Categoría: cuento

La puerta

Mi placard tiene dos puertas corredizas. La de la izquierda no cierra. Es decir, está superpuesta con la puerta de la derecha, y por más que empujo no se mueve. Esto es un problema, porque necesito ropa que quedó encerrada atrás.

No veo nada que le esté trabando el paso: ningún cajón abierto, ninguna prenda atravesada. Los carriles por los que debería moverse están despejados y rectos. (Mejor dicho, el de abajo es un carril, mientras que el de arriba es más bien un canal. Igual, ambos están libres y en buenas condiciones.)

A la derecha de la puerta trabada queda una abertura estrecha, apenas suficiente para pasar los dedos. Aprovecho eso para agarrar la puerta de ambos bordes, levantarla un poco, y así sacarla de su sitio. La apoyo en el piso, o más bien la dejo caer, más que nada sorprendido por el peso. Después, mejor preparado, vuelvo a levantarla y con unos pocos pasos apurados la llevo frente a la ventana y la apoyo contra el vidrio. La ventana es el único lugar del dormitorio donde puedo ponerla sin repetir el problema inicial, es decir sin dejar encerrado algo que luego voy a necesitar.

La otra puerta, la derecha, se mueve sin problemas. Saco lo que necesito del placard, me cambio y voy al living. Unos minutos después me he olvidado del tema de la puerta, así que es una sorpresa cuando finalmente vuelvo al dormitorio, ya de noche, y al encender la luz me encuentro con que la puerta del placard está apoyada contra la ventana.

A la mañana siguiente, lunes, llamo a un carpintero. Se llama Ángel. Bajo a abrirle. Trae un escarbadiente entre los labios y una gorra azul. En cuanto entra al departamento saca un destornillador del bolsillo, y así armado me sigue hasta el dormitorio. Le muestro la puerta y le explico la situación, más o menos con las mismas palabras que usé por teléfono.

Ángel lo inspecciona todo y dice:

—Debe ser el chafitón.

Espero unos segundos, y como no agrega nada pregunto:

—¿Qué es el chafitón?

Ángel se inclina sobre la puerta y da un golpecito de destornillador en el borde izquierdo, a unos cinco centímetros de la base.

—Acá, ¿ve? —dice—. La esquina del montante. El barteño.

No sé de qué habla. No veo nada. Supongo que Ángel se da cuenta, porque guarda el destornillador y me mira. Levanta las manos y las pone en ángulo recto una contra otra, unidas por la punta de los dedos.

—El problema es el ángulo de encaje —dice—, así.

Y otra vez se da vuelta para enfrentar la puerta.

—Ajá —contesto.

—Voy a tener que llevármela —dice Ángel.

—¿No la puede arreglar acá? —pregunto.

—Ni hablar —dice, dándome la espalda—. Para esto se necesita la máquina.

No digo nada. Ángel levanta la puerta con toda facilidad y, caminando de costado, la lleva al living. La forma en que atraviesa las puertas del departamento, sin que la puerta del placard roce los marcos o el piso, indica que es un verdadero profesional.

—¿Llevará mucho tiempo? —pregunto en el camino.

—Llámeme pasado mañana —dice Ángel—. Miércoles, ¿no?

—Miércoles, sí. ¿Cuánto me va a salir? —pregunto mientras lo acompaño hasta el ascensor.

—Calcule unos cien pesos —responde—. Más o menos. Depende del acabado.

Abro las puertas del ascensor. Por un momento parece que la puerta del placard no va a caber en el ascensor, o que Ángel y puerta no van a entrar juntos, pero al final Ángel tiene éxito. La puerta queda medio en diagonal, entre la botonera del ascensor y la esquina opuesta, con Ángel oculto y apretado detrás. El problema ahora es que yo también tengo que bajar, para abrir la puerta del edificio, pero no queda lugar para mí. Tal vez estoy un poco gordo.

—Bajo yo —dice Ángel, la voz opacada—, y después baja usted a abrirme.

—¿Va a poder abrir las puertas del ascensor, en la planta baja? —pregunto.

—Yo me arreglo —dice Ángel—, no se preocupe.

Aprieto el botón de la plata baja (el ascensor es automático) y cierro las puertas. El ascensor desciende. Me quedo esperando. Al final oigo que se detiene, allá abajo. Durante unos segundos no pasa nada más, y me pregunto qué estará haciendo Ángel. Después suena un golpe fuerte, como de metal contra metal, y otro golpe más bajo. En el medio, una exclamación ahogada, un “¡ah!” o tal vez un “¡ag!”. Tras cuatro o cinco segundos más de puro silencio, se abre una de las puertas, y luego la otra. Siguen unos ruidos tenues, por lo que me doy cuenta de que Ángel está saliendo del ascensor, y luego el ruido de las puertas al ser cerradas.

Llamo al ascensor. Bajo. Encuentro a Ángel de pie junto a la salida del edificio, con la puerta de mi placard apoyada en la pared. Está terminando de envolverse la mano derecha con un pañuelo.

—¿Se lastimó? —pregunto.

—No es nada —dice Ángel, mientras sostiene una punta del pañuelo entre los dientes y hace un nudo con la otra punta en la mano izquierda.

Dudo un momento, con las llaves en la mano.

—¿Me abre? —pregunta Ángel.

No puedo dejar de mirar el pañuelo, en el que ahora aparece una mancha roja.

—Sí, claro —contesto.

Abro. Ángel levanta la puerta del placard y sale.

—Llámeme pasado mañana —dice, sin detenerse.

—De acuerdo —digo, mientras Ángel dobla a la derecha y se pierde de vista tras la pared—. Hasta luego. —Pero ya no sé si me oye.

Dos días después, miércoles, llamo a la carpintería a eso de las diez de la mañana. Me atiende una mujer.

—Carpintería del Ángel. Habla Maura.

—Buenos días —digo—. Con Ángel, por favor.

—¿Por qué asunto es?

Le explico.

—Un momento —dice. Oigo que apoya el tubo en alguna parte, y el ruido de una silla que se arrastra por el piso.

Espero. Hay una radio encendida, en la que dos personas hablan y se ríen sin parar. El sonido llega tan distorsionado que no entiendo una palabra. Por detrás se oye una sierra que corta madera. La sierra se interrumpe. La gente de la radio habla un poco más. La sierra vuelve a sonar.

La mujer levanta el tubo.

—Ángel no vino hoy —dice—. Por favor, llame mañana.

—Bueno, gracias —contesto.

Cortamos.

A la mañana siguiente, jueves, vuelvo a llamar. No contesta nadie. Insisto a la tarde, y tampoco.

El viernes estoy a punto de llamar otra vez cuando suena el teléfono. Es la mujer de la carpintería.

—Soy Maura, de la Carpintería del Ángel —dice—. Perdone que lo moleste. ¿Usted sabe algo de Ángel?

—¿Qué? —pregunto—. ¿Cómo si sé algo?

—Ángel desapareció —dice la mujer—. Lo estamos buscando por todas partes. Le ruego que si sabe algo de él nos avise.

Maura habla en susurros. No se oye la radio, ni tampoco la sierra.

—Por supuesto —le digo—, pero no sé si…

—Es un favor que le pido —interrumpe—. Usted sabe que su puerta es el último trabajo que hizo.

—¿Ya la arregló? —pregunto. Es un impulso del que me arrepiento enseguida. Pero no sé si la mujer me oye, o si me entiende.

—Llámenos, entonces —dice—. Y si no lo llamaré yo.

Cortamos.

El resto del día se deja ir sin novedades. El sábado a la mañana dudo mucho antes de llamar, así que al final llamo hacia las doce y media. No contesta nadie, pero tal vez sea porque ya han terminado de trabajar. O porque no trabajan los sábados.

El fin de semana pasa de a poco. Dos o tres veces tengo que mover la puerta que le queda al placard. Sigue andando bien.

El lunes a la mañana, en la carpintería, nadie contesta el teléfono. A la tarde tampoco. Ni el martes, ni el miércoles. Maura no vuelve a llamar.

El jueves a eso de las once, antes de salir, pruebo por última vez. Nada. La carpintería queda a unas diez cuadras de casa. Trato de caminar con lentitud, pero no lo consigo. Llego agitado.

La carpintería, desde afuera, se ve como un viejo galpón de paredes ennegrecidas. El frente está casi completamente cubierto por una persiana, que está cerrada. En la parte alta de la persiana hay unas letras medio despintadas: “CARPINTERIA”. No dice “del Ángel” ni ningún otro nombre. En la parte baja se superponen capas y capas de graffiti. La pequeña puerta del centro de la persiana tiene un candado que debe pesar dos kilos.

Pero a un lado de la persiana hay otra puerta, de madera. Está apenas entreabierta, así que veo unos centímetros de pared interna, pero no el interior del galpón. Al otro lado hay silencio.

Busco un timbre, pero no lo encuentro. Golpeo la puerta con los nudillos. Es de esa clase de puertas que casi no hace ruido cuando uno golpea, de manera que espero unos pocos segundos e insisto, esta vez dándole con la palma de la mano.

No sale nadie.

Miro a un lado y a otro de la calle. Está vacía. De todos modos, siento como si me estuvieran espiando desde cada una de las casas de enfrente cuando empujo la puerta un poco y me inclino a un lado para ver adentro.

El galpón parece vacío. Hay unas claraboyas por las que entra algo de luz, en la parte alta de la pared opuesta a la puerta, pero el lugar está oscuro y quieto. Empujo la puerta otro poco más. Asomo la cabeza al interior del galpón.

Es verdad, está vacío. El piso de cemento, sucio y desparejo, se extiende hasta la pared del fondo. Hay rastros de aserrín, pequeños montículos, huellas. La pared de mi lado tiene marcas más claras que dibujan una estructura de tabiques, muebles, algún cuadro, de lo que ahora no queda nada.

Pero allá lejos, en el fondo, está la puerta de mi placard. La pintura blanca se destaca contra la pared de ladrillo descubierto. En realidad no tengo cómo saber que es la puerta de mi placard y no otra puerta semejante, pero tiene que ser la mía, no me imagino otra puerta igual abandonada en este sitio.

Retrocedo un paso y vuelvo a mirar a los lados. La cuadra sigue vacía. Doy media vuelta y empiezo a estudiar las casas de enfrente, pero esto dura solo un instante porque me doy cuenta de que es una actitud culposa.

Es mi puerta, claro que es mi puerta. Estoy seguro. Y no hay nadie. Sé que va a ser muy trabajoso cargarla a lo largo de diez cuadras, pero no tengo otra cosa que hacer. Me pregunto si Ángel habrá llegado realmente a arreglarla.

Giro la cabeza a un lado, y con disimulo, de reojo, estudio una de las casas con jardín que hay al otro lado de la calle. Me parece ver movimiento detrás de una ventana, pero tal vez sean las cortinas llevadas por el aire. Tal vez sean mis propias pestañas.

Vuelvo a mirar al frente. Oigo el motor de un auto que viene por la otra cuadra, se acerca y pasa lentamente detrás de mí para volver a alejarse por el otro lado. Esto se está haciendo largo. No puedo seguir así mucho tiempo.

Levanto la mano, agarro el picaporte de la puerta medio abierta y tiro hasta dejarla más o menos como estaba cuando llegué.

Camino hasta la esquina en dirección a mi casa, espero que pase un colectivo y cruzo la calle. El viento me despeina. Otra vez hace frío en la ciudad.


Nota del 6 de julio: lo que sigue es un final diferente, escrito por Germán Machado:

«Vuelvo a mirar al frente. Oigo el motor de un auto que viene por la otra cuadra, se acerca y pasa lentamente detrás de mí para volver a alejarse por el otro lado. Esto se está haciendo largo. No puedo seguir así mucho tiempo.

Cuando salgo, hace frío y el viento me empuja hacia un costado y el otro, alternativamente. Pienso en eso del chafitón y del ángulo de encaje, y que aún me quedan diez cuadras por delante. Supongo que en un par de cuadras voy a entrar en calor.»

La invasión de las palomas gigantes

El lunes empieza sin mayores esperanzas, como suele ocurrir con los días, y va empeorando de a poco aunque nadie se ocupe de juzgarlo. A las seis de la tarde se esta yendo sin gloria, cuando aparecen las primeras aves. Son cuatro, mezcladas con los autos y la gente en la esquina de dos avenidas muy transitadas. Algunos creen que al principio son cinco, y que una se pierde rápidamente en el interior de una obra en construcción. Es posible. Pero las seguras son cuatro, y en algo tenemos que creer aunque no sirva para nada.

—Parecen palomas, pero de un metro de altura —dice alguien por televisión. La cámara enfoca una paloma gigante, que mira con la cabeza inclinada. Cuando el entrevistado termina su frase, la paloma corre hacia el camarógrafo y le picotea la entrepierna.

Dos aves atacan a un motociclista que se les va encima y lo hacen caer. La cuarta sube a un colectivo: el conductor escapa mientras la gente se amontona en la parte de atrás, peleando por bajar.

Parecen muchas más que cuatro porque son rápidas y cambian de lugar todo el tiempo. Y porque son gigantes. Una de ellas despliega esas alas enormes que tienen y levanta vuelo. Desde el balcón de un segundo piso se convierte en la imagen que el mundo reconocerá en el futuro, el ícono de este lunes, a través de una foto tomada desde un teléfono celular.

En este momento, si uno busca en Google “paloma gigante” encuentra trece mil resultados. Dentro de unos días serán más de seis millones.

Por la radio pasan otra canción sobre el amor perdido, que nadie quiere escuchar.

* * *

Tengo sesenta años y estoy parado en la puerta de un bazar, mirando lo que ocurre. Una paloma gigante pasa corriendo junto a mí y se mete en el local. Me doy vuelta para mirarla y tropiezo con una mujer de unos cincuenta años, labios finos pintados de rojo, pelo corto teñido de rubio, vestido azul brillante que le llega un poco por arriba de las rodillas. La mujer de azul me entrega un bate de béisbol y señala hacia la paloma.

—Haga algo —grita. Como ve que me quedo quieto, aclara: —Soy la dueña del bazar.

Por culpa de la sorpresa me encuentro con el bate en las manos antes de poder decir que no. Entro al local. La paloma gigante camina entre las estanterías llenas de platos y azucareras. Dos chicas de camisa blanca y pollera gris miran desde atrás de un mostrador. Agarro el bate con más fuerza y me acerco a la paloma, que sigue avanzando sin prestarme atención. Miro atrás: la dueña del local me alienta con un gesto de las manos.

El bate apenas cabe entre los saleros de porcelana y las fruteras de cristal. La paloma se mueve con libertad porque sabe menos que yo de lo que se rompe y lo que no, o no le importa. Movimientos de paloma: vaivén de la cabeza, mirada a un lado, mirada al otro, picoteo del piso. Pero todo gigante. Un metro de altura. Apoyo el bate en el hombro derecho y avanzo otro poco.

Suena música. Me permito mirar atrás por un instante y veo que son las vendedoras, que se han puesto a cantar a dúo, en voz baja, mientras golpetean con los dedos en el mostrador. Tal vez quieran alentarme, pienso.

La paloma se arrincona a sí misma entre una pared de copas y otra de cacerolas. ¿Se puede decir que me da la espalda? ¿O que veo su cola? ¿O que mira en dirección contraria a mí? Lo que corresponda. Levanto el bate, apenas por encima de la cabeza, y lo sostengo así, inmóvil, unos segundos. La paloma se da vuelta y me mira. Retrocedo un paso y me escondo a medias detrás de la punta de la góndola. La paloma empieza a acercarse.

La música de las vendedoras se está haciendo más intensa. Cantan sin palabras, golpean con ambas manos y con los pies. La dueña está unos metros detrás de mí, con los brazos en jarra (creo que es la primera vez que uso esta expresión). Por mi lado no cambia nada: sigo escondido tras la punta de la góndola. La paloma me mira.

Transcurre un compás de la música. Transcurre otro compás y medio. La paloma está por hacer alguna otra cosa, no puede quedarse tanto tiempo quieta, no es propio de un ave, ni siquiera si es gigante.

Siento que me quitan el bate de las manos. Es la dueña, que ha venido taconeando por el pasillo al ritmo de las vendedoras, sin que yo quisiera darme cuenta. Esgrime el bate a la manera de un profesional, como he visto hacerlo unas cuantas veces por televisión. La paloma arremete contra ella. La música se hace potente, feroz. Creo que hasta yo podría descargar un golpe mortal con esa música como respaldo. Por suerte no tengo que hacerlo. Cuando la paloma llega a la intersección de las góndolas, la mujer mueve el bate con todas sus fuerzas y se lo estrella en el costado de la cabeza. La paloma cae sin hacer ruido.

Fin de la música. Las vendedoras vitorean y aplauden. Yo miro hacia otro lado, aunque me parece que no queda ningún lado al que se pueda mirar.

Ni un solo vaso ha sido herido en la ejecución de esta escena.

* * *

Hacia las ocho de la noche las palomas gigantes están muertas, en el pavimento, en la estación de subte (donde fue a parar la misma del colectivo, obviamente especializada en medios de transporte) y en el bazar. La policía trata de mostrar que está a cargo de la situación: pone vallas, dirige el tránsito, se niega a responder preguntas. La televisión sigue entrevistando gente (otro camarógrafo). La gente solo habla de esto, pero se puede decir que el barrio ha quedado en calma. Durante varias horas no pasa nada más.

De madrugada, los diarios impresos presentan la noticia en primera plana, pero en un lugar secundario. No es lo más importante que tienen para decir. “Cuatro palomas gigantes en la ciudad”, titula uno. Y otro, con espíritu sensacionalista: “Cinco palomas gigantes en la ciudad”. Al amanecer, cuando todavía los están distribuyendo, esos diarios ya son irremediablemente viejos.

Es que, para entonces, en la ciudad hay muchos cientos de palomas gigantes.

* * *

Tengo diez años y miro hacia afuera por la ventana de mi cuarto. Soy tan chico que todavía no sé lo que no sé, y si puedo decir esto es porque alguien lo escribe por mí, no soy realmente yo quien está detrás de estas palabras sino un intermediario que editorializa y cambia el sentido de las cosas.

Miro hacia afuera por la ventana de mi cuarto. Es temprano. Me acabo de levantar y viene la hora de ir a la escuela. Miércoles. El pasto está oscuro, casi como de noche, y en cambio el árbol está iluminado por el sol. Una paloma gigante viene volando y aterriza en medio del jardín. Que yo sepa es la primera del barrio, sino no habría clases. La cabeza le llega a la altura de las rosas. Oigo que mamá dice algo desde la cocina, pero no entiendo las palabras. Enseguida viene otra paloma, y después otra más, y otras dos. Son agresivas las palomas, no sé si ya me di cuenta o es el escritor quien lo dice, así que se picotean unas a otras, se marcan espacios y jerarquías. Paloma Número Uno tiene derecho a picotear la mejor tierra. Pero Paloma Número Cinco mira desde las baldosas, donde no hay nada.

Me siento en la cama y me pongo las zapatillas apurado. Ahora mamá habla más fuerte que antes, pero no creo que me esté llamando, más bien parece que le dice algo a papá. Tendría que ir a la cocina, pero en cambio vuelvo a mirar por la ventana.

Entonces vienen las palomas número seis a número cien. O algo semejante, no las puedo contar. Cien palomas gigantes en el jardín ya no caben, ya no pueden determinar jerarquías ni numerarse con prolijidad. ¿A quién le toca ser Paloma Número Setenta Y Tres? Se enciman, se aletean, se patalean. Las más fuertes quedan en una capa superior, haciendo equilibrio en los lomos y cabezas de las más débiles.

Hasta que llegan las palomas número ciento uno a número ochocientos. No sé cuántas, en realidad. Lo que sé, y esto apenas lo pienso pero me sorprende, es que puedo oír a mamá a través del ruido de las palomas. Así que está gritando.

Claro, hasta ahora no dije nada del ruido. Tendría que haber dicho, porque además de agresivas, las palomas gigantes son ruidosas, y más cuando hay mil quinientas, tres mil, peleando por el espacio. Los aleteos, los golpes, las caídas son nada: el rugido es lo peor. Como el mar. Cada paloma gigante ruge a la manera de una gota, pero la suma de gotas forma esas olas que destruyen murallas.

Ya no es solo que están unas sobre otras, ni unas sobre otras sobre otras sobre otras. Ocupan todo el espacio en tres dimensiones, se convierten en un líquido, un líquido viscoso que de a poco va llenando el recipiente del jardín hasta derramarse por encima de las paredes a los otros jardines. Cómo van a protestar los vecinos cuando se enteren.

Ahora no oigo a mamá. Tendría que haber ido a la cocina mientras su voz me abría paso. Pienso: ya voy, enseguida. Pero tengo que mirar la ola de palomas gigantes que ruedan sobre sí mismas, que a fuerza de derrame y rugido llega a mi ventana, golpea el vidrio…

Mamá, la ola está de mi lado.

Doy un paso atrás, y para que vean que me muevo rápido les cuento que sigo dando pasos atrás hasta golpearme contra el placard. Apuesto que ustedes no hubieran podido hacerlo. Igual no alcanza. La ola, líquida y profunda como es, me encuentra y me lleva consigo.

* * *

No vienen de ningún lado. Nadie ve de dónde vienen. No se sabe ni se sabrá. Lo lamento.

* * *

La cámara, montada en un helicóptero, muestra el océano de palomas gigantes que está cubriendo la ciudad. Algunos edificios sobresalen como islas puntiagudas. El color es gris, y es también rojo. El reportero grita por sobre el ruido del helicóptero, tratando de aportar algo a lo que se ve, sin lograrlo: “asombroso”, “terrorífico”, “inexplicable”, todo así.

El piloto del helicóptero tarda demasiado en comprender que lo que hay delante no es una nube. Quedan palomas gigantes por llegar, por descubrir, por mostrar.

La transmisión interrumpida, emitida en directo, se convierte en el video más visto del día en YouTube.

* * *

Tengo treinta años y estoy soñando con lo que haré de mi vida, como siempre. La paloma gigante me acompaña en el cuarto. La dejé entrar por capricho, por ir en contra de esa urgencia terrible que mostraba la televisión, la urgencia de patearlas, dispararles, cortarles la cabeza, matarlas o morir.

Todavía digo “mi cuarto”, pero no, es mi casa. Mi departamento de un ambiente. Vivo solo desde hace poco. Aquí mi cuarto lo es todo. Tengo kitchenette y baño. Y ahora, una paloma gigante.

Le hablo a mi paloma.

—Me gustaría tanto arreglar las cosas —le digo—. ¿Podemos cooperar?

La paloma camina como todas las palomas, con ese movimiento de cabeza ridículo que el tamaño excesivo convierte casi en monumental. Aunque también puede decirse que lo monumental siempre acaba convertido en ridículo. No contesta, claro, porque las palomas no hablan, ni siquiera esta.

—Es evidente que ustedes tampoco controlan la situación —le digo—, porque se mueren tanto como nos matan a nosotros. Pero la televisión las trata como el enemigo, los tweets también, mis amigos en Facebook solo piensan en destrozarlas, en vez de entender que ustedes y nosotros estamos juntos en el mismo problema.

La paloma gira la cabeza y me mira, con el cuello torcido, sin mover el cuerpo. Tal vez me entienda.

Este es el momento clave, estoy seguro. Ahora es cuando encuentro el sentido de todo, el objeto de mis búsquedas, la razón para el estudio y la reflexión. Sé que nadie en la ciudad piensa en las palomas como pienso yo. Nadie en esta ciudad imbécil, suicida, ciega. Solo yo, sin nadie que me oiga salvo el ave de ojos redondos que comparte mi espacio.

—Dame una señal, paloma —le digo—. Un gesto. ¿Te das cuenta de que estamos en el mismo lado del problema? ¿Te das cuenta de que debemos encontrar una solución?

Si hay una señal no la distingo. La paloma vuelve a caminar en torno al cuarto. De pie sobre una silla, le dejo todo el espacio posible.

Tengo la ventana cerrada, así que no puedo ver lo que ocurre afuera. No hace falta, lo vi hace un rato y no puede haber cambiado tanto. Mi paloma y yo estamos a salvo aquí, lo sepa ella o no lo sepa, y tengo que aprovechar el rato que nos queda para salvar el mundo.

—Paloma —le digo—, tenemos que pensar juntos. Ahí afuera no hay lugar para la razón. A esta altura nadie, paloma o persona, puede hacer otra cosa que morir del modo en que estpa muriendo. Tenemos la oportunidad, vos y yo, juntos, de lograr algo distinto. ¿Me estás escuchando?

La paloma despliega las alas y vuelca la taza de té que había sobre la mesa.

* * *

El viernes, a cuatro días de la llegada de las palomas, no se reciben señales de la ciudad. Nadie contesta teléfonos ni aparece en Internet. Desde la distancia (por ejemplo, desde un satélite en órbita baja o desde un avión en vuelo alto) se ve que algunas palomas todavía están en movimiento. Pero no personas. Ya no llegan palomas nuevas, parece que se acabaron.

Todas las palomas gigantes se han concentrado aquí. Las únicas que hay en el resto del mundo son las que se han llevado militares extranjeros para estudiarlas. La población de la Tierra respira con cierto alivio, pensando que la invasión ya no se va a extender, aunque nadie puede estar seguro de que no se reinicie en otro lado.

Al amanecer del día siguiente, el sol que nos queda se sigue alejando, como si nada.

La calle angosta

La calle se hace cada vez más angosta. Es de noche. El empedrado se va convirtiendo en escalera. Las ventanas de un lado se van asomando a las ventanas del otro. Los techos se inclinan, los balcones se tocan. Unos pasos más atrás, si extendía los brazos, tocaba las paredes enfrentadas con la punta de los dedos. Ahora las toco con los codos. Sobre mí, la luna menguante apenas encuentra lugar para asomarse. No puedo volver atrás, porque atrás estoy yo esperándome a mí mismo.

Enseguida rozo las paredes con los hombros. Me pongo de costado y avanzo otro metro hasta chocar con el límite. No puedo ir más allá, aunque la calle continúa angostándose hasta alcanzar la abstracción geométrica. Paso la mano por la pared. El dedo índice toca un hueco blando, escarba, lo convierte en agujero. Meto el puño entero, empujo hacia arriba para hacer un surco en los ladrillos. Agrego la otra mano, y entre las dos hago que la pared se abra. Entro.

Al otro lado está oscuro. Huele a pasto recién cortado. El piso es pegajoso, parece barro. Camino con las manos delante de mí, arrastrando los pies. Las botas hacen un ruido mitad raspado y mitad succión. De vez en cuando tropiezo con una roca y tengo que dar un rodeo. Los ojos se me acostumbran a la oscuridad, y veo una claridad tenue en el barro del suelo, como el reflejo de luces que vinieran de arriba. Pero arriba está negro, no hay nada. La luna quedó atrapada en la calle angosta. Sigo andando.

Se oye una música lejana, un tambor y notas largas como de violín. Las notas van cambiando siempre, sin repeticiones. Los pies se me acomodan solos al ritmo del tambor, y mi andar en la oscuridad se va convirtiendo en una danza. La dirección de la que proviene la música va cambiando. A veces parece estar adelante, a veces a un lado, a veces arriba.

Ahora hace calor. Antes, en la calle, estaba fresco. Ahora no, el aire está inmóvil y me cae el sudor por la cara. El calor proviene de la derecha, pero sin luz no puedo ver qué lo provoca. Pienso en alejarme de él, dejarlo a mi espalda, pero no quiero cambiar de dirección.

Entonces toco el techo con la cabeza. Va en bajada, así que si sigo caminando tendré que inclinarme. Tanteo alrededor con las manos: el techo baja en todas las direcciones. También hacia atrás. De manera que sigo en la misma dirección que antes, pero ahora, en vez de llevar las manos extendidas ante mí las arrastro por el techo.

La fuente de calor empieza a quedar atrás. O tal vez estoy girando y no me doy cuenta.

Se me ocurre, por primera vez, que no vale la pena seguir andando. No me detengo, pero pienso que en lugar de arrastrar los pies e inclinarme cada vez más según la pendiente del techo podría sentarme a descansar. Tal vez seguiría la música con la punta de un pie, pero por lo demás relajaría los músculos. Apoyaría las manos en el suelo, detrás de mí, hundiría la cabeza entre los hombros y cerraría los ojos. Es tentador, y sin embargo no me atrevo.

El olor a pasto cortado se ha ido convirtiendo en flores viejas, o algo dulce y moribundo. Ahora ando tan inclinado que la cabeza me queda a la altura del ombligo. Me pongo de rodillas y sigo avanzando, sin perder el ritmo. Siento el barro que se me pega en las manos, formando una capa cada vez más gruesa. Rodeo otra roca. Aunque el barro es blando y tengo pantalones, las rodillas me duelen.

El techo me vuelve a rozar la cabeza. La bajo, avanzo un poco más. El techo me roza la espalda.

Hay un cambio en la temperatura y en los ecos de la música. Algo ha cambiado por encima de mí. Me detengo y tanteo en busca del techo. Ya no está. Me pongo de pie y muevo las manos a mi alrededor. Estoy dentro de un tubo vertical apenas más ancho que mis hombros. Frente a mí, en la pared del tubo, hay peldaños.

Me limpio las manos en la pared y en la ropa. Empiezo a subir. La música se queda abajo, cada vez más tenue, de manera que ya no puedo seguir el ritmo. Los peldaños son rugosos, ásperos, y están muy poco separados entre sí. Tengo que saltear la mayoría.

El olor dulce va en aumento.

Ahora sí me gustaría sentarme. Acostarme incluso. Pero para eso tengo que salir del tubo, y no puedo volver a bajar porque allá bajo estoy yo mismo, esperándome. Sigo subiendo.

Mi cabeza choca contra algo que cede, como una membrana. Empujo con la mano y cede más. Apoyo la espalda en la pared del tubo, afirmo los pies en un peldaño y empujo con ambas manos. La membrana estalla.

La luz me enceguece. El ruido me asalta hasta casi hacerme caer. Tengo que cerrar los ojos con fuerza. Los aflojo muy de a poco, encandilado por el rojo de los párpados, hasta que consigo entreabrirlos. Cada tanto hay una sombra momentánea, como un parpadeo que no fuera mío, acompañada por un crecimiento feroz del ruido. Apenas capaz de ver, subo unos centímetros más y asomo la cabeza a la claridad.

El tubo desemboca en medio de una avenida. Los autos van a mucha velocidad. La mayoría me esquiva, pero de vez en cuando uno pasa justo sobre mí. A unos metros, a la izquierda, está la vereda. Un perro suelto se detiene a mi altura y me mira.

Es primavera. Los árboles están cubiertos de flores azules.

Estudio el ritmo de los autos, y no le encuentro razón. Espero mucho tiempo, mientras el miedo a los autos empieza a ceder. No tengo otro camino, porque allá abajo me sigo esperando. Hay un hueco en el tránsito. Apoyo las manos en el pavimento, salgo del tubo rodando, me pongo de pie y corro a dejarme caer en la vereda. El perro me lame la cara.

Ahora tengo que empezar todo de vuelta.

Meteorito

El meteorito cae allá lejos, entre las montañas. Es de día, así que no hay espectáculo de luces. El ruido del choque tal vez llegue como un resto apagado, un rato más tarde, pero no se lo distingue entre los ruidos usuales. A las vacas y los pájaros, unicos testigos, nada de esto les importa.

Once años más tarde hay una vibración, como si un tren subterráneo pasara por debajo del campo donde otras vacas, herederas y derechohabientes de las anteriores, siguen sin preocuparse. Los pájaros se inquietan un poco, apenas. La vibración se repite, a la misma hora, el día siguiente. Y el otro día también.

Veintidós años después de la caída del meterorito se abren hoyos circulares en el suelo. Si las vacas supieran de medidas, verían que hay un hoyo cada ciento veintiún metros, y que si se los uniera con líneas se formaría un cuadriculado. Cada hoyo tiene once centímetros de diámetro. El interior de los hoyos se ve negro. Si los pájaros tuvieran interés en ciertas cuestiones, sabrían que las medidas indican un origen humano.

A los treinta y tres años del primer evento, los hoyos que no han sido cubiertos por una cosa u otra se cierran. Algo que viene desde abajo los clausura. A los pájaros esto no les cambia nada. Las vacas pueden andar más tranquilas, pero ni siquiera se dan cuenta.

A los cuarenta y cuatro años no pasa nada.

A los cincuenta y cinco años hay una tormenta eléctrica como nunca se ha visto en la región. Los rayos duran once minutos. En ese tiempo cae exactamente un rayo en todos y cada uno de los sitios donde antes había hoyos. Algunas vacas y algunos pájaros sufren heridas.

A los sesenta y seis años se firma un tratado de paz.

La mosca

A mitad de la tarde el hombre sigue caminando junto a las vías abandonadas. Pasa un árbol, una casa, otro árbol. Dos perros se acercan a olerlo, se decepcionan y siguen viaje. El sol hace brillar las gotas de sudor que le cubren la frente. Una nube blanca, último resto de la tormenta de ayer, avanza con él a su derecha. De vez en cuando, el hombre camina entre las vías buscando un paso que coincida con el ritmo regular de los durmientes, pero su música es otra y tiene que volver al costado, a los yuyos que crecen de la grava.

Otra gente no hay.

Desde hace horas lo acompaña una mosca. La mosca revolotea a su alrededor, recorriendo una distancia muchas veces más grande que los pasos de él. Se entretiene entre sus pies, le rodea la cintura, aterriza en un hombro, parece inspeccionar la forma en que el sudor de la frente amenaza atravesar las cejas en dirección a los ojos. Desaparece de la vista para volver unos metros más allá. Si el hombre aún no se cansa, la mosca se cansa todavía menos.

La última casa se habrá perdido de vista ya a espaldas del hombre, que no mira hacia atrás. Los árboles, en cambio, van creciendo en número y en confianza, hasta llegar a pocos metros de las vías. Hasta hace un rato, todos los árboles quedaban al otro lado de las alambradas. Ahora hay alguno, cada tanto, que no tiene dueño.

La mosca no deja de volar, siempre en silencio. Se podría decir que no pide nada, pero su presencia es demandante: hay que mirarla, y si uno no la mira igual la ve. Y aunque ni siquiera la oiga se da cuenta del movimiento velocísimo de las alas, de los infinitos cambios de rumbo, de la obstinación.

El hombre se seca la frente con la manga, y así se da cuenta de que se acerca el momento de detenerse a descansar a la sombra. Ahora que empezó la lucha contra el sudor, no se puede esperar al anochecer.

El siguiente árbol no se ha refugiado del lado de los dueños del campo. Ahí está, tronco, raíz gruesa al aire, copa primaveral. El hombre se detiene, gira noventa grados, baja al pie del terraplén y camina en diagonal hacia el lugar de la sombra. La mosca va con él.

El hombre aspira hondo. Se inclina hacia el tronco, apoya el antebrazo en la corteza y la cabeza en el antebrazo. La mosca da una vuelta al árbol. El hombre se dobla por la cintura, empieza a plegar las piernas y mientras gira el cuerpo se deja resbalar hacia abajo hasta apoyar las nalgas en la tierra y la espalda en el tronco. Cierra los ojos, mira el interior oscuro en dirección a las cejas como si estuviera por dormirse.

La mosca se le posa en la nariz.

El hombre abre los ojos.

La mosca levanta vuelo y gira en círculo frente a él.

Sin pensar, el hombre levanta las manos y se prepara para aplastar la mosca de un solo aplauso. Y es sin pensar porque podía haberlo hecho tantas veces en las últimas horas. No estuvo esperando el momento oportuno. No estuvo calculando posibilidades ni estudiando los movimientos de la mosca. Nada. Sólo que ahora, sentado, sin otra cosa que hacer más que juntar fuerzas para seguir caminando, las manos se le acomodan solas en el aire. Y da el golpe.

Uno solo es suficiente.

El hombre deja las manos unidas, ahora que se da cuenta de lo que ha hecho. Es como si otra capa de soledad cayera sobre él. Ahora, lo único que puede hacer es separar las palmas, frotarlas una contra otra y luego contra el pantalón. Y conseguir otra mosca en alguna parte. Pero no, las palmas siguen unidas un segundo de más, y otro, y tal vez un minuto entero.

Entonces el hombre siente un hormigueo en la mano derecha. Dentro de la mano. El hormigueo sube por el dedo mayor, vuelve a bajar, recorre el lado opuesto al pulgar, alcanza la muñeca y empieza a recorrer el antebrazo. Como la mosca, el hormigueo no es rectilíneo, va y viene, da vueltas, parece siempre arrepentido. Pero, como la mosca, termina avanzando. Ahora alcanza la altura del codo.

No es hormigueo, es revoloteo.

El hombre separa las manos. No hay rastros de la mosca. El hombre se pone de pie y sacude el brazo con fuerza. El revoloteo desciende otra vez hacia la muñeca, pero ahora que ha aprendido el camino no le lleva más que un momento alcanzar otra vez el codo y seguir trapando.

Como si el hombre fuera hueco, el revoloteo recorre el lado interno de los bíceps, se detiene por dentro de la axila, entra al tórax. El hombre se sacude, se rasca, se golpea. El revoloteo le atraviesa el corazón y llega al otro brazo, vuelve atrás, le hace cosquillas por debajo de la piel de la espalda, llega al riñón derecho.

El hombre se echa al piso, gira sobre sí mismo a un lado y a otro. Nada cambia. La mosca, si es que es ella, no puede marearse. La mosca puede girar toda la vida y no darse cuenta.

Mientras el revoloteo le recorre el estómago y el esternón, el hombre queda boca arriba, brazos a los costados. Echa la cabeza hacia atrás, separando el cuello del suelo. Llena los pulmones de aire. Grita.

Y grita, y sigue gritando.

El revoloteo, la mosca, sube y baja con rapidez, como buscando una salida, hasta que encuentra la garganta. El grito se interrumpe. El hombre tose.

La siente. Es la mosca, y está atrapada entre la lengua y el paladar. Se agita, mueve las alas. El hombre gira la cara a un lado y escupe.

La mosca choca contra una hoja seca que ha caído del árbol, da vueltas sobre sí misma como hizo el hombre hace un momento, y levanta vuelo. El hombre todavía no puede levantarse. Aprieta los labios y la mira mientras va y viene, va y viene, va y viene.

La pregunta maldita

Alguien trepa por la fachada del edificio de enfrente. No tiene cuerdas ni arneses ni herramientas. En este momento va por el segundo piso. Usa las puntas de los dedos, las puntas de los pies. Se pega a la pared como insecto, estira un brazo, levanta una pierna y se iza a sí mismo como un espárrago que escapa del agua caliente.

Lo miro desde mi balcón, en el quinto piso. También lo miran varias personas que están en la vereda de enfrente, más o menos bajo el sitio donde el escalador busca otro punto de apoyo para seguir subiendo.

Se va a caer, es lo que pienso. Se va a caer y se va a romper las piernas, o se va a perforar los pulmones con todas y cada una de las costillas. Pienso si la gente de abajo reaccionará a tiempo para escapar del golpe, y se me ocurre que sí, siempre que todos estén atentos.

Es de día. La avenida está llena de autos. El policía de la esquina también debe estar mirando, al menos de a ratos porque no deja de tocar el silbato a quienes quieren estacionar frente al banco. Esto no asegura que lo que hace el escalador sea legal, pero al menos queda legitimado. Como el malabarista de la otra esquina. Me pregunto si él también pedirá limosnas cuando termine su hazaña.

El hombre que trepa lleva un casco anaranjado, un mameluco color gris ratón medio azulado, y zapatillas rojas. Podría ser un obrero de la construcción, si es que los obreros de la construcción visten así. Sube por una pared angosta entre dos columnas de balcones. No usa los balcones para trepar, aunque sí las ventanitas opacas que ocupan el centro de la pared y que seguramente dan al baño de cada piso. Las bases de las ventanitas son lugares excelentes para un pie, o eso me hace creer el escalador, y los topes de las ventanitas tienen la medida justa para calzar la punta de los dedos de una mano convertidos en garfios.

El escalador tantea la pared con el pie derecho y calza la zapatilla en una muesca de la pared que un momento antes parecía una mancha oscura. ¿Cuál es su objetivo? Es más que llegar al tercer piso, cosa que acaba de lograr y todavía sigue subiendo. ¿Querrá subir hasta la azotea, por encima del piso once? No estoy seguro. Me imagino que lo que busca es alcanzar cierto balcón de cierto piso, para abrir la ventana desde afuera o romper el vidrio, y entrar a una casa a la que es imposible acceder de otra manera. ¿Será un cerrajero que sólo está dispuesto a violar una cerradura desde adentro? ¿Será el amante de alguien que viene a rescatar a su amada? ¿Será un dueño de casa que perdió las llaves y tiene una puerta de seguridad tan buena que nunca, pero nunca más, va a poder abrirla?

El trepador es hábil, es rápido, se lo ve firme. Ya va por el cuarto piso. Sólo verlo me hace temblar las rodillas. Ahora sí que tiene prohibido caerse, aunque sea por el bien de quienes presenciamos su peligro. Los de abajo señalan y hablan fuerte, lo suficiente para que yo oiga sus voces pero no para entender lo que dicen.

Los curiosos no son siempre los mismos: al principio había una mujer con su hija pequeña de la mano, y ahora ya no están. Supongo que una buena madre debe evitar a sus hijos la lección contundente de ver cómo alguien se rompe la cabeza a pesar de llevar casco. En lugar de las dos hay un viejo que se venía acercando lentamente, y que ahora se apoya con ambas manos en el bastón, curva la espalda de costado y con un movimiento en tirabuzón levanta la cara hacia el lado izquierdo para mirar de reojo hacia arriba. Se me ocurre que, si el trepador cae, el viejo será el único que no podrá alejarse a tiempo.

Los conductores de autos a veces disminuyen la velocidad para enterarse de lo que pasa, si es que llegan a ver al hombre de mameluco. Tampoco deben verlo los que vienen atrás y, con la impaciencia aprendida en las calles, tocan bocina de inmediato.

Pero todo esto apenas lo veo, porque tengo la vista fija en el hombre que trepa. Me pican los ojos de no parpadear. Estoy como hipnotizado. Sostengo al escalador con la mirada. Si desvío los ojos se va a equivocar, se le va a cansar un dedo, va a confundir una mancha con un soporte, y entonces…

Suena el teléfono, mi teléfono, en el living, al otro lado de la ventana abierta que está a mi espalda. No voy a atender, por supuesto, ahora no, pero el timbrazo me sobresalta lo suficiente como para distraerme un segundo. Doy vuelta la cabeza, y enseguida, de veras enseguida, instantáneamente, como en un rebote, vuelvo a mirar al frente. Pero ese instante, menos de un segundo, ha sido suficiente. El escalador ya no está.

No ha tenido tiempo de entrar a un departamento, estaba lejos del siguiente balcón y no hay señales de que haya abierto alguna ventana o roto algún vidrio. Tampoco ha caído, porque no lo veo deshecho sobre las baldosas.

El teléfono sigue sonando. La gente de abajo se empieza a dispersar con lentitud. Están todos tranquilos, como si no hubiera pasado nada. Ahora mismo yo podría bajar y preguntarles, si llego a encontrar a alguno cerca. Pero no, para cuando venga el ascensor y me lleve a la planta baja, para cuando yo salga a la calle y cruce la avenida, todos los testigos estarán lejos. Y además debería decidirme ya mismo, en vez de acercarme un poco más a la reja del balcón e inclinarme hacia adelante como si así pudiera distinguir algo, como si el hombre de casco, en vez de desaparecer, se hubiera hecho pequeño y yo pudiera verlo desde veinte centímetros más cerca, escondido en una de las ventanitas o camuflado entre las irregularidades de la pared.

Aflojo los puños. Me froto los ojos. El teléfono se cansa de sonar. Pero el policía no se cansa de su silbato. El viejo acaba de acomodar la espalda mientras da otro paso en dirección al malabarista que repite su acto treinta metros más allá.

Arriba, la pared sigue llena de ventanitas y vacía de hombres de mameluco. Y entonces se me ocurre la pregunta maldita, la de siempre, como cada día de mi vida.

Jimmy y Colleen irrumpen en el show de Stan Star & The Overheated

A las doce en punto de la noche, Jimmy y Colleen se abrieron paso como pudieron hasta la última puerta que llevaba al escenario. Hasta ellos llegaba el estruendo de la música de Stan Star & The Overheated, que hacía vibrar el piso y las paredes. A su alrededor se amontonaba un sinfín de managers, asistentes, hombres de seguridad, groupies y demás integrantes de la fauna que rodea a las bandas exitosas. Tras ellos, a los tropezones, venía el reportero del Daily Views, dos policías, el padre de Colleen, seis perros afganos y la bruja de Charlotte, que por alguna razón los seguía a todas partes.

A todo esto, la actividad solar seguía en aumento. En el lado diurno de la Tierra regiones enteras se declaraban en emergencia, mientras el amanecer llevaba en su avance una ola de tormentas, cortes en las comunicaciones y otros desastres. Una sonda posada en Mercurio, achicharrada por el creciento flujo electromagnético, dejaba de transmitir.

A pesar de los esfuerzos del personal de seguridad para protegerla, la puerta cedió a la presión de tanta gente que empujaba, y de pronto Jimmy y Colleen se encontraron en el extremo izquierdo del escenario. Todo era un caos, como solía suceder en los shows de Stan Star, pero peor que de costumbre. Mientras la música seguía a todo volumen y las luces se desorbitaban para crear efectos cada vez más espeluznantes, un técnico luchaba contra una gigantesca máquina de humo que no quería dejar de arrojar su nube blanca sobre el bajista. En una fila continua, los fans trepaban a los parlantes y desde allí se echaban de cabeza sobre la multitud. Alguien se balanceaba de aquí para allá en una cuerda que colgaba de las alturas, y a cada vuelta, con los pies por delante, hacía una nueva perforación en la enorme pantalla que cubría la parte posterior del escenario. El propio Stan Star, con el soporte del micrófono entre las piernas y el micrófono aferrado con los pies, giraba sobre sí mismo en el piso y cantaba “One step closer to hell” con su característico aullido rasposo.

Más allá, la multitud que colmaba el estadio saltaba, arrojaba gorras y zapatillas al aire, gritaba en sintonía con Stan Star y se dejaba atravesar por los focos de luz ardiente como si fueran rayos X.

A pocos pasos de Colleen, la cantante de coros, que venía agitando su melena roja y saltando sobre un pie como si bajo ella el infierno estuviera realmente cerca, se quedó inmóvil de pronto, y empezó a caer hacia adelante. Alguien alcanzó a atraparla antes de que golpeara el suelo, y entre dos la arrastraron fuera de la vista de la multitud.

Colleen, que no había dejado de correr, descubrió que la inercia la llevaba al puesto que había ocupado la cantante de coros, y se encontró imprevistamente bajo un foco azul que le iluminaba la cara. Siguiendo un impulso, acercó la boca al micrófono y se puso a cantar, apenas un instante después de que la verdadera cantante abandonara su misión.

Desde mucho antes de su investigación actual, antes de que los acontecimientos la trajeran a este improbable lugar, Colleen era fan de Stan Star. Sabía todas las canciones de memoria. De manera que no le costó nada asumir el rol, y pareció que nadie de la banda se daba cuenta.

Mientras tanto, Jimmy se echó a un lado de la puerta que acababan de atravesar y sacó el Control del bolsillo trasero del pantalón. Lo encendió, desplegó la antena y lo empezó a apuntar a los integrantes de la banda, uno tras otro.

El reportero del Daily Views le dio una trompada a uno de los policías, que intentaba arrebatarle el teléfono móvil. El otro policía saltó sobre el padre de Colleen para impedirle que entrara al escenario, y los diversos empleados de la banda luchaban por mostrar que tenían las cosas bajo control, aunque ni ahora ni nunca eso hubiera sido cierto. Los perros afganos iban detrás de los fans que trepaban a los parlantes; tal vez les ladraran, tal vez los mordieran, pero el nivel de ruido y adrenalina impedían que alguien se diera cuenta. La bruja de Charlotte, que esquivaba todo con notable habilidad, estiró una mano en dirección a Colleen, pero como estaba a varios metros de distancia no tenía la más mínima posibilidad de alcanzarla.

Lejos del estadio, todos los canales de televisión y los sitios de noticias mostraban la ola gigante que se acercaba a París, por sobre la tradicional campiña francesa. En esa región acababa de amanecer., con lo que el agua de la ola adquiría una tonalidad casi pasional Lo más espectacular era el video en directo de un avión de acrobacias, cuyo piloto maniobraba enloquecidamente entre los techos de las casas, donde a veces era posible distinguir la cara desesperada de un granjero, y la cima de la ola, que a doscientos metros de altura avanzaba sin que nada la pudiera detener.

La canción terminó, y casi sin pausa empezó a sonar “Let’s go down below”. Stan Star, ahora de pie, corría de un lado al otro. Colleen, más segura en su nuevo rol de cantante, se puso a bailar como para que nadie se extrañara tanto de verla allí.

Jimmy, acurrucado en un rincón, terminó de chequear al tecladista, a los dos guitarristas y al baterista. Entonces apuntó el Control a Stan. Colleen, que lo miraba de reojo, quiso decirle que no, que Stan Star no podía ser quien buscaban, ¡justo él!, pero entonces notó que Jimmy se quedaba tieso y levantaba la mirada con horror.

Colleen miró hacia Stan Star. En la tela de su camisa negra, en medio de su espalda, había aparecido un agujero, y de allí salía una nubecilla de humo rojo, que contrastaba salvajemente con el humo blanco de la máquina descarriada. Colleen gritó, pero no porque la canción lo exigiera.

El reportero del Daily Views, que había logrado librarse del policía, empezó a sacar fotos con su teléfono. El flash, que en realidad era apenas distinguible en medio de las luces del show, pareció enfurecer a Stan Star. O tal vez fuera otra cosa. La cuestión es que Stan arrojó el micrófono por el aire y saltó en dirección al reportero. El reportero retrocedió un paso, con lo que fue a dar contra el padre de Colleen, que repartía puñetazos a un lado y al otro y exigía a los gritos que le devolvieran a su hija, aunque nadie pudiera oírlo en medio del estruendo. Charlotte, aún de pie, seguía señalando a Colleen, pero ahora miraba en dirección al público, como si temiera que algo fuera a pasar.

Ni Colleen ni su padre, ni Jimmy ni el reportero, ni los perros afganos, tenían forma de saber que, justo en ese instante, la primera bomba nuclear destruía Ciudad del Cabo. Otros misiles atravesaban océanos, llanuras y cordilleras en una trama siniestra que en cuestión de horas se cobraría millones de vidas.

Ahora también salían nubes de humo rojo de los hombros de Stan, de sus orejas, de las rodillas. Jimmy se aferraba al Control. Colleen gritaba de espanto. La banda seguía tocando, como si todo fuera normal. La multitud de espectadores redobló la energía con que saltaba y festejaba.

Al fondo del estadio, justo donde la bruja de Charlotte estaba mirando, una tribuna gigantesca, que contenía más de diez mil personas, cedió ante la presión extra y cayó al suelo. El tecladista, que por algún motivo también miraba hacia allí, dejó de tocar y se quedó como congelado. Pero nadie más en el escenario se dio cuenta de lo que ocurría. Stan Star se dedicaba a estrangular al reportero del Daily Views, que había perdido el teléfono bajo el cuerpo del segundo policía, cuya cabeza el padre de Colleen pateaba una y otra vez como si esperara respuesta. Las personas de seguridad parecían hipnotizadas por lo que ocurría con Stan, y no atinaban a hacer nada.

Pero Jimmy no había soltado el Control, de manera que la transformación de Stan seguía avanzando. La estrella de rock, o quien había sido la estrella de rock, tenía la ropa hecha jirones, y por todo el cuerpo la piel le estallaba en nubes de un escarlata fosforescente. Por último soltó al reportero y saltó hacia el borde del escenario, donde abrió los brazos y se dejó caer hacia la multitud.

Ahora sí, la banda en pleno abandonó los instrumentos. El estruendo se apagó de pronto, como si alguien hubiera quitado el aire. Todo el mundo estaba gritando, pero los oídos, tras la repentina disminución en la cantidad de decibeles, lo interpretaban todo como un silencio profundo.

Jimmy dejó caer el Control y corrió hacia Colleen, pero en su camino se interpuso el bajista de la banda, quien se había dado cuenta de que Colleen no era la cantante habitual y la estaba aferrando por el cuello con ambas manos. El padre de Colleen, con agilidad poco característica, dio un salto hacia adelante y empezó a lanzar puntapiés hacia las rodillas del bajista.

La acción pareció hacerse más lenta, como si la atmósfera, tras haberse ido con el estruendo, acabara de ser reemplazada por mercurio. Los espectadores ya no saltaban ni miraban al escenario, sino que corrían unos sobre otros buscando una salida. El policía vivo disparaba su pistola reglamentaria en todas las direcciones. Los perros afganos habían desaparecido de la vista. La bruja de Charlotte abría los brazos en cruz y se elevaba por sobre el escenario. Si esto hubiera sido una película, la cámara también habría empezado a alejarse lentamente hacia arriba, desde el punto de vista de la bruja de Charlotte, mostrando de a poco el resto del escenario, luego el estadio con la tribuna caída y el pantano de cadáveres, la ciudad donde se iban apagando las luces y, kilómetro a kilómetro, el lado oscuro de la Tierra, hasta encontrar el primer rayo de sol en un horizonte lejano.

A la mañana siguiente, el planeta ya estaba en poder de los zombis.

El rey espera

El rey se sienta en una roca, de cara al mar, en la parte más alta de los acantilados. Fija la mirada en un punto del horizonte y allí se queda. No responde a nadie.

Durante las primeras horas, ministros y consejeros se preguntan qué hacer, y tanto se lo preguntan que no consiguen hacer nada. Pero al caer la noche, cuando el aire empieza a ponerse frío, ordenan que se levante una tienda en torno al rey. Por supuesto, dejan una abertura justo en el punto hacia el que se dirigen sus ojos.

Pasan los días. El rey sigue igual. No habla. Cuando le acercan comida, come. Cuando está muy cansado, se echa a dormir un rato al pie de la roca. También atiende a la reina, aunque cada vez menos porque a ella le parece aburrido que él esté siempre mirando hacia otro lado y no le dirija la palabra.

Todos quieren saber qué espera. Pero nadie se atreve a preguntárselo.

Con el tiempo, ministros y consejeros se van haciendo a la idea de gobernar el reino sin contar con la palabra final del monarca. La tienda se convierte en una casa de piedra, la casa de piedra en un pequeño castillo, el pequeño castillo en un castillo enorme. En la construcción siempre queda despejada la línea recta que une la mirada del rey al horizonte.

El rey sigue sentado, mirando.

Un día, la armada más poderosa que jamás se ha visto aparece a la distancia, más o menos por el punto que el rey observa. Sin embargo, el rey no dice nada, son guardias quienes alertan del peligro. La armada ataca y destruye buena parte del castillo, pero finalmente es vencida. En medio de los restos, ileso, el rey permanece sentado, esperando.

Los funcionarios sobrevivientes ordenan la reconstrucción del castillo, que con el tiempo acaba siendo aún más grande y poderoso que antes. El reino progresa, decae, progresa, como otros reinos en todas partes. La reina y sus hijos pasan el tiempo en una bonita casa de la playa.

El rey mira hacia el horizonte.

Con los años, el relato del rey que espera ha dado la vuelta al mundo. Son muchos los viajeros que se acercan al reino para contemplarlo. Oficialmente está prohibido ir a mirar al rey, y nadie tiene acceso a la cámara privada que comparte con la roca que le sirve de asiento. Pero, extraoficialmente, existe un punto en los acantilados desde el cual, con catalejo, es posible llegar a cruzar, casi, su mirada. El permiso para acceder al lugar de observación es muy caro, pero hay que entender que ministros y consejeros tienen, por la propia índole de sus obligaciones, muchos gastos.

El rey envejece. La reina parte hacia otras tierras. Funcionarios más jóvenes van reemplazando a los originales.

Un día como cualquier otro, el rey está solo. Es lo acostumbrado, porque ya nadie se interesa en descubrir qué espera. De pronto, el rey levanta la mano, como si señalara al horizonte pero no del todo, y se pone de pie.

—Aquí está —dice.

Y cae muerto.

Sinfín

La moneda rebota con prolijidad y esmero, como si se lo hubiesen enseñado en la escuela. Cae de no sé dónde, no la veo caer, sé que ha caído porque oigo el estruendo del primer golpe en la vereda. Estruendo es una palabra fuerte para la caída de una moneda, pero debió caer desde muy alto porque es de verdad un estruendo el primer golpe, y la moneda rebota hasta más o menos mi altura, y es entonces que la veo, brillante a la luz del sol que siempre tiene un rayo más para estas cosas, la veo describir un arco de bronce y luz como las armas de los antiguos romanos y caer de nuevo al piso, para rebotar otra vez y otra más y seguramente otra más.

Hay dos clases de monedas: las que mueren planas en el suelo y las que salen rodando. Esta sale rodando, porque no tiene suficiente con la caída y los rebotes, o porque la impulso con la sorpresa, o porque el mundo está inclinado hacia allá y entonces no le queda otro remedio que rodar. El sol se ha hecho spot para caer justo sobre la moneda y ponerle aura, brillo de foto movida, trascendencia.

Primero parece que va a terminar en la calle, pero una baldosa floja le cambia el curso y la moneda apunta a una puerta abierta en la pared: así como a mi izquierda, a la izquierda de la moneda, está la calle, a nuestra derecha hay un edificio con pared y puerta abierta, y hacia allí se va la moneda, siempre rodando, y entonces no tiene problemas en emplear otra baldosa floja para trepar de un salto el único escalón y meterse adentro. Es mi moneda, ya la merezco o me merece, así que voy tras ella.

Entrada de edificio de departamentos de los años cincuenta. Angosta, oscura, pared de colores cuyos nombres han sido eliminados de las últimas ediciones de los diccionarios. Techo descascarado por los surpiros de generaciones. Más allá la puerta oxidada de un ascensor, más acá la escalera angosta por donde la moneda salta y trepa porque aún le queda energía de la caída, ha sido una caída tan grande, tan estruendosa, que tras los rebotes y el rodar hay un resto de energía suficiente para ir saltando escalón sí escalón no, de a dos hacia el primer piso. Y atrás sigo yo, que empiezo a desistir del plan inicial que hasta ahora no quise confesar, que era ser más rápido, más inteligente, más audaz, y de un salto magistral agarrar la moneda, detenerla para siempre y atraparla en un bolsillo, desisto de ese plan mezquino y empiezo a pensar que no voy a perderme ese paseo monedil por la escalera, por el edificio de departamentos de los años cincuenta, por lo imprevisto, aunque el sol haya quedado afuera porque en este sitio es astro non grato.

Primer piso. Pasillo a dos colores, gris y gris más oscuro, puertas tras las cuales no se debería condenar a vivir a nadie, más escalera. La moneda rebota en la pared, con tal puntería que se encamina al siguiente tramo de escalones y allá sigue trepando, llevándome a la rastra como a una mascota tortuga.

No alcanza. Hay otro pasillo igual, más arriba, y otra escalera, y la moneda sigue subiendo. Y otra vez, y otra. Cuatro pisos, diría. No, cinco, porque queda el último, ahí donde la moneda parece ir perdiendo algo de impulso, o tal vez, se me ocurre ahora, algo de la seguridad que la traía. Pero debe ser que necesita orientarse un momento, porque tras un rebote casi tímido en un punto del zócalo emprende otro rebote más decidido, y un último rebote con la calidad de lo que está llegando al mejor momento, y enfila pasillo abajo, o pasillo arriba, hacia la puerta del fondo.

Apenas la veo en la oscuridad del sitio, pero va lenta así que tengo tiempo para asegurarme. Lenta es en realidad majestuosa. No parece una moneda, no parece un centímetro de diámetro metálico, parece un escudo triunfal, otro sol, la sonrisa del demonio. Ahora la sigo a un solo paso de distancia. Al final del pasillo resulta que la puerta, que parecía cerrada, está abierta lo suficiente como para que la moneda se escurra entre la hoja y el marco. No estoy para timideces, o tal vez no tengo tiempo de pensarlo, o es la suma de impulso y sorpresa cuando esperaba que la moneda rebotara una vez más y retrocediera lo que hace que yo mismo no rebote ni retroceda, y en cambio empuje la puerta con cierta violencia y me arroje al más allá.

La puerta sí rebota, en la pared, y vuelve a cerrarse o casi cerrarse en su posición anterior, pero en el proceso yo quedo del lado de adentro, siempre mirando al piso, donde la moneda sigue su trayectoria sin piedad.

Yo no miro otra cosa que la moneda, pero veo más porque los ojos insisten en la amplitud de campo y me comunican que en la habitación hay una multitud. Apenas queda sito para que la moneda pase. Están todos de pie, y todas, a ambos lados, en un apretujamiento que llega a los rincones. Parece que miran la moneda, eso me anuncian los ojos. No la tocan, no la patean, no le hablan. Al otro lado de tanto silencio, la fuente de luz es una ventana abierta. Con el énfasis de quien tiene espectadores, la moneda pega dos saltos finales: el primero al asiento de una silla que está justo bajo la ventana, el segundo al alféizar, donde la pierdo de vista.

Dos codazos a quienes están a punto de no dejarme pasar, y llego a asomarme a la ventana en el momento justo para ver la caída monumental de la moneda, la caída otra vez subrayada por el sol, la caída de todos estos pisos hasta el rebote prolijo, de escuela, en el mismo sitio donde rebotó la primera vez que la vi.

Es inevitable, me tienta decir que es una tara cultural: allá abajo, a dos pasos del estruendo, hay una persona que se encandila con el halo prodigioso de la moneda y, a partir de ahí, la seguirá hasta donde todavía y siempre queda espacio para rehenes.