El choque

La mujer salía del kiosco mirando la botellita de Coca Light, de manera que se llevó por delante al viejo que venía del otro lado. El viejo usaba anteojos de esos que traen doble juego de vidrios: un juego para la miopía y, encima, otro juego para el sol. Los vidrios oscuros, para el sol, estaban levantados como aletas, o como rasgos de una caricatura, salidos de Cartoon Network una tarde aburrida. El viejo, que de algún modo llegó a prever el choque pero no a evitarlo, emitió un quejido suave, que oí porque justo en ese momento me acercaba desde el otro lado y no había ningún auto haciendo ruido en las proximidades. Luego se llevó la mano al pecho, donde lo había golpeado el codo de la mujer.

La mujer, en cambio, se asustó mucho: gritó, soltó la botellita de Coca Light y se llevó no una sino las dos manos al pecho. La botellita rebotó sin romperse, pero como estaba abierta empezó a sangrar ese líquido oscuro como barro. El viejo empezó a inclinarse para agarrarla, pero yo fui más rápido, con esos reflejos estúpidos que uno adquiere tras varias décadas de vida urbana.

Levanté la botellita, enderecé la pajita con dos dedos sin darme cuenta de que tal vez no fuera un gesto del todo correcto, y ofrecí lo que quedaba del líquido a la mujer. La mujer había cerrado los ojos, de manera que no me vio, y estaba completamente inmóvil. Mientras tanto, el viejo se volvió a incorporar lentamente, se alisó el saco, se acomodó los bolsillos que de todos modos no habían sufrido ningún daño, y bajó los lentes oscuros como si así pudiera ver mejor. Los dos, el viejo y yo, nos quedamos estudiando la reacción de la mujer.

Podía tener cuarenta años. En otras palabras, cualquier edad entre treinta y dos y cincuenta. Llevaba el pelo color cereza, largo hasta el cuello, partido al medio. Vestía una blusa verde, bastante suelta, y pantalones negros. La posición de la cabeza hacia que la nariz corta apuntara hacia arriba, en ese gesto universal de pedir ayuda a los dioses. Se había pintado las uñas de color violeta, con un círculo blanco en el centro de cada una. La boca abierta dejaba ver los dientes de abajo, desparejos pero completos. Mientras mirábamos empezó a sacar la lengua, lentamente, acariciando el labio superior.

Noté que el viejo desviaba la vista en mi dirección, tal vez sorprendido, tal vez pensando que no era correcto contemplar esa exhibición, y luego volvía a concentrarla en la cara de la mujer. La lengua terminó de salir, larga, roja como carne fresca, con bordes brillantes por la humedad. La mujer levantó la mano derecha y, como quien busca el interruptor de la luz en mitad de la noche, tanteó hasta dar con el dedo índice en la punta de la lengua.

Se quedó así unos segundos, y luego extendió el brazo hacia adelante, mientras guardaba la lengua. Siempre con los ojos cerrados y el índice extendido, trazó un dibujo imaginario en el aire, algo como un círculo partido al medio, seguido de dos patas, y por último el pausado lanzamiento de un cohete, que casi pudimos ver partiendo hacia la luna mientras la mano de la mujer trazaba un arco que terminó justo encima de su cabeza.

Yo seguía con la botellita en la mano, sin saber qué hacer, esperando. Ponerla en el suelo me pareció poco cortés. Dársela al viejo, una solución improbable porque dependía de que él la aceptara. En tanto, el viejo estaba cautivado por esa lengua expuesta, y hasta se inclinó un poco hacia adelante para ver qué había adentro de la boca de la mujer.

La mujer bajó el brazo hasta dejarlo en reposo junto al cuerpo, y luego bajó también el otro brazo. La cabeza, en cambio, se echó aún más atrás. La lengua se retrajo poco a poco, pasando apenas entre los dientes que se iban cerrando. La boca quedó convertida en una mueca que podía ser risa o rabia o miedo o algo para lo que sólo un psiquiatra tuviera nombre. Así se quedó mientras alguien, cualquiera, pasaba a nuestro lado, miraba y seguía su camino. Había una línea casi recta desde el mentón hasta el vértice del cuello de la blusa. Entonces la mujer aspiró hondo, dejó que los labios se relajaran y bajó la cabeza mientras soltaba el aire con fuerza.

Con el mentón en el pecho abrió los ojos, se miró la punta de los pies, y luego giró la cabeza en dirección al viejo. Lo miró por primera vez, directamente a la nariz. Me habría gustado verle la expresión, pero ahora tenía su nuca, y un fragmento de oreja rodeado de pelo cereza, por todo espectáculo. Este era el momento de devolverle la botella. O de irme, simulando que no había visto nada, escondiendo la botella de su vista para tirarla en el próximo tacho de basura. También el viejo podría haberse ido, o dicho algo en ese mismo instante.

No ocurrió nada de eso. Yo me quedé quieto. El viejo levantó otra vez los vidrios oscuros y devolvió la mirada, intrigado. Pasaron segundos muy largos. Sonó un bocinazo en la esquina. Oí el chirrido de los frenos de un colectivo viejo. La mujer abrió la boca otra vez, movió la cabeza de izquierda a derecha hasta que el pelo se balanceó al mismo ritmo, y pronunciando cada letra con cuidado, concentradamente, dijo:

—Viejo de mierda.

Author: Eduardo Abel Gimenez

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