Categoría: Fuera de contexto

F 51-55

Podía mirar y no ser visto, escuchar y no ser oído, imaginar que tocaba y no ser tocado.

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El interior de la construcción, por encima del cuarto piso, estaba plagado de trampas.

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Tardé en convencerlos de que era yo: en el puerto había al menos cinco pares de anteojos de color rosa pálido, la señal que debía identificarme.

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Luché contra la bolsa hasta rasgarla y salí para mirar mejor.

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Pasé Güemes sin atender las baldosas flojas que me salpicaban los pantalones, ni el 68 increíblemente veloz que se enhebraba entre los autos como un camello en una sucesión de agujas.

F 46-50

Me señalaban, reían de felicidad, ponían al máximo el zoom de sus cámaras para inmortalizar mi expresión de sorpresa.

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Lo que importaba era haber encontrado una frase sugerente, algo que hiciera pensar a quienes debían recibirla.

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Aspiró hondo, dejando que los pelos más largos y más blancos del bigote se le metieran en la boca.

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El viento del otro mundo es un viento interior que siempre sopla al revés y sin fuerza: agita los recuerdos, le quita el sombrero a la fantasía.

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La inercia de su cuerpo, la lentitud de su cerebro y la majestuosidad pausada que acostumbraba poner en todo lo que hacía lograron que tardara un millón de años en actuar.

F 41-45

Subido a la silla de los pacientes, auscultaba la pared con el estetoscopio, tratando de descubrir si al otro lado había algo.

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Como una enfermedad, la vejez se extendía por su organismo de manera despareja: las manos eran más viejas que la nariz, y la nariz más que las orejas.

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El sistema de defensa se puso en guardia, analizó el sonido y se aquietó otra vez, frustrado a la manera de las máquinas.

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Saludé a la mujer del portero, que espiaba mis movimientos con vistas a quién sabe qué clase de informes nocturnos.

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Andaba a los saltos entre piletas de hierro líquido y géiseres de agua hirviente, apoyando un pie en un hueco de la roca, una mano en el borde de un andamio, otro pie en un balde boca abajo, otra mano en una viga floja, y así sucesivamente, evitando las peores corrientes de aire.

F 36-40

De pronto, sin saber cuándo se produce el cambio, me encuentro de un lado o del otro, y en ningún momento soy capaz de recordar cuál es mi lado verdadero, el lado del cual provengo.

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Detrás de él, el tubo neumático estornudó de un modo tan humano que lo hizo sonreír.

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Al otro lado de la calle, mi propio balcón se distinguía de los demás por la toalla color naranja: un buen motivo para no descolgarla.

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Apoyó una mano en el escritorio y se inclinó para recoger el papel con la otra, flexionando rodillas, codo y cintura del modo más armónico que pudo, sin sobrepasar los límites de la seguridad.

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Los ruidos de la calle llegaban amplificados por algún fenómeno acústico, pero sin definición, como surgidos de una máquina de hacer ruido más que de la actividad de la gente.

F 31-35

No sabía hasta qué punto los guardianes que había al otro lado del teclado eran capaces de leer entre líneas, pero en los momentos de pesimismo llegaba a temer lo peor.

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Tuvo ganas de estornudar, tal vez a causa de los detalles insólitos de la situación, pero se contuvo.

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La araña volvía a asomarse y a meterse adentro: se veían dos patas, luego ninguna, luego tres y la cabeza, luego una sola.

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Las ventanas abiertas y las ventanas cerradas de los otros edificios daban un ejemplo ideal de distribución aleatoria.

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Un poco antes del fondo se abría otro agujero, perpendicular al primero, que corría hacia la izquierda.

F 26-30

El ventilador de techo devuelve hacia mi nariz cada una de las volutas de humo que con extraordinario placer el oficial lanza al espacio.

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El ruido avanzaba en formación de combate sobre el polvo del piso, las grietas de las paredes y las cáscaras del techo: ninguna fuerza parecía capaz de contener esa invasión impalpable pero feroz, que ya había alcanzado los últimos rincones y sin embargo seguía expandiéndose como un gas caliente.

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Juntó el coraje necesario, fue hasta la puerta y la entreabrió apenas lo suficiente para espiar con un ojo.

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Las sombras de la pantalla dibujaban más sombras en las caras y en el techo, marcando arrugas y desniveles.

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Era un día de sol, de esos en que uno empieza creyendo que va a llover porque una neblina carbonosa, propia de la ciudad, se las ingeínia para opacar las cosas y hacerlas más pesadas.

F 21-25

Su gato ha vuelto a dormir bajo el escritorio, como si las cosas estuvieran más tranquilas.

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La navaja seguía avanzando, y a la vez parecía detenida en un instante que no terminaba de transcurrir, a medio camino de la sangre que esperaba turno para entrar a escena.

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Les gritaba cosas y los cocodrilos se apartaban.

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La secretaria del juzgado parece tener las pestañas cada vez más largas, las piernas más esbeltas, y la vida más aburrida.

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Tendrían que esquivar a los guardianes, provistos de órdenes indescifrables y armas arbitrarias.

F 16-20

La situación era lo bastante insólita como para llamarla emergencia.

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Me siento delante de ella y pone las piernas bien juntas, se queda quieta y no me mira jamás a los ojos.

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Repetía el siete porque podía pronunciarlo sin aflojar los dientes, separando los labios en un gesto de rabia, y porque no conseguía llegar al ocho.

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Creo que llevo encima la misma cara de cansado que ellos.

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El falsificador es un caso raro, porque sus billetes falsos se reconocen con toda facilidad y son tan creativos que valen más que los billetes verdaderos.

F 11-15

Me levanté antes de lo acostumbrado, poniéndome un short y pantuflas, moviéndome con una torpeza diferente de la habitual, frotándome un ojo por vez para mantener el otro en guardia.

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Si soy capaz de contar dos o tres, y creo que hay tres o cuatro más, que de momento no recuerdo, entonces redondeo y digo: tengo cuarenta o cincuenta problemas pendientes.

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Quería que imaginase la sangre mezclada con el barro, las armas apuntando a una luz distante en medio de la oscuridad, las oficinas del Estado Mayor donde el curso de las batallas se desviaba hacia un archivo de informes limpios y desinfectados.

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El espejo del botiquín estaba en uno de sus días amables, de modo que lo miré un rato.

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Sale del mercado sin haber podido evitar la compra de una linterna, cuatro papiros en blanco y un papagayo, que le será enviado por correo en los próximos días.

F 6-10

La silla de madera, débil tras mucho tiempo de humillaciones, se inclinó a un lado.

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Casi siento placer, mientras entreveo una galería infinita de puertas que se abren, mostrando cada una de ellas un problema mayor que el anterior.

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Ahora sí, faltaba abrir los ojos para crear el mundo.

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El perro lo miraba con unos ojos que se hacían cada vez más húmedos, a medida que las paredes lo apretaban y lo extendían hacia los costados, pero no importaba cuánto adelgazara, mantenía su forma: en algún momento terminaría siendo una superficie infinita a manera de perro interminable, encerrada entre dos superficies infinitas.

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En la cocina, el ayudante que lleva un gran cuchillo siempre consigo está dispuesto a pasar unos minutos acodado en una mesa, charlando.