Categoría: En corto

Ak y Ok

Ak y Ok están a un par de pasos uno del otro, dentro de la cueva, aplicando pigmentos a la piedra con todo cuidado. Son amigos, hermanos, compañeros de clan. Pero algo los separa: cada uno tiene un estilo diferente. Son estilos que aún no tienen nombre, porque ellos mismos los han inventado.

Ak mira lo que hace Ok y gruñe. Luego vuelve a atender su propio trabajo. Así ocurre varias veces, hasta que Ok se vuelve hacia Ak, molesto.

—¿Qué pasa? —pregunta.

—Lo que estás haciendo —dice Ak.

—¿Qué tiene de malo? —pregunta Ok.

Ak echa otro vistazo a la piedra de Ok y sacude la cabeza con asco.

—Eso no es arte.

Estoy en una burbuja

Estoy en una burbuja, flotando sobre la ciudad, recostado como en una hamaca paraguaya. Tengo los dedos de los pies a la altura de los ojos, los brazos cruzados sobre el pecho, y miro hacia la izquierda, al horizonte que queda justo por encima de la azotea del edificio más alto.

Dicen que los chinos inventaron las burbujas, como tantas otras cosas. Pero estaban reservadas al Emperador y a los miembros más elevados de su corte. Cuando el Emperador salía a flotar en una burbuja, a quienes vivían cerca de la Ciudad Prohibida les estaba vedado mirar al cielo.

Hay que estar quieto, porque si no resulta peligroso. Sobre todo si uno tiene las uñas largas y se le ocurre hacer presión en la membrana delgada. O si no se ha quitado los zapatos y mueve los pies con brusquedad. O si ha quedado un mosquito aquí encerrado y uno lo persigue sin mirar dónde pega. En cualquiera de esos casos es probable que la burbuja, y uno mismo, se convierta en apenas un sueño.

Cada vez que llueve

Cada vez que llueve sale a recorrer los charcos, buscando lo que perdió.

Va de charco en charco, agachándose para mirar bien mientras sostiene el paraguas lo más vertical que puede. Se moja la espalda, los pies. Siente un poco de frío.

Sólo cuando llueve, porque si no no hay charcos, y si no hay charcos jamás podrá encontrar lo que perdió.

El Chango Reina

—El Chango Reina. Ese era bueno.

—¿Quién?

—El Chango Reina.

—No lo conozco.

—Era el mejor. Tocaba con dos dedos.

—¿Tocaba con dos dedos y era el mejor?

—Lo escuchás y te querés morir.

—Eso no me parece bueno.

—¿Qué cosa?

—Que te quieras morir.

—Te querés morir cuando ya viviste todo lo que querías.

—Pero también cuando sabés que no podrás vivir todo lo que querías.

—No es el caso.

—O cuando ya no aguantás lo que estás viviendo.

—Yo soy feliz.

—¿Y te querés morir por ser feliz?

—No, por haber oído al Chango Reina.

—¿Ese también se murió?

—Hace cincuenta años.

—Porque quiso, me imagino.

El borde del papel engomado

El borde del papel engomado de un sobre puede cortar la lengua.

Una gota de vino arruina para siempre una camisa blanca.

Si la venganza es un invento humano, hemos logrado transmitir muy bien la idea a nuestras cosas.

Espanté una mosca que me molestaba

Espanté una mosca que me molestaba, y por un momento me imaginé la situación desde el punto de vista del insecto.

Un obstáculo enorme, incomprensible, le impedía acercarse a algo tibio y húmedo donde alimentarse y, tal vez, poner huevos. Para el bicho sin duda era imposible entender lo que ocurría: no estaba equipado para descubrir mis límites, mi comienzo y mi final, mi alcance, mis intenciones.

Era simplemente una catástrofe contra la que no podía hacer nada. Ni siquiera sabía en qué dirección evitarme, cómo ir hacia otro montoncito de caca o cosa podrida o lo que tuviese en mente, sin tropezar conmigo.

Una situación no muy diferente de la que enfrentamos los humanos.

Un gatito

Un gatito empieza a cruzar las vías cuando un tren viene a toda velocidad. Haciendo uso de mis superpoderes lo envuelvo en una burbuja temporal, lo acelero y logro que llegue a salvo al otro lado. Pero el alma inmortal del gatito ha quedado atrás, y ha sido arrastrada por la máquina asesina, allá lejos, fuera de mi alcance, fuera del alcance de todos, hilacha invisible, despojo sin nombre. Pobre gatito, ahora me mira desesperado, sin alma, huérfano para siempre. Y ya no puedo hacer nada por él.

Percusión

Ya de pequeño descubrió que al golpear suavemente con los dedos en distintos puntos de su propia cabeza producía ruidos maravillosos, con una riqueza que merecía ser explorada.

Practicó mucho, especialmente de noche, cuando el silencio de alrededor le permitía apreciar mejor las sutilezas de sus golpes.

Cuando fue al conservatorio simuló estar interesado en los instrumentos de percusión. Pero en casa sólo tocaba en su propia cabeza. Egresó con honores.

Durante la adolescencia logró los mayores hallazgos. Por ejemplo, podía imitar la complejidad del tabla hindú tocando con los dedos índices y mayores en las mejillas infladas, permitiendo leves movimientos del aire dentro de la boca.

Su carrera no estuvo exenta de dificultades. Sin ir más lejos, cada intento qie hizo de grabar sus interpretaciones fue un fracaso. No había equipos adecuados para percibir esa música del modo en que él podía oírla desde su propio interior. De manera que inventó una notación especial que le permitía reproducir una pieza de modo exactamente igual cada vez: líneas y puntos para la nariz, para las cejas, para los diversos puntos del cuero cabelludo, combinados con figuras para cada dedo.

El verdadero virtuosismo llegó luego de los veinte. Fue capaz de reproducir, golpeando sólo en las orejas, el solo de John Bonham en “Moby Dick”.

El problema, entonces y por el resto de su vida, era que nadie más podía oírlo.

Cada noche

Cada noche, en el Museo Entomológico, un ejemplar de Cithaerias pyritosa ingresado en 1949 y clasificado en 1952 despierta misteriosamente de un profundo letargo, se desprende de sus ataduras y parte a realizar la tarea encomendada. Está afuera menos de quince minutos. Luego vuelve a acomodarse en su sitio de la vitrina, donde permanecerá inmóvil por otras veintitrés horas y tres cuartos. A la mañana siguiente, un nuevo titular sangriento llenará la primera página de los periódicos sensacionalistas.

Estoy flotando entre mi edificio y el de al lado

Estoy flotando entre mi edificio y el de al lado, a la altura del quinto piso. Salí hace unos momentos, por la ventana del dormitorio. Vivo en el sexto, pero ya perdí unos metros de altura. Es difícil mantenerse en el mismo nivel. Abro los brazos bien anchos, estiro las piernas, levanto la cabeza, pero no hay caso: las pequeñas distracciones, los movimientos involuntarios, hasta un parpadeo me hacen perder centímetro tras centímetro.

Estoy sobre las cocheras. Mi objetivo es llegar a las del fondo, superar el techo de chapas que las cubre y mirar al otro lado de la pared. Quiero saber qué hay en ese sitio donde no llego a ver desde mi ventana.

De manera que allá voy. Me impulso con un movimiento de las manos y un movimiento de los pies. También muevo la cabeza, pero no creo que eso contribuya mucho. Avanzo de a poco, mientras sigo perdiendo altura. No es un auténtico vuelo. La trayectoria que yo quisiera horizontal es más bien una caída lenta en un ángulo de treinta grados. Acelero las manos. Acelero los brazos. Tal vez logre que los treinta grados se conviertan en veintiocho. Pero no es suficiente.

Aterrizo en el techo de las cocheras del fondo. No está tan mal. Aunque no es lo que quería. Me quedo un momento echado boca abajo, respirando con agitación, los ojos cerrados. Ahora podría arrastrarme un poco, pasar la cabeza por encima de la pared y mirar. Pero no lo merezco, con este ruido de gato borracho que hago sobre las chapas, con este cuerpo pesado que ya no puede desafiar al aire.

En cambio, me arrastro hacia el borde de las chapas y me dejo resbalar al piso. Caminando, atravieso las cocheras en dirección contraria a la del vuelo, entro al edificio, tomo el ascensor, vuelvo a casa.

Mañana volveré a intentarlo.