Categoría: Diario

Olvido

Un error, una trampa del cerebro. Estoy llegando a casa, y me doy cuenta de que no recuerdo haber bajado en el ascensor de la oficina: mi memoria reciente me sitúa cerrando la puerta de la oficina, y después caminando hacia aquí, sin registro de la etapa del ascensor.

Por un momento me siento en falta, como si no hubiera hecho una tarea pendiente, o hubiera dejado a alguien esperando. Siento un nudo en el estómago. ¿Cómo pude olvidarme de bajar en el ascensor?

En un segundo, o menos, me digo que si estoy aquí es porque bajé en el ascensor, lo recuerde o no. Es evidente, no hay otra posibilidad. Pero me resulta difícil convencerme a mí mismo. Queda una cierta intranquilidad, que horas más tarde no termina de despejarse.

Perros

Los perros que el paseador había arracimado en torno a un poste tenían la misma cara de la gente que comparte un ascensor demasiado estrecho.

Grandes misterios de la vida

El hombre que está antes que yo en la ferretería pide:

—Medio kilo de clavos de una pulgada. Medio kilo de clavos de dos pulgadas. Y veinte clavos de tres pulgadas y media.

El ferretero se va detrás de una mampara a preparar el pedido. Como si nada, ignorante del modo en que me complica la vida, sin saber que quizás nadie logre jamás despejar el enigma de mi cabeza, el cliente agrega:

—Es que estamos arreglando una heladera.

Pink Floyd

Será que estoy viejo. Vi el video de la reunión de Pink Floyd en el concierto Live 8, y me conmovieron hasta las lágrimas. Cuando era joven, adolescente, yo compraba los discos apenas salían, nuevitos, recién grabados. Ahora pienso, ¿por qué no se juntan para una gira? ¿Por qué no se deciden a ganar algunos miles de millones de dólares, disimulan aunque sea los odios, y trabajan un tiempito de Pink Floyd? Los Beatles ya no pueden hacerlo. Led Zeppelin tampoco. Que lo haga Pink Floyd entonces. Ah, cuánta felicidad.

A esta hora del año

A esta hora del año, en esta cuadra del país, el sol tiene algo personal conmigo y entra por la ventana como si el lugar fuera suficiente, para golpearme directamente en los ojos.

Me acosté a dormir la siesta

Me acosté a dormir la siesta y soñé que escribía lo que ocurrió esta mañana. No había pensado escribir lo que ocurrió esta mañana, ni lo pienso ahora. Sólo soñé que lo hacía, y en el sueño valía la pena escribirlo, había un ritmo en los acontecimientos que no les venía de sus propios méritos sino de la ilusión nebulosa del sueño. Y ojalá pudiera alguna vez escribir lo que ocurre y no, como siempre, apenas, acerca de.

Están haciendo una zanja

Están haciendo una zanja a lo largo de Vidal para poner unos caños de plástico negro que no tengo idea de qué llevarán en el futuro. La zanja va por la mitad de la vereda. Avanzan a razón de una cuadra por semana, excepto en temporada de lluvia o cuando la Cofradía de Creadores de Zanjas convoca a un retiro espiritual.

La gracia está cuando viene alguien caminando en dirección opuesta, y tenemos que ponernos de acuerdo sobre cuál de los dos salta al otro lado de la zanja. Ahora salto yo y al mismo tiempo salta el otro, entonces doy un paso al frente y el otro vuelve a saltar hacia el otro lado. Pero al próximo encuentro decido no saltar y el otro decide lo mismo, y luego, preocupados, saltamos al mismo tiempo dos veces, una hacia allá y otra de nuevo hacia acá. Y así hasta golpearnos la nariz mutuamente.

En una esquina hay un policía que toca el silbato. Cada vez que toca, todos los peatones tenemos que saltar al otro lado de la zanja. También la vieja que camina con la espalda encorvada. En la primera etapa sólo se trata de saltar como uno quiera, pero después hay que empezar a hacerlo con los dos pies juntos, o sin pisar las líneas que hay entre baldosas, o con los ojos cerrados. El que no salta, o el que se cae, recibe una mirada horrible de quien resulta ser jefe del policía que toca silbato, un hombre de negro, con sombrero, medio oculto tras un árbol.

En la vereda del autoservicio han puesto varios cajones vacíos, a la manera de una pista de slalom. Sólo puede pasar una persona por vez, condición que hace cumplir celosamente una bella coreana que habla con voz muy aguda y mucho acento. Hay que tener una coordinación a toda prueba para no caer en la zanja o tropezar con un cajón, sobre todo mientras uno estudia los ojos de la coreana esperando un momento infinitamente breve de contacto visual.

Por su parte, el perrito blanco mueve la cola.

Blanco y ladrillo

Blanco y ladrillo son los colores dominantes que veo por la ventana, en dirección contraria a donde se está poniendo el sol, tanto en los edificios como en el cielo.

Tengo las llaves

Tengo las llaves en el bolsillo del pantalón. Mientras camino por la calle golpeteo las llaves con las puntas de los dedos, haciendo ritmos. Suenan como una pandereta. Eso cuando no hay nadie cerca. Cuando viene alguien enderezo la espalda, bajo las cejas, aprieto el portafolios en la mano izquierda y en general actúo tan serio y preocupado como se debe estar en estos tiempos.

Hay olor feo

Hay olor feo, pero no sé de dónde sale. No es la basura. No es el baño. No es la pileta. En la heladera no hay nada grave. Abro la puerta que da al pasillo de los ascensores, pero ahí no es. La alfombra del living se ve normal, y de todos modos el olor ahí no se siente, el olor está en un espacio que abarca la cocina y el hall de entrada, tal vez el lavadero aunque menos, una parte del pasillo interno hasta el baño chico. Y ahora parece que el olor se está disipando, o tal vez es que me acostumbro. Voy al dormitorio, aspiro hondo para comprobar que ahí los olores son otros, y vuelvo. El olor feo sigue presente, pero puede ser que lo esté imaginando. No sé qué más hacer al respecto. ¿Ya cumplí?, me pregunto. Estoy inseguro, y sin embargo me digo que sí. Doy media vuelta y recorro el pasillo otra vez, con lentitud, como si el deber pudiera volver a llamarme, y para cuando llego a la habitación de la computadora ya me olvidé de todo.