Etiqueta: Ximenez

Rada Tilly: marea alta

Hace unos días subí unas fotos que tomé en Rada Tilly, durante la marea baja. Cuando volví con marea alta, el paisaje tenía otras cosas que decir.

La playa es tan horizontal que entre una marea y otra el mar avanza y retrocede tal vez doscientos metros, aunque el nivel del agua no cambie tanto.

Seis horas antes, en el espacio que muestra la foto no había una gota de agua marina.

El sol, a mi espalda.

Sombra en la espuma.

Para esto es el terraplén.

El viento despeina la ola. (Esta foto es ahora mi fondo de pantalla.)

Como si no hubiera nadie en ninguna parte.

Mini Crossword

El New York Times publica cada día un Mini Crossword, un crucigrama de 5×5. No hay que pagar para verlo y resolverlo. Sí para ver los anteriores: el archivo está tras la misma “pared de pago” de los crucigramas grandes y el resto del diario.

El autor de los Mini Crosswords es Joel Fagliano, genio del tema que anda por los veinticinco años. Joel publicó su primer crucigrama en el New York Times a los diecisiete: un logro, porque el crucigrama del NYT, en sus mejores momentos, es una forma de arte incomparable con lo que llamamos crucigrama por estos pagos. Después de eso, Joel fue asistente de Will Shortz (el editor de crucigramas del diario), y ahora es el “digital puzzles editor”.

No sé cuánto hace que salen los Mini Crosswords. ¿Tres años? Algo así. Los resuelvo siempre. Los disfruto la mayoría de las veces. Hay días en que se hacen cuesta arriba por la proliferación de referencias a la cultura popular (televisión, música, teatro, hasta marcas) o a lugares que uno no conoce a menos que viva allá. Otras veces salen de primera intención. La práctica ayuda, pero no porque uno vaya aprendiendo las definiciones: nunca se repiten. La mayor gracia de los crucigramas del NYT en general y de estos Minis en particular es la creatividad en las definiciones.

Arriba del esquema, un relojito va diciendo el tiempo que uno lleva resolviéndolo. Terminarlo en menos de un minuto, cuando me sale, es un orgullo para el resto del día. También, a veces, terminar uno de los más difíciles en no importa cuántos minutos; terminar a secas, digo, llegar a la última letra y ver aparecer la ventanita de felicitación (y el “suscríbase”, y la musiquita celebratoria).

Hice capturas de pantalla de tres Mini Crosswords recientes, luego de completarlos. Dos a fines de septiembre, cuando se me ocurrió este post pero no lo hice, y el de hoy. No están elegidos. La brillantez es constante día a día.

Rada Tilly: marea baja

Algo que aprendí en Rada Tilly, y miren que fue tarde en la vida eh, es cuánto cambia una costa el estado de la marea. Claro que en Rada Tilly la diferencia es bastante dramática. Estas son algunas de las fotos que saqué el 19 de septiembre, alrededor del mediodía, con marea baja. En una próxima galería llegará el turno de las fotos de marea alta: otro planeta.

Uno llega donde suele estar el mar, pero el mar se fue para allá donde señalan las nubes.

Mirando al sur: la Punta del Marqués.

Mirando al norte: el cerro que esconde a Comodoro Rivadavia.

En medio de Rada Tilly, frente a la playa, hace el ridículo el único edificio alto del lugar.

¿Vale jugar con el color?

¿Vale jugar con las nubes?

Cuando despertó, la Punta del Marqués seguía estando allí.

La playa llega hasta la punta de mis pies.

No son solo estas dos. Todas las aves apuntan en la misma dirección.

Piedra libre a Comodoro, allá atrás.

¿Todo lo que sube tiene que bajar?

Estaba a punto de levantar vuelo.

Poco tráfico

Estuve dos semanas en Rada Tilly, al lado de Comodoro Rivadavia, invitado por la secretaría de cultura de la municipalidad. Ah, la tranquilidad. Fue la primera vez en largo tiempo que Google dijo que había poco tráfico en mi zona. El truco era cambiar de zona nomás.

Sobre el tramo cortado en el camino que iba por la costa: durante la tormenta terrible del 29 de marzo pasado, que inundó la zona de agua y barro, el alud rompió un puente del lado comodorense del cerro que separa ambas ciudades. El puente permitía cruzar el Río del Tordillo, un hilito de agua francamente amateur que ese día se profesionalizó con honores.

A veinticinco años del Campeonato Mundial de Juegos de Ingenio

En junio se cumplieron veinticinco años del First World Puzzle Team Championship que organizó Will Shortz desde la revista Games. En la foto aparece Will con nuestro equipo. Salimos segundos luego de los Estados Unidos, entre trece países participantes.

De izquierda a derecha: Will Shortz, Eduardo Abel Gimenez, Pablo Coll, Rodolfo Kurchan, Jaime Poniachik (capitán del equipo) y Lea Gorodisky. Gracias a Rodolfo Kurchan que se dio cuenta del aniversario redondo y subió la foto a Facebook.

Sesenta años del Sputnik

Hoy se cumplen sesenta años del lanzamiento del Sputnik, el primer satélite artificial. Yo tenía tres años y no me enteré, pero pronto le haría lugar en mi universo infantil, fascinado por la astronomía, la astronáutica y todo lo que empezara con “astro”.

Es una joya la tapa del New York Times del día siguiente al lanzamiento. Por el asombro que se le ve, pero también por el lenguaje: los soviéticos “disparan” (no “lanzan”) un “satélite terrestre”. ¡Circunda el globo a 18.000 millas por hora! Y rastrean la “esfera” en cuatro pasadas sobre los EE.UU. Todo eso en el título a ocho columnas.

(Armé una imagen de la tapa completa a partir de varias capturas de pantalla. Es lo bastante grande como para que se pueda leer todo: click para curiosear mejor. Gracias al N.Y.T. que hizo esto disponible para conmemorar el lanzamiento.)

Hay otras cosas que vale la pena mirar en esa página. Por ejemplo, que la Argentina encontró lugar gracias a las medidas de la así llamada Revolución Libertadora: estado de sitio en la ciudad de Buenos Aires y en la provincia, tras arrestrar entre 100 y 300 sindicalistas.

En tanto, el sindicato de camioneros de EE.UU. eligió a Jimmy Hoffa (“James R. Hoffa”) como presidente. Según Wikipedia, Hoffa estaba vinculado al “crimen organizado”. Años después fue preso, hasta que renunció al sindicato en un acuerdo con el gobierno de Nixon. Desapareció en 1975, y lo dieron por muerto en 1982.

En el sur de los EE.UU, el gobernador de Arkansas se mantenía firme en su postura a favor de la segregación racial. El señor Faubus murió de cáncer de próstata en 1994.

Guy Mollet fue designado primer ministro de Francia, más o menos en la época de la guerra de Argelia y la creación de la Comunidad Económica Europea (temas de los que ni siquiera sé lo que no sé).

Pero el Sputnik andaba por allá arriba, a “560 millas de altura”, una región donde las cosas se ven de otra manera.

Mis amigos de otros mundos

Mi amigo Douglas Wright acaba de hacer algo maravilloso. Rescató Mis amigos de otros mundos, el primero de los once fascículos que hicimos para Página/12 en el verano de 1995, bajo el título general de El laberinto de los juegos, y lo subió entero a su blog. Además, restauró y volvió a colorear una de las páginas. Y se tomó el trabajo de contar la historia con todo cariño y toda precisión. Acá reproduzco el resultado, incluyendo lo que escribió Douglas ahora.

“En el verano de 1995,
Eduardo Abel Gimenez y yo,
Douglas Wright, hicimos
una serie de libros de juegos
—El laberinto de los juegos—
que aparecieron en forma
de suplementos semanales
del diario Página 12.
“Nos divertimos mucho haciéndolos,
y creo que los lectores se divirtieron
mucho jugándolos”.
“Eduardo y yo nos tomamos un gran trabajo
para hacer estos libros.
“Lamentablemente, tanto los de Libros del Quirquincho
como los suplementos de Página 12, salieron muy mal
impresos.
“El color que les había dado yo —a las apuradas— no era
bueno, de todos modos.
“Los originales se perdieron para siempre —“como lágrimas
en la lluvia”, diría el Roy Batty de Blade Runner.
“Hace poco encontré algunos dibujos sueltos con los que,
luego de restaurarlos y colorearlos, estoy recomponiendo
algunas de las páginas de aquellos libros.
“Como esta de “MIS AMIGOS DE OTROS MUNDOS”,
el primero de la serie.
“Supongo que así me hubiera gustado
que quedara entonces”.
¡BIENVENIDO A BORDO! 
Soy explorador de la galaxia y piloto de este libro.
Quiero guiarte por lugares que nunca visitaste, para divertirnos
juntos resolviendo los enigmas que aparezcan durante nuestra
exploración. Antes de partir, necesito tu ayuda para poner la nave
en condiciones. Mis sensores indican que hay 15 animales y
bichos diversos escondidos por aquí. Pretenden viajar con
nosotros como polizones, pero el espacio no es un buen lugar
para ellos. ¿Podés encontrarlos? Cada vez que descubras uno,
rodealo con una marca de lápiz.
[“Equipo de emergencia” era la página con ayudas y pistas para resolver los juegos. Este es el dibujo que corresponde a “¡Bienvenido a bordo!”]
[Y esta es la solución.]
Eduardo Abel Gimenez nació en 1954. Es escritor, músico
y especialista en juegos. Publicó “El fondo del pozo” (novela,
Minotauro, 1985). “Días de fuga de la prisión multiplicada”
(juego de fantasía, Filofalsía, 1989) y “El misterio del planeta
mutante” (novela, Libros del Quirquincho, 1993).

Douglas Wright nació en 1949. Es dibujante y humorista
gráfico. Publicó “Humor libre” (Galerna, 1982) y “Cosa de
locos” (Puntosur, 1986). Colabora en revistas con dibujos
humorísticos y juegos visuales.

Ambos viven en Buenos Aires. Publicaron juntos
“Bichonario. Enciclopedia ilustrada de bichos” (Libros
del Quirquincho, 1991).
“Esta era la presentación de “los autores”
en la versión de “Libros del Quirquincho”.
“Encontré el original (a pluma, hecho con
una lapicera escolar “Trabi”, que me gustaba
usar entonces) y no pude resistirme a darle
color”.
“Por supuesto, Eduardo y yo no éramos así,
exactamente, salvo que, en esa época,
Eduardo usaba anteojos (y ahora los uso yo);
Eduardo fumaba bastante y yo, por temporadas
(ahora ninguno de los dos fuma); los dos teníamos
cabelleras tupidas (ahora, sólo él…); y cosas así.
“Estamos vestidos de “exploradores de otros mundos”,
de acuerdo con el tema del libro, y explorar otros mundos, 
eso sí, es algo que siempre continuamos haciendo”.
[Ahora, el fascículo completo, escaneado de un ejemplar impreso y retocado por Douglas.

¡Click en cada imagen para verla más grande!]

¡Qué bueno, Douglas! ¡Gracias por esto y por tantas cosas más!

Número equivocado

Me pasa con el mail lo que hasta hace un tiempo era propio del teléfono: me llegan cosas que no están dirigidas a mí. Mucha gente (mucha) da mi vieja dirección egimenez@gmail.com por error, como si fuera propia. Supongo que es la combinación de un apellido común con una inicial también común, y para colmo con ese servicio que todo el mundo usa.

Guardo esos mensajes en una carpeta llamada “Número equivocado”. (Digo “carpeta” pero quiero decir “categoría”, “etiqueta”, lo que corresponda.) Al momento de escribir esto, la carpeta “Número equivocado” contiene 940 mails, el más reciente de hace tres horas, el más antiguo de octubre de 2013, cuando empecé a coleccionarlos.

(Tengo la dirección “egimenez” configurada para que redireccione a “eagimenez”, también en Gmail, que es la que uso desde hace unos cuantos años. En su momento dejé de usar “egimenez” porque se me acabó el espacio disponible. Poco después Google dio más lugar, pero para entonces la nueva dirección ya estaba diseminada por todas partes.)

“Número equivocado” es un bazar: hay propaganda, pero también mensajes personales, extractos bancarios, recordatorios de turnos en la peluquería. En casos extremos (de molestia, pero también de importancia para el remitente) me ocupo de avisar que no soy quien creen. Pero la mayoría de las veces dejo que las cosas sigan su curso. Cada día, como quien baja a la playa a ver qué abandonó el mar, abro mi mail sabiendo que encontraré cosas que no me estaban destinadas.

Acá van unas muestras recientes de lo que me viene deparando esta marea impensada (borro o tapo lo necesario para no identificar a personas específicas; agrego la fecha y algún comentario para completar el panorama).

(7/9/17) Millones de guaraníes para la empresa electrotécnica de Eduardo Gimenez. Que lamentablemente no soy yo.

 

(7/9/17) Hasta donde sé, como en el BBVA de Paraguay, tampoco tengo cuenta en el BBVA de Cataluña.

 

(25/8/17) Datos de terceros en PicPay. ¿Se referirán a mails de terceros?

 

(18/8/17) Debe ser hermoso que el dentista te salude para el cumpleaños.

 

(16/8/17) De empresa de electricidad francesa de la que no creo ser cliente. Además, la persona que dio mi mail ni siquiera tiene las mismas iniciales que yo.

 

(15/8/17) Al final, Enzo no puso el stand. Lo sé por otro mail, posterior a este.

 

(14/8/17) ¡También a Elsa la saluda el dentista para su cumple! Y encima le aprueba la torta que se va a comer. Otra vida es posible.

 

 

(7/8/17) Lo peor es que en ninguna parte dice qué era el “cuerpo extraño”.

 

(3/8/17) Transparentísimo. ¿Se habrá enterado Evangelina, que nunca recibió este mail?

 

(1/8/17) Inmuebles en Chile. No, tampoco tengo. Me estoy perdiendo demasiadas cosas, creo.

 

(1/8/17) Esto fue una serie de mails en rápida sucesión. Mareva me mandaba por error archivos con novelas pirateadas. Más allá del interés por leer, me preocupó no saber cuándo terminaría, así que en medio de la andanada le avisé del error.

 

(28/7/17) A ver, cuánto te puedo cobrar por dos grúas de 60 toneladas.

 

(27/7/17) Claro, Micaela, porque ahora sí que acertaste con el mail real.

De cumpleaños

El 17 de junio fue mi cumpleaños. No me puedo quejar: tuve varios festejos. Como me dijo alguien, mi cumpleaños duró una semana.

Primero estuvo mi hijo. No hay fotos.

Después, el mismo 17 a la noche, vinieron a cenar mis amigos Natalia y Leandro. Natalia trajo esta pastafrola genial:

 

 

En Facebook, que por esto merece que le perdonemos (algunas) otras cosas, me saludaron cerca de doscientas personas (con mensajes públicos y privados). Le contesté a todo el mundo, mensaje por mensaje, porque me encanta.
El martes 20 vino el querido grupo del único taller de escritura que estoy dando: Beatriz, Cris, Juan Pablo, Melisa (Marina andaba de viaje). Beatriz trajó una torta espléndida, con velita y todo. Juan Pablo, que cocina como los dioses, un locro. Acá están, las personas y los comestibles (Melisa tuvo que irse antes de las fotos):

 

 

Y el viernes 23 fui a almorzar con mi amiga María Laura. En el restaurante, enterados de que era mi cumpleaños (mejor dicho, de que seguía siendo), aportaron esto:

Después, lamentablemente, hubo que dedicarse a otras cosas.

Vania y los planetas – Primer capítulo

Este es el primer capítulo de mi novela Vania y los planetas (Edelvives, 2014; ilustraciones de Fernando Calvi; editora, Natalia Méndez). El libro recibió el premio Destacado de ALIJA en la categoría novela infantil. Datos y reseñas: en la página de la editorialen el blog de Juan Pablo Luppien Canal Lector; en Goodreads; en Leer x leer.

 

Los padres de Vania trabajan de descubrir planetas.
Vania es mi vecina. La ventana de su cuarto queda frente a la ventana del mío, al otro lado de un precipicio. Son cinco metros de distancia, y en el medio siete pisos de caída hasta el patio de la planta baja.
Por eso, por las ventanas, nos conocemos.
*
El departamento de Vania estuvo vacío mucho tiempo, la persiana siempre cerrada: un ojo ciego. Yo miraba esa ventana y la sentía destinada a cosas importantes. Pero no sabía cuáles. Mientras, jugaba a que ahí estaba el laboratorio de un científico loco, o que crecían las larvas de una especie extraterrestre que venía a conquistar el planeta.
Jugaba solo, porque la ventana no hacía nada. Cuando el científico creaba el elixir de la inmortalidad, las tablillas despintadas me devolvían una luz triste. Aunque las larvas se convertieran en avispas gigantes y planearan usar la ventana como puerta para invadir el mundo, el marco de metal negro, angosto, no alcanzaba ni para sostener a las palomas.
Pero un un día las cosas se dieron vuelta. Alguien levantó la persiana. Mis personajes inventados escaparon a la nada, y con la mente en blanco vi que una chica de mi edad abría el vidrio y apartaba la cortina apenas lo suficiente para pasar la cabeza.
El cambio era tan grande que el piso hizo olas bajo mis pies.
Con la pera apoyada en el marco, la nueva vecina miraba hacia abajo. Tenía puesto un gorro de lana. Bajo el gorro, el pelo le caía por los lados de la cabeza y colgaba en el borde del precipicio. De la cara solo podía verle las cejas y la nariz. Mientras yo estudiaba esa aparición incompleta, ella sacó una mano con un espejito y jugó a reflejar el sol. Era por la tarde, así que el sol daba para su lado.
Yo estaba escondido detras de mi propio vidrio y mi cortina: si ella miraba hacia mí no podría verme. Confiado, armé un largavista con los puños y espié con el ojo izquierdo por el tubo redondo y estrecho. Dio resultado: al fijar la visión pude distinguir los colores del gorro, amarillo, gris, violeta, en círculos crecientes. Ella levantó un poco la cabeza, y le vi los ojos, puntos oscuros en el centro del largavista, y la boca, fruncida en un gesto de concentración.
Otro movimiento, y ahora miraba directamente hacia mí. Deshice el largavista, y en ese momento, con un gesto de la mano que maniobraba el espejito, lanzó un rayo de sol en mi dirección.
Lo esquivé justo.
Fue puro accidente, o pura maldad de la luz, no que ella me hubiera visto: el rayo siguió cambiando de rumbo. Igual salí corriendo y, por ese día, no la espié más.
*
Durante los días siguientes volví a verla muchas veces en la misma posición. Si no jugaba con el espejo, apoyaba la cara en las manos, balanceaba la cabeza y movía los labios como cantando.
En eso consistía mi vecina nueva: una cabeza, a veces una mano. El resto del cuerpo quedaba bajo el marco de la ventana.
La cortina blanca, opaca, me ocultaba el interior de su cuarto.
Quería darme a conocer de alguna forma, pero no sabía cómo. Asomarme yo también y decirle algo estaba fuera de cuestión, porque no me atrevía.
El método que se me ocurrió, de acuerdo con mi estilo, era dejar una señal de mi existencia cuando ella no mirara, y escapar. Por ejemplo, pensé en disparar una flecha con una ventosa en la punta y una nota enrollada en la parte de atrás, de manera que se pegara al vidrio de su ventana. Fabricar la flecha era fácil, con un palito de percha, una ventosa de las que vienen con un gancho y se ponen en la pared, y algún alambre. El arco, o algún otro sistema de propulsión, tampoco iba a resultar complicado. El problema era si le erraba al blanco, o si, aun acertando, la flecha se despegaba. Entonces caería por el precipicio, al territorio de los monstruos de la planta baja, y quién sabe de qué serían capaces tras leer mi nota.
Necesitaba algo más seguro, y entre eso y la ansiedad terminé optando por una solución muy por debajo de mis posibilidades. Escribí un “hola” enorme en una hoja de papel, con colores y dibujos, pensando en pegarlo a la ventana para que ella, la próxima vez que se asomara, pudiera verlo.
El momento del pegado requería que la destinataria estuviera ausente. Espié. Por desgracia, justo en ese momento la vecina nueva estaba ahí, espejito en mano. Dejé el papel sobre el escritorio, boca abajo, y me senté a esperar.
No sé cuánto es mucho tiempo, tal vez un minuto, pero eso, mucho tiempo, es lo que pasó. Todo seguía igual.
Levanté el papel para volver a mirarlo, y ahora no me gustó. Lo rompí en pedazos chiquitos, fui a la cocina y lo tiré a la basura, escarbando un poco en el tacho para que no se viera.
*
Esta situación habrá durado una semana, durante la cual no encontré el modo de hacer notar mi existencia.
Hasta que una tarde pasé junto a la ventana como siempre, sin darme cuenta de que alguien, papá seguramente, la había dejado abierta: el vidrio, pero también la cortina. La nueva vecina, la Vania de quien aún no sabía el nombre, jugaba con el espejito, y en el momento mismo en que yo pasaba lo movió de la manera que tarde o temprano tenía que ser.
La luz me dio directamente en los ojos.
Hola —dijo ella. O más bien gritó, porque el ruido de la calle era bastante fuerte.
Primero me asusté. Después sentí alivio: la paz de ya no tener que esconderme ni tomar decisiones.
Me asomé yo también. Era invierno, pero el frío no me importó. Ella guardó el espejito y con las manos formó un altavoz alrededor de la boca.
Tengo un secreto —dijo con una especie de susurro gritado.
Giré la cabeza a un lado, hice pantalla con la mano en la oreja.
¿Qué? —pregunté: el “qué” que uno usa cuando entendió pero no entendió. ¿Dijo que tiene un secreto? ¿Pero qué secreto? ¿Pero cómo un secreto?
No contestó. Con un gesto me pidió que esperara y se fue de la ventana. Quedó solo la cortina. Esperé. Se asomó otra vez para hacer otro gesto: un momento más. Cortina. Seguí esperando.
Me llené de aire helado, me vacié, volví a llenarme, y la cortina se abrió del todo, revelando la pared blanca y vacía que había detrás. La vecina apareció con dos latas como de duraznos, una en cada mano.
¡Abrí la ventana todo lo que puedas! —gritó.
Le hice caso. Ante algo así uno siempre hace caso, no es cuestión de pensar. Y después miré hacia atrás, para comprobar qué vería ella de mi cuarto: el placard, claro, las tres puertas, y una de las puertas abierta para descubrir el cajón de los calzoncillos…
El ruido, el ruido a golpe, me asustó. Me tiré sobre la cama y me tapé la cabeza con la almohada. La vecina gritaba algo, pero no entendí. Asomé un ojo.
La lata había golpeado contra el marco de la ventana, donde había dejado una marca, pero había logrado entrar. Colgaba de un hilo, a mitad de camino entre la ventana y el piso. Era de duraznos, sí. Le faltaba la tapa. Estaba vacía.
Me levanté. El hilo trazaba una curva en el aire hasta la otra ventana. Allá enfrente, la vecina (que muy pronto, en dos minutos, sería Vania) se apoyó la otra lata en la oreja y la señaló con la mano libre.
¿Flechas con ventosa? ¿Letreros pintarrajeados? Cosas sin valor. Esto, en cambio, era una maravilla de la ciencia y la técnica. Un aporte a mis conocimientos que en el futuro, seguramente, iba a aprovechar.
Extasiado por la forma que la vecina elegía para comunicarse conmigo, agarré mi lata y también me la puse en la oreja. Ella de un lado, yo del otro, tiramos hasta que el hilo quedó tenso.
Para entonces había dejado de hacer frío.
Ella se llevó la lata a la boca.
El ruido de la calle disminuyó, o dejó de ser importante. Tal vez la calle se fue más lejos. De lata a lata, a través del hilo, oí la respiración de ella, a punto de ser Vania, que llenaba los pulmones para hablar, para decir algo importante. No fue más que un susurro, ya no gritado, un aleteo del aire, porque me hablaba al oído:
Mis padres trabajan de descubrir planetas —dijo.
Traté de no dejarme impresionar. O de que no se me notara. Papá trabaja en un banco. Mamá trabaja de cuidar a la abuela. Son también trabajos importantes.
Fue mi turno de susurrarle a la lata.
¡Qué bueno! ¿Te llevan con ellos?
Claro. No me van a dejar sola.
¿Y la escuela? ¿Cómo hacés?
No voy a la escuela. Me enseñan mis padres.
Después nos dijimos nuestros nombres, y alcanzó para hacernos amigos.
*
Eso fue hace unos días. Aguanté bien. Pero ahora, esta noche, no puedo más. Aprovecho que mamá dejó sola a la abuela para esperar a papá, y le cuento el secreto. Sé que está mal, pero necesito decírselo.
Estamos en la cocina. Mamá se levanta de la mesa, lleva un vaso sucio a la pileta y, mientras me da la espalda, pregunta:
¿Te lo dijo Vania?
Ya sabe su nombre, ya la conoce. Ya nos tocó viajar con ella en el ascensor, aunque todavía no vino a visitarme.
Sí —contesto—, pero es un secreto. Prometeme que no le vas a contar a nadie.
Prometido —dice mamá.
Espero que se dé vuelta, pero no. Enjuaga el vaso, lo vuelve a enjuagar, lo sigue enjuagando.
¿Vos sabés algo de descubrir planetas? —pregunto.
Ahora sí me mira y hace un gesto de que no.
¿Y cómo voy a saber, yo?

 

En la puerta de entrada suena la llave de papá, que llega del trabajo. No hablamos más. Es hora de ponerme a cocinar.