La vereda virtual

(Escribí este artículo a pedido de la Revista del Complejo Teatral de la Ciudad de Buenos Aires —conocida también como “Revista del Teatro San Martín”—, que lo publicó en el número 90, de julio de 2007. La revista no está online.)

El chico está sentado desde hace horas, siempre en la misma posición, con la mirada fija en un punto como un caballo con anteojeras. Aprieta los dientes, hace gestos con la boca pero sin que salga un solo ruido, se irrita ante cualquier interrupción, pide que no le hablen, pide quedarse solo en el cuarto, pide que el mundo se haga a un lado para seguir concentrado en lo único (pero lo único, eh) que le importa.

¿Qué estará haciendo?

Sin dejar de lado otras respuestas posibles, se me ocurren estas tres porque las he vivido y las he visto:

1) Lee un libro.
2) Mira la tele.
3) Usa una computadora.

Acciones

El libro se lee, ¿qué más es posible? Se entra por una punta y se sale por la otra. Tal vez se salga distinto, tal vez se salga crecido, o torcido, o perdido, pero eso es lo que hay.

La tele se mira, y punto. Cambiar de canal también vale, pero lo central es mirar, mirar, mirar, nunca ser mirado.

¿Y la compu?

Dudé antes de poner algo, antes de llegar al anodino “usa”, que viene tan bien para no implicar nada de antemano.

“Juega” fue una posibilidad, pero limitada. El chico también puede estar leyendo como en un libro (una entrada en la Wikipedia, digamos), y mirando como con la tele (un video en YouTube). Puede estar escuchando (los mp3 que le bajó el hermano, o el papá).

Y más allá de todo esto, lo distinto, lo revolucionario: puede estar creando. Y se puede estar comunicando. Y todo a la vez: puede estar escuchando música, mientras chatea y espera que terminen de subir unas fotos al fotoblog, y lateralmente busca en un foro el nuevo truco que le permita subir de nivel en su juego favorito. Es mucho. Es raro. Es no lineal.

Ahora vamos por partes.

Lo desconocido

Si el chico está leyendo un libro, todo bien. El padre y la madre saben de qué se trata, también han leído libros (o no, pero igual saben). No importa mucho si se trata de literatura, si hay calidad, o qué. Es un libro. Eso tiene buena prensa. El chico lee. Será una actividad solitaria, nadie más lee con él, nadie sabe qué le entra por los ojos en este mismo momento, pero ya sabemos: todo bien.

Si el chico está mirando la tele, hasta cierto punto todo bien. Por un lado es más fácil que con el libro saber de qué se trata: la pantalla está ahí para que todos la veamos, el audio llena la habitación. Los géneros y subgéneros están más masticados, hasta el punto en que (salvo sorpresas) nos basta echar un vistazo para entenderlo todo. Claro que la tele no tiene tan buena prensa. Está “bien” que un chico se pase tantas horas leyendo, pero está “mal” que se las pase frente al televisor. Igual, digamos, todo bien: el padre y la madre saben de qué se trata, pasaron y pasan por lo mismo.

¿Y la compu? ¿Qué es eso que Matías está tipeando como un descontrolado? ¿De qué se ríe ahora? ¿Hay algo más en la pantalla, abajo de la ventana del reproductor de audio y del Messenger? ¿No dicen que por Internet se accede a cosas que no son apropiadas para chicos? ¿Estará haciendo la tarea, como prometió? ¿Por qué puso cara de sorpresa? ¿Es que este chico no puede tener amigos de verdad, que necesita los de la red?

Ante la computadora, incluso mirando la pantalla detenidamente, el padre y la madre encuentran muy difícil, o imposible, entender de qué se trata. El chico cerró una ventana en cuanto oyó que venían (¿fue a propósito, o fue casualidad?), hubo un tintineo de alguien que le mandaba un nuevo mensaje por el chat, no se sabe qué hay en esas tres o cuatro aplicaciones abiertas a la vez. Tanta multitarea, ¿será buena para la salud?

De manera que:

1) Si el chico está leyendo un libro, todo bien.
2) Si el chico está mirando la tele… en fin.
3) Si el chico está usando una compu, juicio suspendido por falta de información. O peor: todo mal, por las dudas.

Demasiadas horas frente a la pantalla

Cuando yo era chico me pasaba horas en la vereda. A principios de los sesenta (nací en 1954), en una ciudad del Gran Buenos Aires, las tardes transcurrían en la calle, con los amigos de la cuadra, que no eran los compañeros de escuela porque esos vivían unas cuadras más lejos. Ahí estábamos solos, los chicos, y todos tranquilos. A veces nos divertíamos, a veces era aburrido. El mundo fuera de la escuela estaba constituido por el lado de acá de esa calle, y ni siquiera por la vereda de enfrente, que era un universo más o menos distinto porque por ahí pasaba un colectivo y estaba prohibido cruzar.

Mi hijo, a los once años, no tiene vereda, tiene pantalla. La cuadra está compuesta por varios edificios de departamentos, en los que vive muchísima gente, pero en la calle ya no se puede estar. Nadie se queda en la calle, salvo los porteros y la barrita de los sábados a la noche. No conocemos a ningún chico de la edad de mi hijo que viva en esta cuadra, aunque supongo que habrá docenas.

Para mi hijo, los “chicos de la cuadra” son los mismos de la escuela, y cuando no están en clase se encuentran en el chat o en los juegos en red. No están todos, hay algunos a quienes no los dejan “salir” tan fácilmente, pero los demás se encuentran todas las tardes. Es una cuadra amplia, la verdad: va desde Palermo a Villa Urquiza, y recorre buena parte de Belgrano. A veces se extiende más: hasta la ciudad de Santa Fe, por ejemplo. O hasta México, o España.

Hacen cosas crípticas. En la ventana de chat, para empezar, pocos son reconocibles. No dudo quién es “Guido”, pero tengo que preguntar quiénes son “Koala que fuma tabaco”, o “LunaCazadora”, o “My Chemical Romance”. Y no es fácil leer lo que escriben, si es que mi hijo me permite invadir tanto su privacidad como para intentarlo.

Se pasan datos misteriosos. De alguna manera, mi hijo empezó a ver una serie japonesa de animé en YouTube. La dan en alguno de los canales de cable, pero eso no importa: es más fácil encontrar todo en YouTube. ¿Está en inglés? No es problema: aprende inglés para entender la serie (de todos modos, ya estaba aprendiendo inglés para poder jugar a su juego favorito). La existencia de la serie es uno de esos datos que circulan de boca en boca, de Messenger en Messenger, sin que haya manera de que lo sepamos. Saber buscarla en YouTube es una habilidad innata: quienes ya conviven diariamente con Google no tienen problemas en reconocer un campo de búsqueda en cualquier página de la Web.

Claro, la vereda tenía sus ventajas. Uno podía tocar a sus amigos, olerlos (aunque esto no pareciera una ventaja en su momento), correr junto con ellos, caerse de una bicicleta prestada, escuchar cómo se reían. Jugábamos a la pelota, a la mancha, a las bolitas, a las figuritas…

Es que la vereda digital no sustituye a la vereda de baldosas, aunque ambas sean ámbitos de juego. ¡Nadie pide abolir la “vida real”! Como la vereda de baldosas ya no se puede usar (al menos en mi barrio), cumplen su función la escuela, las casas de los amigos, en algunos casos los clubes. Ahí es donde mi hijo corre y tironea y se ríe a coro (y huele a los demás). Cuando vuelve a la pantalla, es como si se trajera puestos a los otros chicos: el chat con Andrés es la continuación de la charla susurrada a espaldas de la maestra. El juego online es una variante del juego en el jardín (con pileta) de Francisco.

Intermedio

Se viene oyendo la objeción: ¡pero esto se refiere a unos pocos privilegiados! ¡La mayoría de los chicos no tienen computadora en la casa, y mucho menos banda ancha, y mucho menos máquina propia!

Respuesta corta: es verdad.

Respuesta larga: hace un siglo pocos chicos podían leer. Hace medio siglo pocos chicos podían ver la tele. Hace cinco años casi nadie tenía Internet. La alfabetización avanzó con tropezones, pero avanzó. La tele, por su parte, avanzó casi sin inconvenientes. Internet hizo que las computadoras pegaran un salto gigantesco hacia el futuro, y es la gran movida de la época.

Más que pensar en cuántos no tienen todavía acceso a Internet, habría que pensar en cuántos no lo tenían hace cinco años y ahora sí. Y en cómo será dentro de cinco años, o diez. Si no ocurre algo decisivo (catastrófico) que lo impida, la tendencia será a la universalización, como ocurrió con la electricidad, el teléfono, y tantas cosas. Habrá que cuestionar que todavía queden excluidos (como hoy existen los excluidos de la lectura, del teléfono, y también de la comida), pero ese es un problema diferente.

Vale la pena insistir en este punto. La computadora conectada a Internet, con sus múltiples usos, es un recurso que debe llegar a todos, que va a llegar a todos.

Y ahora, damas y caballeros, el juego online

En el juego, como en el teatro, uno asume un rol diferente de lo que solemos llamar “vida real”. (Los roles que “jugamos” en la vida real serían tema para otro artículo.) Algo curioso de los juegos de computadora es qué roles nos llevan a asumir, qué cosas raras nos identifican. “En este juego sos un redondel amarillo que abre y cierra la boca.” “Acá sos un ninja.” “Allá sos una torre que dispara misiles.” En todo caso, nos convertimos en un amasijo de puntitos de colores que cambian de lugar, y tan felices.

Si miramos bien, parece que el chico pasa sin mayores dificultades del juego en la vida real al juego en la pantalla. Uno es continuación del otro. Sin embargo, hasta hace pocos años, una limitación grande de la pantalla era que ahí el chico quedaba solo. Adiós a los amigos. Sus compañeros de juego eran los fantasmas que lo perseguían en el Pacman o los Space Invaders que atacaban la torre.

Ahora no. Los amigos siguen presentes en la pantalla. Y no sólo a través del chat, como vimos más arriba. Los juegos online abrieron una ventana de puntitos coloreados por la que se coló la vida social.

La sigla mágica (y complicada) es MMORPG, Massive Multiplayer Online Rol Playing Games: juegos de rol en red con una cantidad masiva de jugadores simultáneos, que interactúan. World of Warcraft, Argentum Online, Runescape, Lineage II… Hay unos cuantos.

En esos juegos, uno se construye un personaje y entra a un mundo paralelo. El personaje es persistente: dura en el tiempo, avanza a medida que uno juega, va creciendo durante meses o años. El mundo paralelo también es persistente, y está formado por llanuras, montañas, mares, ciudades. Lo habitan tres clases de seres: monstruos que hay que vencer; personajes (NPC, non-playing characters) que asignan tareas, venden cosas, dan información; y jugadores.

Los jugadores se ven entre sí (ven sus respectivos personajes): allá va ElfoMistico, corriendo como siempre, sin contestar un saludo.

Se hablan: hay una ventana de chat, en la que uno puede dirigirse a todos los que están cerca, a los de su mismo “clan”, a alguien en particular…

Colaboran: para llevar a cabo ciertas misiones hay que juntarse en grupos y cooperar, asumiendo funciones distintas según las habilidades de cada personaje.

Compiten: en ciertos lugares, los jugadores pueden luchar entre sí.

Mi hijo juega al Runescape. Yo prefiero el Lineage II, pero jamás voy a convencerlo de que cambie. En ambos, y en todos los MMORPGs, hay dos etapas de sorpresa: primero, la cualidad inmersiva del universo paralelo, la facilidad e intensidad con que uno se identifica con el personaje y con el entorno. Segundo, y más importante, hasta qué punto la presencia de otros jugadores modifica definitivamente el modo de jugar.

El que haya otros seres humanos, aunque estén representados por personajes ficticios, genera de inmediato una vida social dentro del juego. Aparecen comportamientos curiosos, como el de empezar a respetar cierta distancia física (¡en la pantalla!) o ponerse molesto si otro se acerca demasiado (el “síndrome del ascensor”). Se generan usos y costumbres no impuestos por el juego (quienes se sientan a vender cosas en el Lineage II siempre lo hacen mirando en cierta dirección, sin otro motivo que mostrarse conocedores del ambiente). Surgen nuevas reglas, “reglas blandas”, que no tienen que ver con hardware o software sino con las mentes que están al otro lado de los cables.

También hay rebeldes, desobedientes, inadaptados, gente que no coopera, gente que busca aprovecharse de otra gente. Como en todas partes. Algunos cometen “delitos” que, si bien son posibles en el juego, están condenados por las normas de los administradores: esos son “baneados”, se les prohibe volver a entrar. Pero otros cometen “faltas” definidas por alguna forma de consenso social, cosas que están mal vistas por el conjunto. A esos se les enseña, o se los castiga, ¡o se los acompaña!, según normas puramente sociales.

Estos juegos son muy recientes, aparecieron a partir de la gran difusión de Internet en lo que va del siglo. Se están desarrollando con mucha rapidez, brotan como hongos, y unos cuantos tienen millones de usuarios en el mundo. A dónde van es algo tan impredecible como lo era su existencia diez años atrás.

Finale

Entonces, tenemos a ese chico que sigue ahí sentado, con los ojos fijos en algo, la mente muy lejos del cuerpo, que no nos presta atención. Estamos fuera de su universo, en buena medida porque ese universo no existía cuando nosotros éramos chicos. Y, más que nada, todavía nos preguntamos qué estará haciendo.

La respuesta puede ser cualquiera de estas, todas o ninguna: pierde el tiempo, juega en la vereda virtual, hace lo que siempre hicieron los chicos… O, en un mundo donde cada vez hay menos absolutos, está imaginando la nueva teoría de la relatividad.

(Mínima actualización. Desde que escribí el artículo, mi hijo dejó el Runescape, pasó al World of Warcraft, y volvió al Runescape. Yo dejé el Lineage II y pasé al World of Warcraft… Un viaje de ida.)

Author: Eduardo Abel Gimenez

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