Categoría: Libros que me hacen acordar

El discurso vacío, de Mario Levrero

A principios de los noventa, cuando Jorge Varlotta vivía en Colonia junto a Alicia Hoppe y Juan Ignacio Fernández (hijo de Alicia, hijo de los dos), fui muchas veces a pasar varios días en su casa. Una de esas veces, en febrero del 91, saqué las fotos de Jorge que ahora se convirtieron en, digamos, canónicas. Otra, en marzo, hicimos el corto Alea Jacta Est.

Entre el 90 y el 91, como se sabe, Jorge escribió El discurso vacío. En algún momento del 92, aprovechando una de mis visitas, me dio a leer el primer borrador del libro, que acababa de armar a partir de las notas manuscritas y el texto titulado “El discurso vacío”. Me entusiasmó, me pareció el mejor libro de Jorge, se lo dije. También le critiqué un aspecto puramente formal: largas secciones subrayadas, con la intención de que aparecieran luego en itálicas, que a mi modo de ver entorpecían la lectura, generaban una relación diferente del lector con el texto y, eventualmente, corrían el riesgo de perder ese rasgo artificial que no era parte del texto en sí. Estuvo de acuerdo y quedó en pensarlo.

El libro apareció recién en 1996. (Este ejemplar es de la segunda edición, publicada en octubre de 2004, apenas después de la muerte de Jorge. Tuve un ejemplar de la primera y lo perdí, seguramente por prestarlo.)

Jorge tuvo la generosidad de mencionar esa mínima contribución mía en la nota introductoria.
 

Con respecto a las “pequeñas operaciones quirúrgicas” que menciona la nota, tengo que decir que la versión original era ostensiblemente más larga. Como Jorge no tiraba nada, supongo que esa versión debe estar en el archivo de sus papeles, pero hasta ahora nadie la encontró. Ojalá aparezca algún día.

La segunda edición de Trilce se cierra con una hermosa nota de contratapa que escribió Juan Ignacio Fernández, el chico que correteaba por la casa a principios de los noventa y ahora, en 2004, se había convertido en un adulto reflexivo que estaba generando su propia obra artística, valiosa, en cine.

Jorge, Juan Ignacio, Alicia, el perro Pongo, en febrero de 1991, en medio de la escritura de El discurso vacío:

Cholita y Clavel, de Beatriz y Agi

Aprendí a leer con el Pato Donald, tan importante para mí que merece su propio capítulo, o su propia semana. Los libros, lo que podemos llamar libros, no encontraron lugar en mi infancia hasta que tuve ocho años. El primero, y probablemente el único por bastante tiempo, fue Cholita y Clavel, de Beatriz (es de suponer que Beatriz Ferro, aunque se dice que empezó más tarde a trabajar con Boris Spivakov en Abril: en los sesenta) y Agi (Magdalena Agnes Lamm; pero la contratapa dice Agi-Susi), Editorial Abril, Colección 2, 3 y 4, impreso en 1958. (Hay online una edición de 1960, algo diferente, escaneada.)

Encontré este librito hace poco, entre las cosas que dejaron mis padres y que tardé en revisar. No puedo decir que me acordara de su existencia, pero al verlo me agarró una corriente arrasadora de regreso al pasado, a cuando no sabía leer, a cuando las lamparitas daban una luz a duras penas amarillenta. Lo sabía de memoria sin haberme dado cuenta. Hasta las espinas de esas tunas, agrupadas en estrellas, tenían su lugar en el recuerdo.

Quise a esta Cholita y a este Clavel, me acompañaron. Me abrazaron como se abrazaban y entibiaban entre sí. No me importa lo que ahora se diría o se haría de otra manera. Si algo me enoja, todavía, es que al final los otros chicos se rían de ella.

El gen egoísta, de Richard Dawkins

“Somos máquinas de supervivencia, vehículos autómatas programados a ciegas con el fin de preservar las egoístas moléculas conocidas como genes”. Esta frase aparece en el prefacio de la primera edición de El gen egoísta, de 1976. Ahí, Richard Dawkins sintetiza lo que le va a llevar el libro entero argumentar a fondo.

La misma frase está en la contratapa de la edición en castellano que hizo Salvat, dentro de la “Biblioteca Científica” que tanto disfruté en los ochenta, cuando leía más ciencia (divulgación, digamos) que otra cosa.

De los cien títulos de la Biblioteca Científica Salvat, y los leí casi todos, El gen egoísta es el que más me movilizó, el que me quedó grabado, el que me llevó a hacer cosas.

Lo malo de la situación es que no encuentro mi ejemplar por ninguna parte. ¿Lo presté? ¿Se cayó detrás de un mueble? Misterio. Por eso es que robé imágenes de otra parte.

Un punto notable del libro, por si hacía falta algo aparte de la tesis central, es que en el capítulo 11, “Memes: the new replicators” Dawkins precisó un concepto para el que inventó la palabra “meme”, la que tanto usamos ahora, para designar la unidad de sentido que se replica culturalmente a la manera en que los genes se replican en los organismos vivos. Cito del inglés (que sí tengo a mano, a diferencia del ejemplar en castellano) los dos párrafos claves:

But do we have to go to distant worlds to find other kinds of replicator and other, consequent, kinds of evolution? I think that a new kind of replicator has recently emerged on this very planet. It is staring us in the face. It is still in its infancy, still drifting clumsily about in its primeval soup, but already it is achieving evolutionary change at a rate that leaves the old gene panting far behind. 

The new soup is the soup of human culture. We need a name for the new replicator, a noun that conveys the idea of a unit of cultural transmission, or a unit of imitation. ‘Mimeme’ comes from a suitable Greek root, but I want a monosyllable that sounds a bit like ‘gene’. I hope my classicist friends will forgive me if I abbreviate mimeme to meme. If it is any consolation, it could alternatively be thought of as being related to ‘memory’, or to the French word même. It should be pronounced to rhyme with ‘cream’.

 Hay que recordar que esto apareció en 1976, mucho antes de la realidad meme-intensiva que vivimos.

Para dar una idea de cómo me motivó este libro, reproduzco la primera página de un artículo que escribí para la revista Cacumen, “Orquídeas imaginarias vs. hongos simulados”, que algún día voy a rescatar entero para el blog. Salió en el número 44, septiembre de 1986.

We Can Build You, de Philip K. Dick

Tengo dos razones para que este sea un libro especial:

1) Es el primer libro que leí en inglés.
2) Lo leí en la colimba.

Hice la colimba entre febrero de 1975 y abril de 1976 (empezada la dictadura). En esos catorce meses hubo varias etapas diferentes. Durante una parte del 75 me tocó el Distrito Militar San Martín, entre Ramos Mejía y Haedo, que por suerte ahora no existe. Mi rutina pasaba del baile matinal (la tortura matinal) a echar montones horribles de cera en el piso de la oficina del coronel.

En el medio tenía tiempo libre y poco de qué hablar con mis compañeros. Así que me escondí en un rincón (me acovaché, se decía) y emprendí a la aventura de leer una novela en inglés. La motivación era mucha (los libros que quería no se traducían o se traducían mal), lo que sabía del idioma no tanto. Tenía conmigo un diccionario inglés-castellano chico, como para salir del paso. Me acuerdo, por esas cosas raras de la cabeza, de un ejemplo de mi limitación: no sabía el significado de la palabra fork (en el sentido clásico, sencillito, de tenedor).

Me cuesta creer que fuera tan reciente We Can Build You, por entonces. Philip K. Dick estaba vivo, y le faltaba escribir algunos de sus mejores libros.

No sé cuánto entendí, pero fue poco. Cuando volví a leer la novela, años después, me resultó completamente nueva. O tal vez fue que ahora yo andaba libre.

El texto de la contratapa tiene un momento gracioso: “It’s a Philip K. Dick masterpiece of 1981, future thinking”, para indicar que estaba adelantado a su tiempo. Como si hoy dijéramos de una novela que parece de 2028. Pero a tanta distancia confunde.

Historias de ratones, de Arnold Lobel

Del millón de libros que conocí haciendo Imaginaria, Historias de ratones, de Arnold Lobel, sigue siendo mi favorito. Por ahí la elección es arbitraria, pero es que a duras penas se trata de una elección: Historias de ratones me atrapó, me conmovió, me dejó diferente de lo que era, y no me lo olvido más. Esto le pasa a otra gente con otros libros, y no vamos a andar preguntándonos por qué.

Historias de ratones (Mouse Tales), de Arnold Lobel. Publicado originalmente en 1972.
Esta edición es de
Kalandraka, Pontevedra, 2000.
Llegué a este libro, como a tantos otros, gracias a Roberto Sotelo (el otro hacedor de Imaginaria, el que realmente sabía de libros). Lo eligió para reseñarlo en el número 30 de Imaginaria, en septiembre de 2000, aprovechando que Kalandraka acababa de reeditarlo. También escribió una biografía de Lobel y su bibliografía en castellano.

Pero el golpe maestro de Roberto fue conseguir autorización de Kalandraka para reproducir, entero, uno de los cuentos del libro: “El viaje”. Punto alto si los hay. Desde entonces no dejo de recomendarlo, de leérselo a quien se me cruce en el camino (con el celular, lo tengo a mano donde vaya).

El libro es una delicia, cuento por cuento. Un absurdo tierno lo recorre desde el personaje solemne de la portadilla y sus pantalones caídos, pasando por cada final inesperado, hasta el cuadro de dama antigua que posa satisfecha sobre la chimenea en el último dibujo.
 

Lo compré con la excusa de mi hijo, que cumplía cinco años, y se lo leí varias veces. Pero confieso que más veces me lo leí a mí mismo. (A él no lo impresionó particularmente. La verdad es que ahora ni lo recordaba. Somos así.)

—¡Ay! —gritó el pozo.

Y ni hace falta decir que el papá ratón que enmarca los relatos es un autorretrato nada disimulado del autor.

New York Today, de Michael George

Entre los libros cargados de recuerdos que tengo en la biblioteca están los que le traía a mi padre de regalo, a la vuelta de mis viajes. Durante los pocos años en que viajé a Norteamérica o Europa (entre 1991 y 2000, ni antes ni después), cuando iba a un lugar nuevo compraba un libro de fotos para él. Era fácil, divertido. Comprar algo para mi madre daba más trabajo.

Cuando mi padre murió, en 2009, heredé cada uno de esos libros.

En 1992 fui a Nueva York y volví con este ejemplar de New York Today, de Michael George.

En su momento (y esto lo encuentro ahora, googleando), la revista Popular Photography comentó: “Michael George’s up-to-the-minute photo portrait of protean New York… If you’re at all interested in Gotham’s culture and history, George’s terse but highly informative captions almost upstage the book’s handsome photography. Almost, but not entirely. Its sharp, vibrant pictures depict the people, vitality, and splendid architecture that make New York the capital of the world for so many”. [“El retrato al día de la proteica Nueva York, de Michael George…”]

Claro que cualquier libro informativo con la palabra “hoy” en el título se convierte con facilidad en una contradicción. “Hoy”, en 1988, cuando se publicó este libro, no es el mismo “hoy” treinta años después. Lo más obvio se ve al abrirlo. La primera foto que aparece es esta:

Es lógico. El World Trade Center, que se veía desde todas partes en la Nueva York de aquellos años, se ve en todas partes en un libro que la quiere reflejar.

No es lo único, desde ya. La gente se vestía de otra manera.

Aunque en una foto chica, a mitad del libro, aparezca un corte de pelo tan propio de este 2018 que la portadora debió haber viajado en el tiempo para hacerse fotografiar en 1988.

Los autos impresionan un poco. O mucho.

Algunos nombres también.

Si el autor y los editores pudieran viajar en el tiempo como la chica del peinado nuevo, probablemente aprovecharían para poner otra palabra para el título. Y aunque no lo hicieran, si fuera yo quien viajara en el tiempo volvería a comprar para mi padre este mismo libro.

(Además, parece adecuado recordar esto hoy, 30 de enero, día en que mi padre habría cumplido 94 años.)

Segunda fundación, de Isaac Asimov

Empiezo la semana de “libros que me hacen acordar” con este ejemplar de Segunda fundación, de Isaac Asimov, y su rara cubierta de plástico.

En los alrededores de 1970, cuando leer ciencia ficción era uno de mis dos o tres intereses obsesivos, conseguir los libros que yo quería era complicado. Segunda fundación es el que más busqué, el más difícil, el que más se hizo rogar.

¡Cuánto lo necesitaba! No solo porque era de Asimov, que me fascinaba, y tampoco por ser parte de la colección Nebulae, que consumía con entusiasmo. Había leído los primeros dos de la trilogía, Fundación y Fundación e Imperio (¿no es curioso que el tercer libro de una serie tenga la palabra “segundo” en el título?), y el último, inconseguible, se había convertido en un objeto mítico.

Llevó años. Calculo que habrá sido hacia 1975 que lo vi, en un estante de ciencia ficción de la librería El Túnel, que estaba sobre Corrientes. Venía cubierto por ese plástico amarillo, duro, cortado a medida por el dueño anterior.

Lo compré temblando, convencido de que la situación era propia de un universo paralelo. Lo empecé a leer diez minutos después, en un vagón de la línea A del subte. Lo seguí leyendo en el 136 que me llevaba a Ramos Mejía. Lo terminé ese mismo día.

Qué paciencia. La traducción, como corresponde a Nebulae, es un espanto. Esos “boletines de móviles figuras”… ¡Números, Francisco Cazorla Olmo! ¡Eran números!

Casi ilegible en la traducción, el texto es de todos modos puro Asimov, escrito a fines de los cuarenta. “Burbuja de acero”, “silencioso brotar de las partículas del átomo”, “los calculadores”, “las complicaciones técnicas que entretejen los caminos del espacio”.

En el tiempo que pasó desde entonces dejé de ser fan de Asimov, aprendí a leer en inglés, me obsesioné con otras cosas. Pero este ejemplar, el del plástico amarillo, sigue en un estante de mi biblioteca y en un estante (también polvoriento) de mi cabeza.