Categoría: Te veo el martes

Seis por ocho

(Es muy importante leer esto rítmicamente, en riguroso compás de 6 x 8, marcando con los pies o una mano o la cabeza, dejándose llevar, simplemente permitiendo que se acumule.)

El cable de acero no tiene cuidado en el sueño del mar. Y la miel en el Norte se pone violeta, no cubre las nubes, descansa en el único pez del lugar. Una tarde de enero hubo un poco de paz pero Celia se fue tan temprano que el turno del viejo cambió de repente y temblaron las rocas, despacio y seguras y siempre tan plenas. Después se cansó la tormenta. Después se cubrieron las lunas igual que el desierto. Después hubo rondas de miedo y canciones de ranas y nadie sembró muchas dudas. Vestirse de azul, prevenirse de ayer, inclinarse de a poco en la piedra más triste debajo del mapa ilegible. Te cuento que hay más cucarachas, más flores enormes, arañas con patas quebradas. Hay más ilusiones y menos promesas y más pararrayos y menos caminos. Jugaba con algo pequeño, con algo con forma de dado. La luz me engañaba. Cincuenta palmeras crecieron de golpe a la entrada del club de sombreros extraños. Dejábamos todo por una moneda de bronce empañada y marchita.

(Pausa para respirar…)

Temía que alguien de ojos rojos

Temía que alguien de ojos rojos la esperara oculto en la esquina y la asaltara en mitad de la noche. Ropa negra, silencio, poca luna. Un gesto, un golpe. Miedo a todo, pero más que nada a los ojos rojos. Tiró de la sábana hasta taparse la frente, se abrazó a sí misma, y cerró sus propios ojos rojos para tratar de dormir.

El Cawaring

El Cawaring sigue anclado a cien metros de las rocas que protegen la costa, pero más que un barco parece la suma de esqueletos de un par de monstruos marinos. Un mástil se apoya contra otro. El bauprés se inclina hacia el agua. Hay un florecimiento de tablones partidos, retazos de vela, cuerdas dispersas. Otros esqueletos, más pequeños, se esconden adentro. El casco gira lentamente al impulso de las olas.

A la sombra de un árbol, frente al mar, Alía toca la flauta: una melodía fúnebre, en homenaje a los restos del Cawaring. Un viento persistente, con olor a sal, se lleva los cabellos y las notas de Alía hacia los campos labrados. Es el comienzo de una estación más fresca, que ya dibuja nubes grises en el horizonte.

Tienen sueño los brazos de Arlos

Tienen sueño los brazos de Arlos mientras rema lentamente río abajo. Detrás, Armen tiene la mirada fija en la nuca de Arlos, dedicada a odiar cada uno de esos cabellos. De pie en la costa, Icardo primero los ve acercarse, luego pasar, luego alejarse. Es la hora del atardecer. Esta noche, piensa Icardo, habrá problemas.

Cualerma vendía roscas grandes

Cualerma vendía roscas grandes, para que los tornillos entraran con facilidad. No le importaba que los tornillos, más tarde, se salieran. Arrastraba su carro por la calle empedrada, haciendo ruido de metal, anunciando la mercadería sin ganas. Los vecinos lo oían de lejos y miraban para otro lado. Cualerma comía lo que encontraba, vivía donde tenía sueño, y pasaba los días cantando algo en otro idioma, un idioma en que las palabras “tornillo” y “tuerca” eran intercambiables.

Faltan seiscientos kilómetros

Faltan seiscientos kilómetros por este camino angosto, gris y sin curvas, con un cielo blanco y tan bajo que nos obliga a inclinar la cabeza. A ambos lados, junto al pavimento, hay alambres de púa y torres de vigilancia. Aceleramos, aceleramos, aceleramos, y todo lo que ocurre es que las gotas de lluvia nos lastiman más la cara. Entonces vemos, allá adelante, un camión enorme que viene en sentido contrario. Es ancho, ocupa todo el camino. Empezamos a frenar, hasta quedarnos quietos. Pero el camión, cada vez más grande, como un globo que al inflarse se convierte en hierro, no frena. Justo a nuestra derecha hay una entrada pequeña, un corte en el alambre de púa, a mitad de camino entre dos torres. La atravesamos, para entregarnos.

Woody Allen

Soñé que en un restaurante había una pareja bastante ruidosa, que de algún modo conseguía mancharle la corbata al hombre de la mesa de al lado. Ese hombre era Woody Allen.

Woody Allen iba al baño a limpiarse la corbata. De un gabinete pequeño, que colgaba de la pared, sacaba algo como un sobre de azúcar, que en realidad era un quitamanchas. Lo abría y rociaba un poco de polvo blanco sobre la corbata. En ese mismo instante la corbata quedaba limpia.

En el gabinete había un espejo oxidado y otros dos sobres de quitamanchas. Woody Allen, nervioso, bajito, se llevaba los dos sobres y empezaba a rociar con el contenido a los dos integrantes de la pareja ruidosa.

Por alguna razón los ruidosos ahora estaban callados, leyendo. Y por alguna razón permitían sin protestar que Woody Allen los cubriera con ese polvo blanco, el pelo, la cara, la ropa.

Ahí me desperté a medias, y fue un acto más consciente imaginar que el sueño terminaba con Woody Allen comiendo tranquilo, mientras el sitio que había ocupado la pareja, gracias al quitamanchas, ahora estaba vacío.

Celulares

Desde primera hora de la mañana los clientes empezaron a olvidarse los teléfonos celulares. Si en una mesa había dos personas, allí quedaban dos teléfonos. Si había tres, tres teléfonos. Pronto las camareras optaron por sugerir a los clientes que pensaran en sus aparatos antes de irse, pero nada cambió.

Hacia el mediodía había docenas de celulares en una gran caja de cartón, tras el mostrador.

El turno de la tarde siguió recolectando más y más teléfonos. Casi todo el tiempo sonaba alguno, pero nadie era capaz de descubrir cuál.

El cielo se nubló, y mientras caía la noche empezó a llover. La caja se llenó de teléfonos, y pusieron otra al lado.

Mucho más tarde, cuando estaban por cerrar, entró un hombre de saco y corbata, empapado por la lluvia, y fue derecho al mostrador.

—Disculpe —le dijo al encargado—, ¿por casualidad no me olvidé un paraguas?

Trabajo

A mano alzada, con un lápiz casi sin punta que raspaba el papel, trazó una circunferencia perfecta.

—Es lo único que sé hacer —dijo—. ¿Pensás que alguien me dará trabajo?

Ray siente la cabeza llena

Ray siente la cabeza llena. De pie junto a la puerta de servicio, embutido en el traje negro, con la mano en la pistola y la pistola apenas oculta bajo el saco, los lentes oscuros para disimular la mirada de reojo, el labio superior apenas torcido hacia arriba, Ray se da cuenta de que tiene el cerebro colmado. Ha visto demasiado, ha oído demasiado, los recuerdos verdaderos y los recuerdos falsos han ido llenando cada rincón de memoria hasta no dejar más sitio. En los últimos días Ray ha experimentado la pérdida de algún momento de su vida, especialmente de la infancia, pero ahora viene algo peor, algo enorme, definitivo, un colapso.

Ray piensa si debería sacar el celular del bolsillo, marcar unos números y despedirse de alguien, pero desiste. No vale la pena. Y tal vez ni siquiera tenga tiempo, porque ahora que se acerca ese niño en bicicleta, ahora mismo Ray sabe que otro golpe de pedal ya no encontrará lugar y así vendrá la catástrofe. No bastará esta vez con eliminar años enteros de la escuela, o las caras de sus amantes, o las estadísticas de béisbol aprendidas a lo largo de toda la vida.

Ray necesita una solución, ahora mismo, pero tampoco le queda sitio para pensar en soluciones. El dedo índice se enrosca al gatillo, la pistola asoma del saco y parece que fuera a apuntar sola.

Entonces se oye el primer disparo, pero no viene del arma de Ray sino de adentro del edificio, allá donde la explosión hiere las paredes cubiertas de graffiti. Con precisión de cirujano, la bala elimina en un instante cada fragmento de escuela, cada rasgo de amante, cada partido de béisbol, cada niño que ha pedaleado ante los ojos de Ray, y así Ray tiene un momento, un solo momento del que casi no llega a darse cuenta, un momento brevísimo pero suficiente, valioso, inapreciable, de alivio.