Categoría: Diario

Puertas

Voy al banco a pagar una cuenta. Hay dos puertas de vidrio, una al lado de la otra. La izquierda dice Entrada, y más chico Empuje. Empujo, pero del lado equivocado, de manera que me llevo la puerta por delante. Entonces Empujo del otro lado y entro a un espacio vidriado, donde hay un cajero Banelco y otra puerta de vidrio que también dice Entrada, pero no Empuje sino Tire. La miro dos veces antes de Tirar, y así consigo Tirar del lado correcto. Ahora estoy en el interior del banco. No hay clientes en las cajas. Pago enseguida y doy media vuelta para salir. Ahora me toca ir por una puerta que dice Salida y Empuje. De vidrio. Ya las conozco, esas puertas, de manera que me lleva apenas un momento encontrar de qué lado se Empuja. Así llego a un breve pasillo, todo vidriado, que termina en la última puerta, que está a la altura de la primera, lleva a la calle y dice Salida y Tire. Tiro y Salgo. Y todo el tiempo me estuvo mirando el tipo de Seguridad.

Los ruidos rítmicos del mundo

Los ruidos rítmicos del mundo, como esa alarma de auto, los martillazos del vecino, los gritos de la nena de al lado, deberían sincronizarse y armar una gran sinfonía universal, algo con lo que uno pudiera bailar, alegrarse, ser feliz.

Hay días

Hay días en que la ciudad se despierta hábil para irritarme. Estoy desprevenido, y la ciudad sale con la furia de olas y tormentas a erosionar mis defensas. Son pequeños detalles, casi no los puedo describir, pero me doy cuenta cuando me siento abrumado por el odio ante algo menor, como el conductor oculto tras esos vidrios oscuros del Mercedes Benz nuevo que pasa a cinco centímetros de mi codo derecho. O el portero que tarda un momento más que de costumbre en apartar la manguera con que está lavando la vereda (y esto ocurre nada menos que a las ocho menos cinco de la mañana, una hora frágil y perversa como niña protagonista de animé), de manera que me imagino mojado de los pies a la cintura volviendo a casa a cambiarme.

Esto es más común luego de las noches de insomnio, claro.

La persiana

La persiana, a medio bajar, muestra dieciséis rayas de luz entre las tablas de madera.

Cerca de cada extremo, y también en el centro, atraviesan las rayas cuatro alambres negros, parecidos a comillas, o a patitas. Cuenta mental: cuatro por tres por dieciséis.

Todas las rayas son distintas: más anchas, más angostas, crecientes de izquierda a derecha, decrecientes de izquierda a derecha, rectas, curvas. Una se interrumpe en el centro, donde la madera de arriba y la de abajo se pegan.

Cuando subo o bajo la cabeza, estirándome o inclinándome en la silla, los edificios del fondo parecen cambiar a los saltos: atraviesan una raya y ahí saltan hacia arriba, atraviesan otra y ahí se hunden.

Un edificio de color ladrillo tiene una línea blanca en cada piso. Cuando me pongo a cierta altura, las líneas blancas ocupan exactamente cinco rayas de luz, y el edificio parece completamente blanco.

Hay dos maneras de mirar el mundo: una es como rompecabezas incompleto, tratando de rellenar los huecos entre rayas de luz. La otra es lineal: cada raya un universo de una sola dimensión.

El cielo está azul, sin nubes, lo cual es una pena porque seguramente me estoy perdiendo algo.

Betty

Cuando el celular termina de cargarse lo desconecto y lo enciendo. Enseguida empieza con esos ruidos desesperados con que me informa que hay un mensaje. Marco el número para escucharlo. Es una voz de hombre, una voz triste, algo cascada, que transmite desesperación en una sola palabra:

—¡Betty!

Nada más. Sin pensarlo pulso la tecla para borrar el mensaje, y me arrepiento al instante. Debí conservar ese mensaje, para escucharlo otra vez, para coleccionarlo. Quizá incluso para grabarlo, hacer un archivo de audio y ponerlo aquí.

Pero ya está. Es tarde. Otro objeto de arte se ha perdido. No es tan grave. Más grave es que en algún lugar de esta ciudad haya alguien que de Betty sólo conserva un número de celular, y además equivocado.

En el colchón nuevo

En el colchón nuevo la espalda suena de otra manera.

Partes de uno

Lo que importa es si son partes de uno. Un grano, por ejemplo, no es parte de uno. Se saca con un pellizco, o con un golpe de uña, y listo. Claro, se lleva con él una parte de uno, una gota de sangre, pero es el precio, se sabe.

En cambio, un lunar sí es parte de uno, permanece, se queda donde está, no es fácil sacarlo por cuenta propia.

El problema es que de noche, a medias dormido, no parece fácil distinguir un grano de un lunar, y uno se rasca y piensa que se está quitando de encima algo intruso, algo ajeno, temporario, y termina reconociendo la derrota a medida que las pesadillas empeoran, hasta que a la mañana siguiente descubre la verdad y ve el lunar, la parte de uno, lo permanente, lastimado.

Los pelos están en el borde. Los de la cabeza, por ejemplo, destinados a caer en la peluquería, son parte de uno pero en lenta despedida. Los de la cara son ambivalentes: tienen una raíz que es parte de uno, pero lo que crece, lo que se rebana con la máquina de afeitar, es distante ya mucho antes de caer. Otros pelos no: los del brazo, conocidos, los del dorso de cada dedo de la mano, esos que se queman cuando uno prende la hornalla, son partes de uno aunque estén en riesgo.

Las uñas, claro. La disgregación del cuerpo.

Las cosas que dan asco, pero no mientras están adentro sino apenas salidas, apenas cortado el cordón umbilical.

Las partes que duelen. Las partes amputadas.

Las partes imaginarias, incorpóreas, abstractas (tres categorías diferentes que se superponen), como el tacto de algo que hace mucho no se toca, el recuerdo disparado por un olor, la percepción presente de uno mismo cuando era chico.

La sensación fría, al aspirar bien hondo, del aire que llega a la parte más alta de los pulmones, cerca de las clavículas.

La necesidad imperiosa de volver a escuchar, ahora mismo, The Rain Song.

Lo que uno es o pudo ser, o podrá ser, o ya dejó. El miedo. La pena. Y las cosas que, a pesar del tiempo, uno no se perdona.

Palomas

Me acabo de dar cuenta de que no hay más palomas en el techo de al lado, el que veo mientras trabajo. Siempre se juntaban dos o tres, o cinco, a hacer cosas de paloma. No me detenía a mirarlas, pero fueron aparecieron en fotos, en relatos, se hicieron parte de la rutina. Y ahora no están más, quién sabe desde cuándo, y por qué.

Autoservicio

Ayer entré a un autoservicio que no suelo visitar. Es pequeño, de afuera se ve un poco oscuro, y tiene la puerta invadida por una especie de verdulería que consiste en cajones apilados unos sobre otros de manera que tapan el negocio, excepto la puerta.

Adentro no estaba en realidad tan oscuro. A la izquierda vi al verdulero, que estaba haciendo algo medio de espaldas a mí, apoyado en unos estantes. A la derecha, tras un mostrador, estaba el dueño del autoservicio, un coreano alto y tal vez joven que dejó rápidamente el diario a un costado y se inclinó sobre el mostrador, mirándome fijo.

—¿Señor? —preguntó.

Al mismo tiempo, el verdulero se dio vuelta para mirarme, y luego siguió ocupado en lo suyo, ahí en el rincón junto a la puerta.

Aunque paso por ahí casi todos los días, nunca, pero nunca vi a nadie comprando en ese lugar, y daba la impresión de que el dueño tampoco.

—Cien gramos de queso de máquina —dije.

Mientras el hombre del mostrador se ocupaba de mi pedido empecé a mirar alrededor, una góndola, luego otra, sin atreverme a ir demasiado hondo, hasta que encontré el paquete de galletitas Express que buscaba. Lo saqué del estante y fui a ver los progresos de mis fetas de queso.

Con la mano izquierda en una bolsa de plástico y la derecha apretando el plástico rojo del queso contra la máquina cortadora, el dueño del autoservicio iba apilando rodajas irregulares sobre el papel transparente. A todas les faltaba la esquina superior izquierda. Luego puso todo sobre una balanza electrónica y dijo:

—Uno cero cinco.

No dije nada. Envolvió el queso en papel blanco, un poco desprolijamente, y miró el paquete de galletitas que tenía en la mano.

—Uno ochenta y cinco —me informó, mientras me daba el paquete del queso.

Le di un billete de cinco pesos. Se puso un poco nervioso. Lo dejó encima de la máquina registradora.

El cajón del dinero de la máquina estaba entreabierto. Lo abrió un poco más, y pude ver que no contenía ningún billete. El hombre metió la mano en un bolsillo y sacó dos billetes de dos pesos. Los volvió a guardar. Luego hundió los dedos en el cajón, y logró extraer una moneda pequeña. Me miró, buscando la manera de armar una frase.

—A ver —dije en su ayuda. Saqué las monedas que llevaba encima y separé dos de un peso. Se las di, y retiré mi billete de cinco de la máquina registradora.

Tomó las monedas, las guardó en el cajón vacío, hurgó un poco más y terminó dándome aquella moneda que había encontrado. Era de cinco centavos, así que faltaban diez. Estiró un brazo hacia el sector de golosinas que tenía a su izquierda y dijo:

—Un caramelo.

Miré la moneda de cinco, miré los caramelos.

—No, está bien —respondí, y avancé hacia la puerta—. Hasta luego.

El dueño del autoservicio asintió varias veces. El verdulero, siempre con las manos ocupadas, giró un poco la cabeza hacia mí y respondió:

—Hasta luego.

Salí a la calle con el queso y las galletitas en la mano, sin bolsita de plástico. Me dio un poco de vergüenza, y caminé una cuadra entera tratando de convencerme de que no había por qué, que soy grande. Y que, al menos yo, no había hecho nada malo.

La lluvia de hace un rato

La lluvia de hace un rato sonaba como una ola que nunca terminara de romper.