Categoría: Cuentos 2002

El viajero del tiempo – Capítulo 2

[25/4/2002]

El viajero del tiempo llega al mundo del futuro.
Hoy: Cohetes y robots

Los cohetes eran rojos, azules, verdes, amarillos, colores brillantes a la luz del sol implacable de la Luna, recortados contra el fondo negro del espacio, quietos contra el telón movedizo de las estrellas. En posición vertical, tenían forma de botella de Coca-Cola, pero terminaban en punta: como una mezcla de botella y jeringa. Se apoyaban en tres patas, tres paralelogramos que en el espacio actuaban como aletas. Una escalerilla llevaba a la claraboya circular, en medio del ensanchamiento de arriba.

—Ahí vienen —dijo en mi oído el director del espaciopuerto, o mejor, su voz en mis auriculares. Ambos, aunque refugiados en la cúpula, estábamos enfundados en trajes espaciales, porque eran tiempos de emergencia.

—¡Son cientos! —agregó la doctora Liz Biz, de pie junto a mí en su seductor traje de color rosa.

Ante el aviso miré con más atención. Era verdad. Entre los cohetes, un hormigueo de formas metálicas avanzaba hacia nosotros: los robots rebeldes.

—Oigan —dijo el director, y movió un dial en el aparato que llevaba en las manos.

De inmediato, el estruendo me llenó la cabeza hasta marearme. Eran gritos de voces en cinta magnética, voces de máquina:

—¡Muerte a los humanos! ¡Libertad a las máquinas! —decían, o intentaban decir en su ineficaz imitación de las palabras. En tanto, los robots se acercaron hasta el punto en que pude distinguir el brillo enloquecido de los cerebros electrónicos dentro de su pecho de metal transparente, el agitarse de extremidades con forma de martillo, de pinza, de destornillador, de rayo láser.

La doctora Liz Biz se apoyó en mi costado y me tomó el brazo, tal vez buscando protección.

El director bajó el volumen de las voces robóticas.

—Debemos retroceder —dijo, mientras hacía señales al pelotón de hombres que, también en sus trajes espaciales, formaba fila a nuestras espaldas.

Pero no llegamos a obedecerle. Ante nuestros ojos, el hormigueo de robots se detuvo. El ruido de casi-voces declinó hasta el borde del silencio. Y una grieta gigantesca se abrió en medio del espaciopuerto, entre ellos y nosotros. Por la grieta surgió un tentáculo verdoso que se agitó como un látigo y envió por el aire media docena de robots de la primera línea.

Nos quedamos inmóviles, la capacidad de reacción superada por la sorpresa. Tras el primer tentáculo apareció otro, y luego otro más, y otro, y otro. Y entre los tentáculos, una cabeza de pesadilla, una masa de gelatina envuelta en burbujas, un pico de pato monstruoso, ojos saltones inyectados en sangre. El monstruo alienígena terminó de extraer los tentáculos del subsuelo y con ellos barrió todos los robots y la mayor parte de los cohetes. El director del espaciopuerto, sus hombres, la doctora Liz Biz y yo retrocedíamos lentamente, con las bocas abiertas por el asombro.

—Menos mal que está de nuestro lado —dijo alguien, tartamudeando, en los auriculares.

Grave error. Terminada la tarea con los robots, el monstruo giró su odio inhumano hacia nosotros. Un brillo de satisfacción le recorrió las burbujas más repugnantes, mientras iniciaba su avance hacia la cúpula. Sin previo aviso, el tentáculo de adelante se extendió, atravesó la cúpula haciendo un agujero en el vidrio blindado, y con un movimiento rápido rodeó el cuerpo de la doctora Liz Biz y la elevó por los aires.

—¡Socorro! —gritó la doctora Liz Biz. El tentáculo la balanceaba a un par de metros por sobre nuestras cabezas.

Echamos mano a las armas y disparamos contra el monstruo, pero era inútil. Los rayos rebotaban contra una especie de coraza que, ahora lo veíamos, cubría su infecto organismo.

La desesperación se estaba apoderando de nosotros, cuando ocurrió otro suceso imprevisto: un rayo, una luz cegadora que provenía del espacio apareció por la izquierda y rápidamente se situó encima del monstruo. Cuando se redujo la intensidad, pudimos ver que se trataba de una espacionave en forma de flecha, dorada y escarlata, brillante como un sol.

—¡El capitán Scary Scarlet! —anunció el director del espaciopuerto, con voz triunfal.

Aprovechando la distracción del monstruo, que había girado sus ojos hacia la nave del capitán Scary Scarlet, corrimos a resguardarnos tras una mampara. El capitán Scary Scarlet no perdió la oportunidad: una serie de rayos blancos, que dibujaban un cono, partió de la espacionave y rodeó al alienígena, atrapándolo en su interior. Un último rayo zigzagueante partió en dos el tentáculo que retenía a la doctora Liz Biz, quien cayó al suelo. Corrí a buscarla y la ayudé a protegerse con los demás.

Por último, un campo de fuerza violáceo descendió de la espacionave de Scary Scarlet, atrapó al alienígena y lo elevó unos metros por encima de la cúpula. Sin soltar su presa, la espacionave emprendió vuelo otra vez y desapareció más allá del horizonte.

Ahora sí, creímos estar a salvo. Suspiramos aliviados. La doctora Liz Biz, ahogando los últimos sollozos, me abrazó. Nuestros cascos entraron en contacto. Aprovechando esa repentina intimidad, en que el sonido podía transmitirse directamente de casco a casco, la doctora Liz Biz desconectó su equipo de radio y me habló.

—Debo confesarle algo —dijo, y se ruborizó intensamente mientras bajaba los ojos—. Soy una mujer casada.

(Continuará.)

[25/4/2012]

Como ya aclaré antes, esto no tiene relación con mi novela El viajero del tiempo llega al mundo del futuro, que acaba de aparecer en la Feria del Libro de Buenos Aires. El título me quedó grabado, siempre quise hacer algo, y finalmente, el año pasado, lo usé.

El viajero del tiempo – Capítulo 1

[17/4/2002]

El viajero del tiempo llega al mundo del futuro
Hoy: Cristales y radios

El hombre del traje metálico sacó del bolsillo un cristal transparente, del tamaño de una pelota de ping-pong. Lo insertó en una depresión de la máquina y se sentó en la butaca derecha. Ante él se desplegó una consola con diales y botones. A mí me invitó a ocupar la butaca izquierda.

Las luces decrecieron hasta dejarnos casi a oscuras. Al mismo tiempo, la pared de enfrente empezó a brillar y se cubrió con un remolino de letras de colores.

—La biblioteca mundial —anunció el hombre del traje metálico, mientras las letras formaban títulos veloces, páginas en movimiento, párrafos en forma de río.

El hombre pulsó dos botones, giró un dial. Una escritura de aspecto antiguo llenó la pared.

—Shakespeare —dijo el hombre.

Rápidamente, partituras complejas ocuparon su lugar.

—Bach —dijo el hombre—. Piribí porobó, piribí porobó, piribí porobó lo ló —tarareó la melodía del primer movimiento del tercer Concierto Brandeburgués.

El hombre manipulaba el contenido de la pared moviendo los controles como un músico virtuoso ejecuta su instrumento. Las partituras dieron lugar a un reguero de fórmulas, que terminó en un radiante “e igual a emecé al cuadrado”.

—¡Einstein! —exclamó el hombre del traje métálico.

El río de información se ensanchó y la corriente se hizo más lenta, convertida en una lista de títulos, aparentemente infinita. El hombre del traje metálico me miró con una sonrisa de satisfacción.

—Toda la sabiduría que ha acumulado el ser humano está aquí -dijo, señalando el cristal que había sacado de su bolsillo—. Cada libro escrito por el hombre, cada descubrimiento científico, cada obra de arte.

Volvió a extraer el cristal de su nicho y lo elevó a la altura de su frente, con un gesto de veneración. De inmediato, la pared se apagó y las luces volvieron a la normalidad. La consola se replegó a un lado de la butaca.

—Toda persona -continuó- recibe un cristal como este cuando cumple los doce años. Y luego, cada lustro o cada década, le es permitido peregrinar al Centro Mundial para actualizar la información. Porque, ¿sabe? —hizo una pausa—. ¡En el cristal aún queda espacio libre!

El cristal y la pared luminosa no eran las únicas sorpresas que iba a recibir ese día. El hombre del traje metálico me señaló un mueble no muy diferente de una radio común y corriente. Lo encendió y empezó a mover el dial. Un sonido como el que haría un telegrafista inhumanamente rápido emergió del parlante.

—Habrá reconocido el código Morse, sólo que acelerado —dijo el hombre—. Pues bien, este aparato es nuestra radio-periódico. Vea lo que sucede ahora.

Pulsó un gran botón rojo, y de una ranura que antes no había visto empezó a salir una tira de papel, de unos diez centímetros de ancho. Estaba escrita por la parte superior:

“CAOS EN LA LUNA. La rebelión de los robots se extiende por las cúpulas.”

No alcancé a leer más. El hombre arrancó la tira de papel con rabia.

—¡Siempre malas noticias! —exclamó, mientras la arrojaba, arrugada, a un rincón de la habitación.

—Igual es una maravilla —traté de consolarlo.

(Continuará.)

(Con respeto, a los escritores de ciencia ficción que inventaron el futuro durante el siglo pasado.)

[17/4/2012]

Siempre me divirtió el “retrofuturo” (palabra que en el año 2002 yo no conocía, o tal vez no existía). La idea de este capítulo de una supuesta novela era, como queda claro, parodiar lo que se pudo haber predicho en otra época sobre este mundo de computadoras e Internet. En los días siguientes escribí dos capítulos más, y ahí quedó el tema.

Pero el título me siguió picando durante todo este tiempo. Hasta que el año pasado escribí una novela (auténtica esta vez) llamada El viajero del tiempo llega al mundo del futuro, que no incluye ninguno de estos capítulos de 2002, pero tiene como tema el retrofuturo. La acaba de publicar el Grupo Editorial Norma.

Crisis en el club de fans

[10/4/2002]

Las hermanas Adriano, Ana y Laura, de 19 y 17 años, deciden renunciar al club de fans de Josh & Posh. Además de las continuas desavenencias con Nancy Oriega, 18 años, presidenta del club, las impulsa la aparición en los charts de Sweetie Pie, una banda que sabe llegar a los corazones de las jóvenes tal vez aún mejor que Josh & Posh.

Tras anunciar la renuncia por teléfono, Ana y Laura van a la sede del club, que también es la casa de Nancy Oriega, a retirar los tesoros que depositaron como prenda el día que se asociaron. Allí hay un cabello de Posh, una foto autografiada de Josh, varias entradas a espectáculos del dúo, y otros items menores. Pero Nancy les corta el paso.

—De ninguna manera —dice—. No pueden llevarse los tesoros si antes no renuncian formalmente. Y no pueden renunciar formalmente si no están al día con las cuotas del club.

—Está bien —acepta Ana, la más negociadora de las hermanas—. Es verdad que terminó el mes y no pagamos. Aquí está el dinero. —Y entrega a Nancy un billete.

—Ahora, los tesoros —exige su hermana Laura.

—Todavía no —responde Nancy, con una sonrisa malvada—. En este mismo momento, por conducta indecorosa, las expulso del club. Y la gente expulsada no tiene derecho a los tesoros.

—¿Conducta indecorosa? —pregunta Ana.

—La gente murmura cosas sobre Sweetie Pie —desliza Nancy.

Las hermanas se quedan en silencio por un momento. ¿Qué responderán? ¿Podrán recuperar los tesoros que tanto esfuerzo les ha llevado conseguir? ¿Se saldrá Nancy con la suya? ¿Qué oculta Dorita, 16 años, integrante del club, en el cajón de su mesa de luz, que cierra de golpe cada vez que alguien entra a su habitación sin aviso? ¿Cómo responderán Josh & Posh al avance de Sweetie Pie en el complejo mundo de la música popular? ¿A quién miró Posh a los ojos cuando susurraba “mi amor”, parte de la letra de su mayor hit? ¿A quién sonreía Milo, el rubio de Sweetie Pie, cuando Ana consiguió tocarle el pelo a la salida del camarín?

(Creo que finalmente tengo argumento para un buen thriller. Empecé bien, y sólo necesito trescientas páginas más de esto. ¿Alguien paga un buen anticipo?)

[10/4/2012]


¡Por fin empiezan a aparecer los cuentos delirantes que escribí en la Mágica Web! Estaba ansioso esperando este momento.

Eso sí, todavía no tengo respuesta para ninguna de esas preguntas.

El Bagrub

[28/2/2002]

Fui a luchar contra el Bagrub. Armado con mi colección de objetos mágicos, trepé por la ladera de la montaña hasta más allá de los últimos árboles. La caverna estaba escondida en un pliegue de las rocas. Había tormenta. Avancé hasta la entrada, sin prestar atención a los rayos que caían a mi alrededor.

Aliento venenoso, garras por docenas, el Bagrub ocupa tanto espacio en nuestras leyendas que sin él no habría nada que contar por las noches, alrededor del fuego. Ahora estaba cerca de mí, acechando en algún rincón de la caverna. Si yo tenía miedo de algo, era de sus cuernos afilados como espadas, y de sus ojos grises que quemaban la madera con sólo verla.

La caverna parecía desierta. Uno de los trucos del Bagrub: simular su propia ausencia. Pero el mismo silencio era una prueba de que estaba allí: nadie puede oír al Bagrub. Y la falta de olores: nadie puede oler al Bagrub.

Encendí la antorcha. Entré tropezando. Las paredes de roca chorreaban líquidos viscosos y oscuros. Pero los líquidos no eran una prueba de la presencia del Bagrub, sino de monstruos diferentes, que estaban a cargo de otros guerreros de la tribu. Caminé con la cabeza baja, para evitar las alimañas que vivían en el techo. Pronto llegué al fondo.

Dejé la antorcha en una saliente de la pared y descargué los objetos mágicos en el piso. El Bagrub estaba oculto en algún rincón, seguramente dispuesto a saltar sobre mí y cortarme en trozos pequeños con sus dientes de tiburón. Arrojé polvos en todas las direcciones, mientras cantaba la canción de los magos de la aldea. Eché líquidos más viscosos y más oscuros que los que chorreaban por las paredes. Las alimañas del techo cayeron a montones a mi alrededor, vencidas por la magia poderosa de mi tribu.

El Bagrub, en cambio, no aparecía por ningún lado: otra prueba de que estaba allí, porque no hay truco de magia que lo obligue a mostrarse. Terminé de cantar y escuché con atención. Nada. Un instante de pánico me obligó a aspirar hondo antes de continuar: si el Bagrub seguía sin hacer ruidos era porque esperaba el momento de atacar.

Usé la antorcha para encender racimos de sustancia mágica en todos los rincones. El humo me hacía picar la nariz, pero no me detuve. Susurré la canción de muerte de los magos. Pateé tres veces el piso, y luego otras tres. Crucé las manos en el gesto tribal de guerra. Estornudé, aunque no como parte del ritual sino porque el humo se estaba poniendo insoportable.

Y así durante horas. Era difícil la batalla contra el Bagrub, pero yo estaba preparado. A pesar de los malos augurios resistí hasta el final, cuando ya los últimos rastros de humo y polvo se perdían en los intersticios de la piedra. Entonces, agotado, me senté en el suelo y volví a escuchar.

No había ruidos: señal de que ni siquiera respiraba. Tampoco olores, fuera de los que aún quedaban de mis líquidos mágicos: señal de que su corazón negro no latía. Y nada del Bagrub podía verse alrededor: señal de que su cuerpo se había desintegrado. Todos los signos, sólo perceptibles para mis sentidos expertos, indicaban que el Bagrub por fin estaba muerto.

Tras descansar un rato, volví orgulloso a la aldea.

[28/3/2012]

“El Bagrub” llevaba unos años escrito. Lo corregí bastante antes de ponerlo en la Mágica Web. A mediados de 2009 se convirtió, imprevistamente y sin cambiar una palabra, en cuento para chicos, y apareció en un suplemento de cuentos de la revista Billiken.

Saliendo de la ciudad

[18/3/2002]

El tren se puso en marcha cerca del centro. Las personas que quedaban de pie en el andén fueron perdiendo sus rasgos: con el aumento de velocidad, la cara detallada dio paso a una cara genérica, y la cara genérica a un borrón.

Un poco más allá, los edificios altos y apretados se turnaban con calles repletas de autos. Zap, edificios. Zap, autos. Zap, el timbre de una barrera. Los ruidos se hicieron agudos, rápidos. En el vagón aumentó el volumen de las voces. La música de los rieles aceleró el compás.

De a poco, el cielo ocupó un espacio mayor. Las construcciones se hicieron bajas, los autos escasos. La gente difusa de las calles parecía caminar con otro tiempo por delante, aunque el tren les daba cada vez menos oportunidad para mostrarse. Aparecieron los primeros baldíos.

No había estaciones en el camino, de manera que, por mucho tiempo, el tren no se iba a detener. Al contrario, la velocidad seguía aumentando. El mundo, de a poco, se dividía en franjas: aquí cerca, una cinta verde y gris, de pasto y piedra rápidos y sin forma. Allá, a varios metros, una montaña rusa de casas, árboles, jardines, potreros. En el fondo, visible por momentos, un territorio bastante estable de campo y bosque y edificios aislados. Nos acompañaban las nubes, más observadoras y pacientes que el tren.

Las casas, que venían achicándose, llegaron a quedar por debajo de los árboles. La mayoría de los techos eran planos, algunos rojos e inclinados. Había caminos de tierra, nuevas franjas de pasto. Diez o quince casas por manzana, una o dos personas apenas visibles en el torrente. Y enseguida cinco casas por manzana, y luego tres.

Con mover la cabeza rápidamente de adelante hacia atrás era posible detener por un momento la carrera del paisaje. Así, se pudo ver un perro que le ladraba al tren, tal vez el último de los perros, justo antes de que las casas y la gente se terminaran. Para entonces sólo quedaba el trazado de las manzanas, algunas plantas, el sol por encima de la nube final. Los árboles también se hicieron escasos, y pronto desaparecieron.

El trazado perdió espesor y riqueza. En vez de calles de barro entre alambradas empezó a haber sólo líneas. Cada calle transversal a las vías estaba formada por dos paralelas cuya imagen barría la ventanilla como un limpiaparabrisas que andaba siempre hacia atrás.

Ya se podía entrever la trama básica, el cuadriculado a los pies de todo. Entonces, las líneas puras y limpias de arquitecto se convirtieron en garabatos de bocetador. Carbonilla, lápiz blando. Como al comienzo del viaje, nada era del todo recto, pero ahora estábamos llegando al origen.

Por último, el sol se reflejó en la superficie brillante, sin tierra que la ocultase. El tren alcanzaba su mayor velocidad, rumbo al papel vacío.

[18/3/2012]

Tenía un borrador de este cuento, escrito el año anterior. Para ponerlo en la Mágica Web lo reescribí. Y le tomé el gusto. Pronto vendrían muchos más cuentos, pero del todo nuevos.

El ángulo de la luz

[6/3/2002]

No importaba la imagen, sino el ángulo de la luz.

En la foto, una mujer miraba a cámara con sonrisa de compromiso y gorro de lana. Detrás, un paisaje breve y abrupto: el comienzo de una pared de roca, el pie de una montaña, una masa azulada con grietas, y en las grietas unos brotes que pretendían llegar a plantas algún día. La luz venía de costado. Era luz de sol. Iluminaba el lado derecho de la mujer, el izquierdo de la foto, con un tono anaranjado.

Aquí en el anillo (el orbital, como lo llaman otros), el sol está siempre en el centro. Por definición, la luz viene de arriba. Hasta el momento preciso en que la pantalla cubre el sol para empezar la noche, la luz es vertical. Pero en esta foto, la luz venía de costado.

La única conclusión posible me hacía vibrar las rodillas con vértigo. Habían tomado la foto en un planeta.

[6/3/2012]

Escribí este microcuento antes (un año o más) de empezar el blog. Que lo haya publicado de esta manera significó que el blog se convertía en el sitio donde poner lo que me importaba. Y que andaba con ganas de escribir cuentos pero no me resultaba cómodo ni fácil.

Mi primer cuento

[17/2/2002]

No lo puedo creer: encontré una referencia al primer cuento que publiqué en mi vida, cuando tenía quince años.

(Nota del 30/7/2003: ¡la página no existe más! Y en este momento no hay ninguna otra referencia al cuento de la que Google tenga noticia.)

[17/2/2012]

Como avisó Marina en los comentarios, la página linkeada está en la Way Back Machine de archive.org. También encontré un índice del número 12 de Nueva Dimensión, que es donde publicaron el cuento. Acá a la derecha se ve la tapa.

Acabo de escanear el cuento, que en la revista ocupaba cuatro páginas (de la 45 a la 48). Lo reproduzco acá abajo. (Y les recuerdo: yo tenía quince años, y era el año 1969. Por favor, leer de acuerdo con esos datos.)

Tan cerca, tan lejos

Por Eduardo Abel Gimenez.
Revista Nueva Dimensión N° 12, Barcelona, 1969.
La ilustración apareció sin crédito en la página 47.

Sentado en una roca, esperaba. Esperaba el momento en que uno de los dos hiciese algo, se moviese un centímetro, para escapar corriendo o para trabar conocimiento. Esperaba atreverse a mover una mano, no limitándose a hacer vagar la vista desde las extrañas manos al extraño cabello o a la extraña sonrisa del otro, si es que aquello era una sonrisa. Esperaba un movimiento brusco para huir a la nave, que, como un caballo de las estrellas, fiel y particular, aguardaba dócil las órdenes del amo, del único amo posible.

Y mientras esperaba volvían a su memoria los momentos pasados en su caballo mecánico, las estrellas en la distancia, el satélite azul y naranja con atmósfera venenosa que había inspeccionado antes de lanzarse a aquel planeta desierto y gris, casi muerto, casi exánime, casi negro en su caminata sin pies ni manos ni cerebro. Y recordaba su condición de explorador, su capacidad de destruir un mundo si se hacía estrictamente necesario, su derecho a ser recibido gloriosamente a su regreso, con toda pompa y con un discurso del presidente. Porque por algo era uno de los muy pocos Solitarios en esos años; uno de esos que a veces llamamos locos que salían un día hacia cualquier lado, hacia el más allá, hacia donde nada se esperaba que hubiera, abandonados en sus caballos de metal monoplazas, sardinas en una lata a la que quizá ningún abrelatas esperara. Uno de esos, y muy orgulloso de serlo.

Había puesto los controles para aquella manchita verde del suelo, aquel aparente oasis que se hallaba entre mil montañas grises y mil volcanes grises, con un cielo gris profundo y un sol lejano y moribundo. Los mil volcanes estaban en gran actividad, parecía que el núcleo del planeta se mantenía aún demasiado candente, lo que imposibilitaría en el futuro toda colonización que se intentase. Pero de todos modos su rumbo era esa superficie árida y hostil, porque quería ponerse el traje protector y salir de la nave, salir e irse lejos, cruzando montañas y valles, descubriendo lagos o ríos, dando nombre a todo lo todavía no visto por el ser humano, llamando de tal forma aquel pico tan agudo que se veía de tanta altura, de tal otra a la depresión que semejaba un mar cerca del horizonte, y de tal otra al volcán que en ese momento lanzaba su arco iris de espuma.

Pero ¿había logrado todo eso? No, no lo había logrado. Por una vez, tuvo que posponerlo para otra oportunidad, para dedicarse a algo más importante. Bastante cerca de la nave, sin haber tenido tiempo de hacer ejercicios como para desentumecerse, después de haber abandonado el traje protector al descubrir sorpresiv­mente que la atmósfera era una clara y fresca atmósfera de primavera, se topó con aquel ser estrafalario, tan estrafalario que hasta se parecía en algo a un ser humano, aunque lo desmentía en parte su cabello gris y su piel gris, sus manos grises y su sonrisa gris de roca lunar.

Su primer impulso fue escapar, irse de allí para levantar vuelo y no volver nunca más. Pero después pensó y esperó un momento, tratando de descubrir las intenciones de su original anfitrión.

El otro parecía haber hecho lo mismo, parecía haberse movido cautelosamente hacia atrás para luego volver, más cautelosamente todavía, a su lugar de origen, a cinco metros del visitante. Tomó una hierba del sendero de roca viva y la colocó entre sus dientes —tan grises—, mascándola con agrado pero sin quitarle un ojo de encima al ser tan rosado, tan multicolor que tenía delante.

Se había sentado sobre una piedra a esperar, entonces, a esperar lo que le deparara el destino. En ese momento deseó hallarse en la nave, a salvo, comunicándose con Tierra por la Radio de Gran Distancia, enviando los haces radiales a lo largo de cien años-luz hasta el tierno hogar que lo esperaba con los brazos abiertos. Cerró los ojos, pensó en el cuartito que componía toda su residencia a bordo, un cuartito con una curiosa forma de cono; recordó los interminables días en ese cuartito, volvió a abrir los ojos… Y se encontró otra vez sentado sobre una roca, riendo en su interior de la tontería que acababa de hacer, asustado de aquel monstruo semihumano con piel y cabellos y dientes grises que mascaba una sucia hierba gris.

El monstruo se movió un poco: se puso de pie. Él también lo hizo. Curiosamente, no dio media vuelta para correr hasta la nave, no tenía ánimos para hacerlo, sino que se quedó allí, también de pie, con los brazos nerviosamente al costado del cuerpo.

Qué estupidez, pensó, qué estoy esperando. Este ser raro está aguardando que dé el primer paso hacia la amistad, por algo soy el visitante y él mi anfitrión, porque está en su casa y yo vengo de muy lejos. ¿Qué puedo perder, ya que veo que en esta incómoda posición puedo quedarme toda la vida, que hacia la nave no voy a ir, no podré ir?

Tendió la mano derecha, simplemente tendió la mano derecha.

El monstruo soltó la hierba y borró su sonrisa de la cara: estaba asustado. El ser humano se dio cuenta, con lo que se sintió mejor, libre de su inseguridad, al menos en parte.

Y la mano seguía aún allí estática, incapaz de volver atrás o de avanzar otro poco, incapaz de llamar a la mano derecha del monstruo que estaba a cinco metros. El explorador se encontró peor que antes, con una mano ridiculamente colgada del aire. Pero, al fin, la otra mano contestó, el otro ser se dio cuenta. Primero fue un movimiento nervioso, duro, frío, pero luego, al notar que nada ocurría, se intensificó, llegando a ser un avance con las piernas hasta llegar a donde se encontraba el visitante.

Ambas manos se tocaron, pero sólo un décimo de segundo.

Porque el humano se quemó…

…y el monstruo se heló los dedos.

La temperatura del cuerpo de ambos era tremendamente desigual, otra traba para la comprensión. El humano se sintió descorazonado, sintió desfallecer sus recién forjadas ideas acerca de una amistad entre toda la humanidad y todos los congéneres de ese nuevo animal inteligente de la creación.

Otra vez estaban separados, más separados que antes. Uno a diez metros del otro. Los dos sentados en una roca, los dos tomándose su mano derecha con la mano izquierda, solidarizada con el miembro herido.

Pero, al mismo tiempo, estaban más cerca el uno del otro, mucho más cerca que antes: los dos se dieron cuenta de que no había sido una mala intención del otro ser, sino una casualidad, un hecho natural pero impredecible. Y, lo más importante, había sido una realidad el primer movimiento, el primer intento de comprensión.

De pronto, el otro ser cambió de posición: su cuerpo parecía un carrete lleno de hilo. El humano creyó que se trataba de una especie de saludo e intentó imitar su posición, pero le fue imposible: su organismo era muy diferente.

Estaba todavía en el intento cuando sintió un golpe en el cerebro. No en la cabeza, en la parte exterior de la cabeza, sino en lo más recóndito del cerebro, en lo profundo e inexplorado de la mente. Sospechó que el monstruo lo había atacado, pero levantó la vista y lo vio revolcándose con las grises manos en la gris cabeza, profiriendo alaridos, tal como lo estaba haciendo él mismo.

Otra vez había sido imposible el contacto. La idea del monstruo de utilizar sus facultades extrasensoriales había fracasado. Estaban aún más cerca, porque los dos habían demostrado tener interés en un encuentro amistoso, pero al mismo tiempo, volvían a estar lejos, demasiado lejos.

Cuando se acabó el dolor producido por el fuerte golpe de la mente del monstruo, el humano comenzó a hablar, a decir cualquier cosa, a describir el paisaje, para tratar de acostumbrar el oído del otro a esa cháchara interminable de los humanos. Luego de un buen rato de tener al otro boquiabierto ante su gran despliegue repentino, dijo dos o tres cosas con todo cuidado, pronunciando correctamente.

—Soy hu-ma-no —dijo—. Ven-go de la Tie-rra… de a-rri-ba —su dedo índice gesticulaba furioso hacia las nubes grises del cielo. El monstruo movió la cabeza y otra vez se llevó las manos a ella: en un mundo de volcanes casi silenciosos, la charla le hería los oídos. Comenzó a hablar él a su vez, cuando el humano cesó en su intento al ver que era inútil, y lo hizo con un lenguaje musical que contrastaba con el gris de la montaña y el gris del cielo, con unos tonos y una armonía fantásticos.

En lo mejor de su embelesamiento, el humano dejó de oír los suaves sonidos, totalmente desconocidos para él pero bellos, porque rodó un guijarro a la distancia y cortó la delicada voz del monstruo, que era tan baja que casi se perdía en el silencio al salir de su boca.

El humano halló, sin pensar en ello, el por qué había herido con su tonto discurso los finos oídos de su interlocutor.

Era inútil, había que admitir que era inútil. No se habían entendido ni con un apretón de manos, ni por telepatía, ni hablando, ni con gestos o signos. Esto último había sido particularmente infructuoso, porque cuando el humano entregó al monstruo un papel con unos dibujos las manos que lo recibieron eran brasas que lo calcinaron en un abrir y cerrar de ojos, y cuando el monstruo le entregó a él una tablilla vio bailar sobre ella unas grandes letras de fuego ininteligibles que quemaron su cara y sus cabellos, dejándole sin ánimos de seguir intentando nada.

¿Qué otra cosa podía hacer? Se puso de pie una vez más; el monstruo lo miró con atención dispuesto para un nuevo intento, pero él dio media vuelta, levantando un brazo en señal de despedida, ya que si le tendía la mano se la quemaría, si escribía se estropearía el papel, si hablaba heriría los musicales oídos del extraño; y se alejó lentamente, rumbo a su mecánico caballo, rumbo a las estrellas.

El monstruo comprendió. No intentó trabar contacto con la mente del visitante, no intentó ninguna otra cosa. Tampoco le tuvo miedo cuando se alejó dándole la espalda muy, pero muy lentamente, del lugar del encuentro.