El fondo del pozo – 8

El fondo del pozo

8

“El carbón se transforma en diamante. A veces, detrás del proceso está la mano de un operario. A veces no. Entre un caso y otro la única diferencia aparece en un número: el que indica las probabilidades de que el fenómeno se produzca en un momento y un lugar determinados.”
(Consejero, 24:11:115)

Dentro de nuestra oficina la temperatura aumentaba. El sistema de refrigeración no podía compensar el calor de cuatro personas, sumado a la tensión que nos producía el tener a Dindir con nosotros y a los vapores densos de la discusión. Una gota de sudor colgó por un momento de la ceja izquierda de Dindir, sobre el agujero deshabitado donde debía estar el ojo. Su mameluco azul tenía manchas oscuras bajo los brazos. De vez en cuando sentíamos el cosquilleo de la transpiración resbalándonos por el pecho y la cara, y la tela áspera con que se fabrica la ropa del Centro se nos pegaba al cuerpo. No queríamos movernos, por miedo a que Dindir se fuera, pero cuando la sed se hizo insoportable Calibares abrió un cajón de su escritorio, sacó los vasos y la bandeja y caminó hacia la puerta.

—¿Adónde va? —preguntó Dindir, parándose de un salto mientras metía la mano en un bolsillo con el ademán de quien va a sacar un arma.

Calibares se detuvo justo antes de mover el picaporte. Un vaso rodó por la bandeja y cayó al suelo, pero no se rompió. En el Centro, todos los vasos son de plástico. Sabrasú se atragantó y empezó a toser. Gadma levantó las manos, como habíamos visto hacer en las películas.

—A buscar agua —dijimos—, al final del pasillo.

—¿No hay agua en la habitación? —dijo Dindir.

Tenía la cabeza un poco torcida, de modo que podía abarcarnos a los tres con su ojo sano, y no sacaba la mano del bolsillo. Contestamos moviendo la cabeza de derecha a izquierda, los tres al mismo tiempo, y nos quedamos quietos, esperando. Dindir echó un vistazo rápido a su alrededor, sin cambiar la posición del cuerpo. Después aspiró hondo y volvió a sentarse. Pudimos notar cómo se le aflojaban los músculos.

—Disculpen —dijo—. Son los reflejos de una exploradora. Estoy acostumbrada a desconfiar de los movimientos bruscos.

Nosotros también nos relajamos un poco, aunque la explicación de Dindir no terminó de tranquilizarnos. Calibares levantó el vaso caído, miró a Dindir y salió. Dindir se sacó el reloj de la muñeca, lo observó al derecho y al revés y lo dejó sobre un escritorio, frente a ella. No se dijo una palabra, hasta que Calibares volvió con los cuatro vasos llenos del agua tibia y rosada de las canillas del Centro.

—Nadie se da cuenta —dijo luego Dindir—, pero la vida de los exploradores es difícil. La gente nos envidia, y nosotros envidiamos a la gente —nos apuntaba con su órbita vacía, y jugaba con el reloj. Nos pareció que había perdido parte de su seguridad, y estábamos pendientes de sus gestos con un resto de miedo y bastante de sorpresa—. Tenemos que ir donde el Centro quiera, y muchas veces ni siquiera sabemos qué encontraremos al llegar. O al volver —alzó los hombros—. A mí me ocurrió, volver de una expedición y descubrir que mi casa no existía más. La habían demolido para levantar una antena de televisión. Pero eso no es lo peor.

—¿Qué es lo peor? —preguntamos al ver que no seguía.

Nos miró fijo durante unos segundos antes de contestar.

—Recibir órdenes sin sentido —dijo al final—. Firmar un contrato sin leerlo, y después descubrir que no tiene pies ni cabeza, y estar obligada a cumplirlo.

Hablaba con rabia: la primera vez que le descubrimos una verdadera emoción.

—Pero la Computadora Central… —nos interrumpimos—. ¿Le pasó eso a Dindir?

—Sí. Hace muy poco tiempo.

—¿En la expedición anterior?

—No exactamente.

Entonces creímos comprender. Dindir se refería a su expedición actual: la obligaban a recorrer Varanira, sin avisarle que allí teníamos nuestra propia sucursal del Centro. Se lo dijimos, y empezó a reírse.

—Hay algo más.

—¿Algo más?

—Ya lo van a ver. Tengan un poco de paciencia.

De pronto volvió a su actitud anterior, la que había conservado hasta que Calibares empezó a moverse. Se enderezó en la silla, cruzó los brazos y tosió para aclararse la garganta.

—Estábamos hablando de otra cosa —dijo—. Me pareció que les había quedado alguna pregunta por hacer.

Nosotros también tuvimos que reacomodarnos. Pasado el susto, habíamos apoyado los codos en los escritorios, y estábamos observando a Dindir con una mirada de entomólogos, como si fuera un insecto raro que no conseguíamos clasificar. Nos sentimos avergonzados, porque la habíamos tratado con una confianza que no nos correspondía, olvidando la distancia lógica que debe haber entre exploradores y empleados administrativos. Nos echamos hacia atrás, nos miramos las puntas de los pies y volvimos a pensar en temas menos personales.

—Hasta ahora —dijimos luego de elegir las palabras—. Dindir criticó nuestras creencias, pero no terminó de aclararnos las suyas. Nos gustaría…

—Tienen razón —Dindir sonreía como al principio—. Pero si quieren saber qué creemos en Coracor, antes tendrán que soportar que los critique un poco más.

—Si no hay otro remedio —nosotros también sonreímos. En apariencia, al menos, la situación volvía a la normalidad.

Antes de hablar, Dindir levantó su reloj, se lo llevó al oído e hizo una pausa para escuchar algo que nosotros no llegamos a percibir. Era un aparato complicado. Habíamos supuesto que era un reloj porque lo llevaba en la muñeca, pero no tenía visor ni cuadrante, y bien podía ser un transmisor, un detector de radiación o un accesorio para destaparse las orejas. Tenía varias ranuras y botones, y un alambre retorcido que salía de un costado. Nos hubiera gustado verlo de cerca, pero no nos atrevimos a pedírselo. En realidad, tampoco nos lo hubiera dejado tocar. Finalmente, volvió a ponerlo sobre el escritorio.

—Hace una semana que estoy aquí —dijo, sin dejar de mirar el reloj—, y en todo este tiempo los varanires no hicieron otra cosa que hablarme de su religión, o como la llamen. De modo que conozco sus argumentos. A mi modo de ver, ustedes empiezan suponiendo que el Centro se dirige hacia algo, que tiene una finalidad, aunque no se les ocurra la menor idea de cuál puede ser esa finalidad. Su experiencia les dice que el Centro no gobierna ni administra, excepto a sí mismo. Que no educa, salvo a sus propios agentes y para sus propios fines. Que no produce, salvo para su consumo interno. Que no compra ni vende, porque se autoabastece en todo, incluso en información. Que no investiga, descontando cosas secundarias como la búsqueda de un plástico más resistente para los vasos, o un nuevo modelo de nave espacial, que de todos modos sólo usarán los agentes del Centro. En otras palabras, el Centro no hace nada importante dirigido hacia afuera. Sus actividades repercuten en su propio interior.

El reloj emitió un chasquido que distrajo a Dindir, y aprovechamos para interrumpir su discurso.

—Es curioso —dijimos—, pero Dindir se olvida de su propio trabajo. El Sorteo y los exploradores son parte importante del Centro, y nadie puede negar que actúan afuera. Cuanto más afuera, mejor.

Tras el chasquido, Dindir había vuelto a apretar el reloj contra su oído. Sin embargo, consiguió escucharnos.

—Ya les dije que los exploradores llevamos el Centro con nosotros —contestó, mientras guardaba el reloj y sacaba otro objeto de su bolsillo, una especie de espejo pequeño, con un botón en el dorso. Lo sostuvo entre las manos, apoyadas en el escritorio—. ¿Alguna vez pensaron para qué sirve una expedición?

Era difícil atender al mismo tiempo a la discusión y a los manejos de Dindir con sus aparatos, pero pudimos encontrar una respuesta razonable:

—Para ampliar el universo conocido.

—Eso es un producto secundario —dijo Dindir—. La verdadera función consiste en abrir el camino a una nueva sucursal del Centro. Nosotros exploramos un mundo que el Centro no conoce, redactamos un informe, alguien lo lee, eventualmente se envía una segunda nave, otro alguien decide irse a vivir al planeta recién explorado, y con el tiempo, si el azar es favorable, surge allí la nueva sucursal. Visto de esta manera, ¿no les parece que el Centro nos usa como esporas, que somos su mecanismo reproductor?

Dindir movió el botón de su espejo y surgió un destello que nos encandiló durante una fracción de segundo.

Quedamos desorientados, y esta vez no conseguimos responder a su pregunta. Pero Dindir no esperaba que contestáramos.

—A todo esto —continuó—, ustedes siguen confiando en que esa supuesta finalidad existe, creyendo que el Centro va a alguna parte. Pero todo lo que conocen del Centro es caótico, contradictorio. El Centro se mueve por azar, avanza y retrocede, desperdicia energía. En esas condiciones es bastante difícil que se pueda acercar a cualquier objetivo. Entonces inventan una Computadora Central, dotada de grandes poderes, para rellenar los huecos de la teoría. Esa Computadora Central es quien conoce el verdadero objetivo del Centro, y ejerce el control necesario para que todo marche en la dirección correcta. De ese modo, si hay algo que no comprenden, resulta que la Computadora Central no quiere que lo comprendan. Si el Centro es un absurdo, piensan, será porque la Computadora Central prefiere que parezca un absurdo —olvidó por un momento su espejo, y nos miró uno por uno—. Reconozco que la suya es una posición cómoda, porque evita esos cuestionamientos molestos que atormentan a otros agentes del Centro. Pero en el fondo no es más que un modo de justificar su propia vida. Creer en la Computadora Central le da sentido a la existencia, ofrece algo por lo cual seguir trabajando.

La posibilidad de que el espejo volviera a encandilarnos nos mantenía tensos, pero seguíamos sin atrevernos a preguntar de qué se trataba. Y si conseguíamos estar al tanto de la charla era a costa de un esfuerzo cada vez mayor, y porque se trataba del tema que más nos había interesado a lo largo de nuestra vida.

—Hay pruebas de que la Computadora Central existe —dijimos—. Se ha comunicado con compañeros nuestros, muchas veces. Ha transmitido órdenes.

—¿Pero de qué manera? —dijo Dindir—. Durante esta semana me describieron miles de esos mensajes, las mismas personas que los habían recibido. Aparecen entre sueños, o escritos en las paredes, o en la pantalla de una terminal operada por alguien medio muerto de cansancio. Admito que en conjunto son bastante impresionantes, pero cada uno se puede explicar sin recurrir a ninguna Computadora Central. Si por lo menos pudieran decirme dónde está —contraatacó—, para que todos la viéramos.

—Nadie lo sabe —dijimos—, porque no se debe saber. Si el secreto fuera violado, alguien podría interferir en el funcionamiento de sus circuitos.

Dindir soltó una carcajada, o la fingió, no estábamos seguros. Había dejado el espejo junto al reloj, apoyado en un soporte extensible de modo que nos apuntaba a las caras, y ahora sacó otro artefacto de su bolsillo: algo parecido a una cinta metálica arrollada dentro de un cilindro transparente.

Esta vez no pudimos contenernos.

—¿Qué está haciendo Dindir? —preguntamos.

Dindir se sobresaltó, pero trató de disimular su reacción espantando un insecto inexistente de su hombro.

—Nada —dijo—, una pequeña demostración para más tarde.

—¿Una demostración? —sentíamos curiosidad.

Dindir hizo un gesto de fastidio.

—Sigamos nuestra conversación —dijo—. Después les voy a explicar lo que estoy haciendo.

Nos quedamos callados, mientras ella extendía la cinta sobre un escritorio. La fijó en los extremos, y luego puso el espejo encima.

—Dindir todavía no nos habló de sus propias creencias —dijimos cuando terminó.

—A eso iba —dijo Dindir, sin cambiar en nada el tono de su voz. Sacó un papel arrugado de otro bolsillo, lo alisó y empezó a plegarlo de un modo complicado—. Lo que creemos en Coracor es que el Centro tiene una sola función: sobrevivir, perpetuarse a sí mismo. Nada de objetivos ocultos, nada de finalidades abstractas. Pura supervivencia —levantó la vista de su trabajo para ver nuestra reacción—. Piensen en las abejas. Viven en colonias, tienen costumbres complicadas, construyen panales. Y el único fin que persiguen es que al año siguiente siga habiendo abejas, colonias, panales y costumbres complicadas —hizo una pausa para concentrarse en un pliegue que parecía especialmente difícil—. En el Centro ocurre lo mismo. Nosotros, los agentes, somos las abejas. Tenemos nuestras costumbres, que no son otra cosa que un seguro de supervivencia, porque gracias a ellas conseguimos alimentarnos, respirar y reproducirnos. Y a nuestro conjunto de colonias, costumbres y abejas lo llamamos Centro.

—Pero nosotros somos inteligentes —dijimos—. Podemos razonar, y las abejas no. Hay diferencias.

El papel de Dindir se transformó de pronto en un poliedro irregular, con varias salientes parecidas a patas en un extremo. Lo ubicó con mucho cuidado a varios centímetros del espejo, y volvió a alzar la mirada de su ojo sano hacia nosotros.

—Claro que hay diferencias —dijo—. Tal vez las abejas no se sienten como ustedes a mirar las estrellas, pero es que no les interesan. Ustedes no vuelven volando a danzar ante las puertas del Centro cada vez que descubren un macizo de flores —se estiró hacia atrás para estudiar la posición del poliedro, y lo corrió unos milímetros hacia la derecha—. En cuanto a eso de razonar, ¿les sirve para modificar el rumbo del Centro?

—No es nuestra intención.

—¿Y si lo fuera?

No contestamos. Las maniobras de Dindir nos distraían. No teníamos su habilidad para pensar en dos cosas a la vez, y había momentos en que perdíamos contacto con la discusión. Pero nos parecía demasiado pronto para insistir sobre la demostración pedida, así que estuvimos un rato en silencio. Mientras tanto, Dindir sacó una varilla metálica de otro de sus infinitos bolsillos, y la desplegó hasta obtener una especie de antena de dos metros de altura, que se apoyaba en un trípode. La dejó junto a su silla, se puso de pie y fue hasta la pared opuesta, como si quisiera tener un mejor panorama de su obra. Finalmente encontramos un argumento válido para seguir la discusión.

—Supongamos por un momento que Dindir tiene razón —dijimos—, que al Centro sólo le interesa subsistir, y que no hay ninguna Computadora Central para ejercer el control. En ese caso, ¿quién creó el Centro? ¿Quién puso en marcha semejante estructura con millones de agentes, o miles de millones, repartidos por toda la galaxia?

Dindir tardó en responder, y pensamos que nuestra pregunta había dado en el blanco. Pero en realidad estaba buscando el elemento siguiente de su construcción: aparentemente no lo había encontrado en el bolsillo que correspondía, y ahora revisaba nerviosamente un bolsillo tras otro. De pronto respiró con alivio y sacó una pelota roja, que calzó en la punta de la antena.

—Nadie —dijo después.

—¿Cómo? —preguntamos. No habíamos comprendido que estaba respondiéndonos.

—Nadie creó el Centro —aclaró—. En Coracor hay estudios científicos que demuestran que, a partir de ciertas condiciones en el poblamiento de la galaxia, es inevitable que surja el Centro. Por supuesto, hay cierta tolerancia. El Centro podría ser levemente distinto de lo que es, si el azar se hubiera volcado en otra dirección. Pero en lo esencial las previsiones coinciden con la realidad.

—¿Dindir pretende que creamos lo que dice, sin más explicaciones? —intervinimos, para salir del paso. Estábamos cada vez más concentrados en los artefactos que Dindir desparramaba por la oficina.

—¿Saben cómo surge la vida en un planeta primitivo? —preguntó, mientras colocaba pequeños cubos de plástico en el suelo, a distancias regulares.

—¿Qué tiene que ver eso con…?

—Contesten.

—Más o menos. Hay un caldo de cultivo. Hay rayos. Los rayos actúan sobre el caldo y se forman aminoácidos.

—Bastante bien —uno de los cubos era imperfecto; lo guardó y puso otro en su lugar—. ¿Qué más? ¿Cómo sigue la historia?

—Seguramente aparecerán nucleótidos, proteínas, esas cosas.

—Algo así. Y luego el ADN, y los primeros organismos unicelulares. ¿Están de acuerdo?

—Sí, pero…

A cada momento Dindir se movía con más rapidez. Las manchas de transpiración de su mameluco habían aumentado de tamaño, y seguían creciendo. Respiraba en forma agitada, y las frases empezaban a cortársele por la mitad. A cada momento se llevaba el reloj a la oreja para escuchar, y luego se apuraba más que antes. En un momento nos vimos rodeados de cables, y un segundo más tarde apareció una pantalla de tela blanca en la pared de enfrente. De un bolsillo surgió una especie de silbato; Dindir se lo metió en la boca, y a partir de entonces nos costó entender lo que decía.

—Mucho tiempo después vienen los primeros organismos complejos —siguió, pasando el silbato de una comisura a la otra—, y más tarde plantas, animales y civilizaciones.

—No vemos a dónde quiere llegar Dindir —dijimos. Dindir distribuyó varias cajitas negras por las paredes.

—Lo verán muy pronto —dijo—. Estamos en que hay civilizaciones, y todavía no intervino ningún elemento exterior —aspiró lo más hondo que pudo—. Sólo hicieron falta ciertas condiciones iniciales y una cantidad de tiempo —terminó con las cajitas, y puso sobre un escritorio dos aparatos unidos por un cable. En cada aparato había un dial y una aguja—. El resto fue obra del azar, pero de un azar que edificó determinada estructura, y no otra, una estructura que en líneas generales estaba fijada de antemano.

Nuestra confusión era tan grande que ya no sabíamos de qué hablaba.

—Parece que sí —dijimos.

—Sigamos entonces. ¿Qué viene después de las primeras civilizaciones?

—Muchas cosas —consiguió decir una parte de nuestro pensamiento compartido, que todavía tenía alguna pista de lo que trataba la charla—. Guerras, viajes espaciales.

—Eso mismo —gritó Dindir, mientras encendía los aparatos y las agujas se movían por los diales—. Viajes espaciales. Conquista de otros mundos. Poblamiento de la galaxia. ¿Creen que en alguno de esos pasos se necesitan otros elementos, fuera de los que ya había: condiciones iniciales, tiempo, azar?

—Nosotros…

Dindir se quedó de pie en un rincón, mirando a su alrededor hasta asegurarse de que no faltaba nada. Luego nos clavó la mirada del ojo sano, que parecía estar a punto de salirse de la órbita, como seguramente le había ocurrido al otro.

—Ahora observen el caso concreto que nos enseña nuestra historia —dijo—. ¿Qué apareció cuando la galaxia estuvo poblada?

Nos echamos hacia atrás.

—¿El Centro? —dijimos en un susurro.

—Que es lo que queríamos demostrar —dijo Dindir.

Alguien golpeó la puerta. En el mismo momento Dindir sopló a través de su silbato. Oímos un zumbido, mientras los cables se sacudían como serpientes por el suelo. El espejo empezó a brillar, y la luz se reflejaba multiplicada en la pantalla. Vimos que Dindir abría la puerta pero no llegamos a percibir quién entraba, porque el zumbido creció hasta ensordecernos, y la luz nos dejó ciegos.

Author: Eduardo Abel Gimenez

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