezó el ruido, o la música, como lo quieran llamar. Ni una cosa ni la otra, en realidad. Algo que impulsó a la gente a mirar hacia abajo, y que atrajo una segunda ronda de curiosos, que trataban de abrirse paso entre los hombros de los primeros.

Era mediodía, por eso había tanta gente en la calle. Los que iban a comer, los que venían a comer, los que buscaban comida tropezaban unos con otros, y todos tropezaban con esa pequeña multitud que rodeaba el pozo y trataban de unirse a ella como hace cualquiera cuando encuentra algo novedoso.

El globo rojo subió otros dos metros, de manera que todos pudieran verlo, y empezó a expandirse. El ruido, la música, subió de volumen: rugidos con mucho eco, tambores lentos, lluvia. La gente que se quedaba a ver llenó la calle de lado a lado.

Alcé la vista hacia una ventana del edificio que estaba frente al mío, también en el segundo piso. Allí había una persona, que hizo una señal con la cabeza, a la que respondí con otra señal.

Entonces volví a mirar mi control remoto, alejé los pulgares de los botones verdes que había estado pulsando hasta ese momento, y mientras sostenía el aparato en la mano izquierda usé el índice de la derecha para apretar, con fuerza, con rabia, por fin tras tantos preparativos, el botón rojo.

Author: Eduardo Abel Gimenez

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  1. En el instante crucial en que debía hacer una señal –de un signo o de otro– estornudé, y la persona del edificio de enfrente con los pulgares en los botones interpretó mi inclinación de cabeza como un asentimiento. Una fracción de segundo después, todo voló en millones de pedazos.

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