Categoría: Encuentros y tropiezos

Distraída

El nene se llama Ian, pero la madre le dice Ianchu. Una sola vez lo llama Ian, cuando lo reta porque le patea las rodillas, y ahí entiendo con claridad que no es, por ejemplo, Iván. Ni Iván, ni Juan, ni otra cosa que justifique ese estornudo final; Ianchu, nomás. Así es la vida.

Están en la parada del 151, en el refugio inaugurado hace poco. Ianchu, que debe tener cuatro o cinco años, está sentado en el banco largo de madera. La madre hace guardia de pie frente a él, con el cuerpo apuntando a la dirección de la que vendrá el colectivo pero la mirada fija en el celular. Lee mensajes, escribe mensajes. Después manda un audio, y así me entero que los mayores de 70 no tienen que pedir turno para tramitar la ciudadanía; buen dato, en una de esas, algún día. Cuando pasa un 113, lo mira a último momento, un poco sobresaltada, y luego vuelve la vista a la pantalla; esto pasa dos veces, con los dos ramales distintos del 113, así que están esperando el 151. Yo también.

Me siento, en la otra punta del banco. “Cuánto tarda el colectivo”, le comenta a Ianchu la mamá, y enseguida: “¿Dejé ir alguno sin darme cuenta?”. Ianchu tarda un poco en contestar; por supuesto, no tiene ni idea. Después contesta: “Pasaron cinco”. “No seas mentiroso”, dice la mamá; se ríe.

En algún momento, tal vez mientras yo me sentaba, guardó el teléfono. Ahora, seguramente aburrida, levanta la mochila del nene, que está en el piso, y la apoya en el banco, entre el nene y yo. La abre. “Voy a mirar el cuaderno de comunicaciones, que escribieron algo”, anuncia. Lo saca, busca, hojea, empieza a leer en voz alta.

Ahora no le presto atención, porque veo que el 151, finalmente, está a la vista. Me levanto, vuelvo a donde estaba antes, levanto el brazo para pararlo. La madre de Ianchu está de espaldas a la calle, sumergida en el cuaderno de comunicaciones. Ianchu patea el aire (las rodillas de la madre quedaron fuera de su alcance), indiferente a todo. Cuando el colectivo está terminando de frenar le digo a la madre: “Acá llegó el 151”.

Es rápida. Me agradece, guarda el cuaderno en la mochila, la cierra y agarra a Ianchu del brazo, todo en el tiempo que le lleva al colectivero abrir la puerta. Los dejo subir primero. Después de pasar la SUBE me vuelve a agradecer.

Hay asiento para Ianchu. Ella se queda de pie al lado de él. Mientras apoya la mochila en el piso del colectivo, ya tiene el celular otra vez en la mano. Me pregunto quién le avisará cuando tengan que bajar.

28 Distraída

Confusión

Mi escritorio está a dos metros de la puerta de entrada. Al otro lado de la puerta hay un palier privado, mínimo, que da al ascensor. Por ahí no hay escalera. Oigo que el ascensor para en mi piso, se abre una puerta, se abre la otra y siguen varios segundos de silencio. Si no es mi hijo, la única persona que puede parar con el ascensor en mi piso es la portera, cuando viene a pasar una factura o un papel de la administración bajo la puerta. Mi hijo está en su pieza. La portera no se demora segundos largos.

Alguien trata de meter una llave en la cerradura. No puede. Otros segundos de vacío. Después, las puertas del ascensor se vuelven a cerrar y el ascensor se va para abajo.

No tarda mucho en volver. Lo mismo de antes: puertas que se abren, silencio. Esta vez me levanto y voy a mi puerta. Pregunto quién es, sin abrir.

—Perdón —dice una voz del otro lado—, no encuentro mi casa.

La mirilla me alcanza para ver que es una mujer de muchos años, pero no para reconocerla. Abro. Es la del quinto C. La saludo.

—Tiene que tomar el otro ascensor —le digo, como si ella no viviera acá desde que se inauguró el edificio, hace casi cincuenta años.

—No sé, tomé este —contesta—. Estoy confundida.

La del quinto C es baja, tranquila, habla suave, se mueve con precaución y dificultad. No se sobresalta cuando empieza a sonar la alarma del ascensor: su reflejo es empezar a irse de nuevo.

—Puede venir por acá —le digo—. Pasando mi cocina está el pasillo que va a su casa.

—Ah, bueno —dice, y se pone a cerrar las puertas del ascensor—. Gracias.

La dejo pasar, la guío a través de la cocina y el lavadero, abro la otra puerta y le muestro el paraíso del lado de atrás: el pasillo con la puerta del B, la escalera, el segundo ascensor y, justo frente a nosotros, la puerta del C.

—Ahí está su casa.

Me agradece otra vez y recorre el pasillo despacio, dudando. Espero a que meta la llave en la cerradura y, por fin, la cerradura se la acepte.

Pasa un día. Estoy otra vez en mi escritorio, y el ascensor se vuelve a parar en mi piso. El silencio es más largo que el de ayer. Me levanto y abro la puerta antes de que la del quinto C se vaya.

—Estoy confudida  Acá no es mi casa, ¿no?

—No. Tiene que tomar el otro ascensor.

—¿El otro ascensor?

Hace falta una estrategia diferente.

—La acompaño —digo—. Vamos a la planta baja y le muestro dónde está el otro ascensor, así puede ir a su casa.

—Gracias.

Mientras bajamos, se oye el ruido de los albañiles que trabajan remodelando la entrada del edificio. Algo se me ilumina en las telarañas de la cabeza: la planta baja del edificio está irreconocible; sacaron el piso, los revestimientos de las paredes, pusieron cosas en el techo. Hasta cuesta caminar, porque hay partes del piso con baldosas recién puestas. ¿Cómo no se va a confundir la del quinto C?

Salimos del ascensor. Los albañiles saludan amables y siguen en lo suyo. Guío a la mujer por el pasillo largo que lleva al ascensor de atrás, que no es visible hasta un paso antes de llegar. Se sorprende al verlo, la del quinto C.

—¿Este es el ascensor que tengo que tomar?

—Sí. La acompaño hasta arriba.

Lo llamamos. Viene. Subimos de nuevo al quinto piso. Cuando abro las puertas y la dejo pasar, la señora del quinto C da pasos cortos, con la llave en la mano, dudando. Señala la puerta de su propio departamento.

—¿Esta es mi casa?

—Sí, sí. Abra la puerta y ya está, ya llega.

—Tengo una confusión…

Otra vez, espero a que entre. Luego me meto en mi propia casa, por la puerta del lavadero, todavía seguro de dónde estoy, aterrado.

21 Confusión

Pelo

Me encuentro en el ascensor con la del octavo —la mayor, la que debe andar por los 85, la que oigo toser cada vez que baja o sube, y baja o sube muchas veces porque además de la hija con la que convive tiene otra a dos edificios de distancia y va y viene todo el tiempo, seguramente tosiéndole a la gente del otro edificio tanto como nos tose a los de acá—, que se mira al espejo y dice “Qué pelo tengo”. El pelo que tiene está teñido de rubio en partes, pero más que nada está parado, en punta, como caricatura de bruja que se hace pasar por rubia cuando es solamente canosa. La miro, dudo un momento —medio piso— y termino contestando “La agarró el viento”. No sé si la agarró el viento, porque siempre tiene el pelo así y me parece que el día está calmo; además, no venimos entrando sino saliendo, y el viento, que tal vez ni siquiera exista en este momento, no tuvo oportunidad de agarrarla. La cosa es que ella se da vuelta, me mira a mí, se inclina un poco como para verme más de costado, y remata “Usted también tiene el pelo feo”.

15 pelo