El fondo del pozo – 2

El fondo del pozo

2

“La cuerda, si se rompe, se convierte en dos cuerdas. Usted es una cuerda. No resista cuando no puede. Rómpase. Disminuya su tamaño. Es una estrategia: multiplíquese hasta llegar a proporciones subatómicas, y cada vez será más fuerte.”
(Consejero, 75:117:91)

—Qué buena idea —dijo Calibares.

—Tuvo el Centro —siguió Sabrasú.

—Al darnos vacaciones —terminó Gadma.

Esto fue hace mucho tiempo, antes de que nos enviaran a este lugar donde la gente lucha por una manta y el verano dura diez horas. Éramos exploradores del Centro, principiantes pero con un contrato que nos daba derechos y obligaciones, y creíamos en todo lo que nos habían dicho, pero más en lo que queríamos creer. Acabábamos de llegar a Guirnalda, y ahora andábamos á lomo de burro, dando vueltas y vueltas por las laderas de la montaña, asomándonos a los precipicios más famosos del planeta por el solo hecho de tener algo que informar después.

Todavía pensábamos que el pozo no era más que una colección de leyendas. Nadie nos había dicho que pensáramos otra cosa. Por lo tanto, nos asombraba la atención que le prestaban el Centro y la Computadora Central, suficiente para incluir a Guirnalda en el Sorteo y enviarnos a explorar. Tampoco entendíamos por qué nos habían elegido a nosotros: sabíamos lo que se cuenta en las reuniones sobre los auténticos exploradores, y habíamos tenido la experiencia de conocer a D
indir; nos parecía que jamás igualaríamos sus hazañas. Aunque el Centro los eligiera al azar, ese azar debía estar bien dirigido.

Como siempre, cumplíamos las órdenes sin discutir, pero nada nos impedía tener nuestras propias teorías. Y teníamos dos para explicar la situación: o el Centro se había equivocado, o había usado el pozo como excusa para otorgarnos un descanso. Fuera como fuese, razonábamos sobre el tema como razona cualquiera: prestando más atención a las alternativas favorables y olvidando en lo posible las otras. Y así habíamos elegido la mejor de todas, porque la ilusión de tener las primeras vacaciones de nuestras vidas nos ponía contentos. Entonces dejábamos que los burros nos llevaran a su gusto por el camino retorcido de la montaña, mientras cantábamos canciones del Centro e inventábamos nuevas leyendas sobre el pozo, todavía más disparatadas que las viejas. Habíamos comprado algo de equipo, pero no el que íbamos a necesitar. Nos quedaba alimento para una sola comida. Habíamos olvidado las copias del contrato en la nave, y sólo nos importaba una cláusula: la que nos permitía volver sin hacer nada, en caso de que no encontráramos el objetivo de la expedición.

La aldea apareció en un recoveco del camino, cerca de la cima, cuando nos reíamos de una leyenda particularmente ridícula que Sabrasú acababa de contar. No sabíamos que la montaña estaba habitada. Tardamos bastante en descubrir que era una aldea, y no otro montón de rocas. Había ocho o diez casas de piedra que apenas se distinguían del terreno, dos corrales con burros y llamas parecidos en color y textura a sus dueños, un depósito hecho con bloques de hormigón, y un mirador que se inclinaba sobre el abismo de tres mil metros. Era como las otras aldeas de Guirnalda, excepto por la altura a que la habían construido, y por sus habitantes: en vez de la mirada triste y más bien rencorosa de los otros, mostraban los ojos brillantes y sonreían.

Cuando entramos en la aldea los pobladores estaban encerrados en sus casas, salvo uno que parecía de guardia.

—Necesitan buena soga —dijo en cuanto nos vio.

Gadma preparó su cámara y empezó a sacarle fotos.

—Buenas tardes —respondió Calibares—. ¿Usted es de aquí?

—Sí —dijo el poblador, que se había acercado a nosotros—, y tengo la soga ideal para lo que quieren.

—¿Cómo sabe lo que queremos? —dijo Sabrasú.

El poblador ensanchó la sonrisa.

—Un buen chiste —dijo.

Nos pareció simpático, así que bajamos de los burros y lo seguimos hasta que entró a su casa, ubicada junto al depósito. Salió un minuto después, con una llave más grande que su mano, tallada en madera. Caminó hasta el depósito, abrió la puerta con la llave y nos gritó desde adentro que esperáramos.

—Una forma curiosa —dijo Sabrasú.

—De recibir —siguió Gadma.

—A las visitas —terminó Calibares.

Había algo raro en el poblador, más allá de su recibimiento, y más allá de que nuestra información no incluyera a los habitantes de la cima. Pero no sabíamos qué, y de todos modos esa sensación de extrañeza que nos producía no bastaba para inquietarnos. Sumergidos en nuestra seguridad cuidadosamente edificada a lo largo del viaje, sin la ayuda del Consejero y sin una idea precisa de la situación en que estábamos, los tres metimos las manos en los bolsillos, aspiramos hondo y disfrutamos del paisaje de postal que teníamos delante.

El sol de Guirnalda bajaba con rapidez, pero todavía estaba alto. Nos alegramos de haber hecho la mayor parte del trayecto el día anterior, desde la ciudad hasta bien arriba de la montaña; ese día habíamos tenido tiempo de desayunar, almorzar, detenernos para que Gadma sacara sus fotos, y así y todo estábamos en la cima a una hora ideal, con un largo rato por delante para apreciar el panorama.

El suelo de Guirnalda es un cuadriculado de sembradíos, de modo que ahora nos parecía un tablero. Algo lógico, porque creíamos estar jugando. A la derecha, medio oculta por una roca, estaba la ciudad en la que habíamos descendido. Tiene el mayor puerto de Guirnalda, compuesto por un edificio chato y angosto, y una plataforma de tierra apisonada y un almacén de ramos generales donde habíamos comprado nuestro escaso equipo. Gadma desistió de fotografiarla, porque ya lo había hecho centenares de veces desde todos los puntos de la montaña, y empezaba a parecerle una escena repetida. En cambio, fotografió las piedras, el mirador, un burro con Sabrasú detrás, a Calibares con dos burros detrás, la cima de la montaña a pocos metros por arriba nuestro, el cielo y las nubes que pasaban por debajo.

En Guirnalda se cuenta que los dioses construyeron la montaña sólo para tener dónde instalar el pozo, porque no se atrevían a invadir el reino subterráneo de otros dioses, tal vez más poderosos. También hay quien dice que al principio la montaña no existía, y el pozo empezaba al nivel de la llanura; pero los dioses del subsuelo, molestos por ese agujero que atravesaba sus dominios, lo extirparon con montaña y todo, como quien extirpa un tumor.

A nosotros se nos había ocurrido una alternativa, inspirados por la cerveza amarga de a bordo, durante las horas interminables del viaje por el espacio:

—Al principio existía el pozo —empezó Gadma.

—Sostenido en el aire por el esfuerzo de los dioses —siguió Calibares.

—Un vacío dentro de otro —dijo Sabrasú.

—Luego de un tiempo, los dioses se cansaron —Gadma.

—Y construyeron la montaña a su alrededor —Calibares.

—Para que hiciera el trabajo por ellos —Sabrasú.

Pero lo que más nos divertía era pensar en dos grupos de dioses, unos aéreos y otros subterráneos, empujando y empujando para quitar espacio a sus adversarios, retorciendo y abollando la superficie que los separaba. Los aéreos acreditarían una victoria en cada valle y cada túnel, mientras que los subterráneos ganarían batallas con montañas y erupciones. En ese caso, el destino de nuestra expedición era un ejemplo de empate: los dioses subterráneos habían conseguido elevar la montaña más alta y más perfecta de Guirnalda, pero los dioses aéreos la habían perforado de arriba abajo con el pozo más profundo y más notable del universo.

En un terreno diferente del de las leyendas, y tal vez a causa de ellas, en todas partes de la galaxia hay gente que quiere conocer Guirnalda. Sin embargo, no existen empresas de turismo que organicen excursiones a la montaña, ni hoteles colgados de las laderas. Los visitantes, que son pocos porque Guirnalda está apartado de las rutas y los viajes espaciales resultan demasiado caros, se conforman con que los trasladen a algunos de los lujosos albergues construidos en torno a la montaña, a dos o tres kilómetros de la base, y con pasar una semana o dos meses en ese paraíso artificial diseñado para ellos. Según el informe que nos había dado el Centro, del que obtuvimos nuestros conocimientos sobre Guirnalda, esto se debe a que los turistas prefieren evitar el peligro, y la cima de la montaña es un lugar poco confortable, suspendida sobre laderas verticales y golpeada por los vientos más fuertes del planeta. Pero nosotros habíamos encontrado una senda fácil que llevaba hacia arriba, y ahora, casi en la cima, no sentíamos ni una señal de los vientos anunciados, de modo que a cada minuto que pasaba más nos convencíamos de que ahí no había nada extraordinario. Lo más probable, pensábamos, era que los peligros fueran un invento de los guirnaldeses, que los usaban para proteger su principal secreto: la inexistencia del pozo, la falsedad de las leyendas y, por lo tanto, la falta de atractivos de su planeta, salvo algunos paisajes de ésos que siempre salen mejor en las postales.

No sólo el viento estaba ausente sin aviso. Según las leyendas, se suponía que debíamos notar la presencia de poderes ocultos, de dioses terribles, capaces de sacudir el universo con un estornudo, sin que importara a qué mitología pertenecían. Pero no había nada, excepto el ruido del aldeano que revolvía algo en el depósito, la aldea acurrucada entre las piedras y la mirada tonta de los burros de Guirnalda, cuya única habilidad, diseñada por ingenieros genéticos, es la de soportar una atmósfera con poco oxígeno. Si los dioses existían, debían estar muy lejos.

—La verdad —pensamos— es que los dioses no parecen necesarios.

En ese momento recibimos la primera sorpresa importante. Tal vez nuestra herejía había ofendido a algún habitante de las leyendas, porque oímos un trueno que nos hizo vibrar todo el cuerpo. El susto nos desconectó. Los burros perdieron la calma para la que estaban adiestrados y se pusieron a dar saltos, arrojando partes de nuestro equipo por los cuatro costados. No había nubes de tormenta, ni en el cielo ni entre nosotros y los sembradíos de abajo.

—Calibares avisó —dijo Calibares—. Debimos subir en helicóptero.

—En Guirnalda no hay helicópteros que puedan llegar tan alto —contestó Sabrasú.

—De todos modos ya es tarde —dijo Gadma, tironeando de los burros.

Gadma era especialista en hacer que los burros le obedecieran, probablemente porque les gustaba su voz de contralto. Pero ahora le llevó un par de minutos conseguir que se quedaran quietos, y justo entonces el segundo trueno terminó de agotar su paciencia: fue tan fuerte como el primero, y tuvo el mismo efecto sobre los burros.

—Basta —gritó—. Esto no figura en el contrato.

—¿Qué cosa? —preguntó Sabrasú, desorientado por nuestra desconexión—. ¿Los truenos?

—No —dijo Gadma—, los burros. Que haya que calmarlos a cada ruido que oyen.

—Tal vez es por esto que no hay helicópteros —supuso Calibares—. La Sociedad Protectora de Animales de Guirnalda…

—¿Tan segura está Gadma de que no figura en el contrato? —dijo Sabrasú—. El Centro no suele olvidar ningún detalle.

—Gadma no vio nada sobre burros —dijo Gadma.

—Pero hay una cláusula que se puede aplicar —dijo Sabrasú—. Escuchen —empezó a recitar—: “Los firmantes se comprometen a cumplir la Ordenanza General Sobre Animales de Paseo, de Carga y de Tiro.”

—¿Y qué dice esa Ordenanza? —preguntó Gadma, mientras sujetaba las riendas de un burro que quería saltar al abismo.

Sabrasú se rascó atrás de una oreja, haciendo memoria.

—En los territorios no pertenecientes al Centro —dijo después—, le da prioridad a la reglamentación local.

—Gadma no conoce la reglamentación local —protestó Gadma.

—Preguntemos a los pobladores —propuso Calibares.

Los pobladores no tenían ganas de ayudar. Seguían encerrados en sus casas y ni siquiera se asomaron. No había otro remedio que seguir luchando con los animales, aunque no supiéramos si teníamos la obligación de hacerlo. Sabrasú no era muy hábil con los burros, así que se dedicó a juntar los bultos desparramados. Calibares gritó tanto como Gadma, pero su voz aguda tenía el privilegio de poner a los burros mas nerviosos de lo que estaban.

Cuando la situación quedó bajo control, el vendedor salió del depósito arrastrando un rollo gigantesco de soga gruesa y, por lo que podíamos ver, bien construida.

—¿Qué fueron esos truenos? —preguntamos los tres al unísono.

El hombre hizo un gesto de indiferencia.

—El pozo —dijo—. Le gusta llamar la atención.

—¿El pozo? —dijo Calibares, poco convencido.

No hubo tiempo para hacer más comentarios. El poblador había dejado la soga frente a nosotros, y se dedicaba a exaltar sus virtudes. Tenía algo en la voz, en su modo de hablar, en los gestos que hacía, tan convincente que no podíamos cambiar de tema.

—Muy barata —terminó—, no pierdan la oportunidad. De pronto conseguimos conectarnos otra vez. Pensando juntos nos era más fácil contrarrestar las habilidades de vendedor del aldeano.

—Todavía no sabemos —observó Calibares.

—Si la vamos a necesitar —siguió Gadma.

—Así que no compraremos —terminó Sabrasú.

El poblador nos miró intrigado, y luego volvió a sonreír. Pensamos que debía quedarle todavía otro argumento de venta. La sonrisa se convirtió en una carcajada Un argumento muy bueno, nos dijimos. Cuando dejó de reírse levantó un brazo y señaló hacia el otro lado del depósito.

—Si quieren saber —dijo—, vean allá.

Dimos la vuelta al edificio, y ahí estaba la boca del pozo. A primera vista no era nada impresionante, pero bastó para quitarnos el buen humor que conservábamos a pesar de los burros. Estaba en lo que parecía el patio trasero de la aldea, tenía unos diez metros de diámetro y la habían rodeado con una valla para que los chicos y los animales no se cayeran. De adentro venía un aire caliente, con ese olor un poco metálico que sale de algunas estufas.

En cuanto la vimos, lo primero que se nos ocurrió fue retroceder.

—No se asusten —dijo el aldeano, amenazando con otra carcajada—. Hay truenos muy de vez en cuando. Gadma apuntó su cámara y sacó varias fotos en cualquier dirección antes de poder enfocar el pozo. Las manos le temblaban, y terminó sentándose en una piedra, con la excusa de que se le había acabado la película y tenía que cambiarla. Sabrasú se puso a hablar sobre la costumbre que tiene la realidad de no parecerse a las leyendas, y sin embargo darles vida a cada momento. Finalmente, Calibares se acercó al borde, apoyó una mano en la valla y se inclinó hacia adelante para mirar dentro del pozo.

—No se ve nada —dijo—. Habrá que bajar.

—Habrá que bajar —repitió Gadma, todavía luchando por abrir su cámara.

—Lo dice el contrato —aseguró Sabrasú.

Así nos despedimos de las vacaciones que habíamos imaginado, del merecido descanso en el ambiente agrícola de Guirnalda, de la ilusión de tener un buen karma que nos cambiara las esperanzas. Como dice el Consejero, a las esperanzas hay que desabrigarlas para cubrirse uno mismo; y las sogas se deben romper cuando es necesario.

Author: Eduardo Abel Gimenez

0 thoughts on “El fondo del pozo – 2

  1. ante todo devo de decir q no se si decirles si lo qvoy a decirles es absurdo pero nesecito ayuda o soloquiero cntarles tengo un amigo q se dice ser el angel de la destruccion aunq paresca un broma pero en la biblia dice q una estrella cayo del cielo a la tierra este amigo dice q vive su vida paranormal cuando era niño vio una lasgosta comola apoc con dientes de leones corazas y ke dijo q cuando sea grande se iba a ver con mi amigo aunq paresca absurdo le voy a dcir esto dice q DIOS se lepresento le dijoq es la hora de abrir el infierno aunq para eso su corra peligro su vida
    perome dice q tiene miedo de abrir elpozo por antes q sepa q es un angel 4angeles seleparecieron entre le diheron q abra elpo zo es una histora larga nopuedo contarle stodo pero le dig q esta decidido ir aunq seasolo pero dice q quisas nolo sea aunq seaparecioen losangeles no se q decir pero si es una angel y es la hpora el dia en q abra pozo es el juicio NO SE solo q les digo si veen algo como lasgostas es decir q i amigo ya abrio elpozo ya ni sera mas una humano sio un angel .
    DIOS LOS VENGIDA

  2. ps la vdd este libre se hase muy interesant aunq para los q no tiene capasidad lectora no lo entenderan jejejej

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