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El crítico de palabras. Hoy: conminar

Si quisiera conminar no me saldría.

La impresión que tengo es que cada palabra requiere un músculo. Y ejercitar el idioma es como llevar a cabo esas acciones complicadas en las que ni tenemos que pensar: reírnos de un sarcasmo, bajar una escalera caracol, lavar los platos con dolor de espalda. Montones de músculos en acción, y nosotros como si nada.

De vez en cuando tropezamos con algo que requiere un esfuerzo especial, y entonces, por ejemplo, se nos ocurre preestablecer, o conmiserarnos, y hasta contextualizar. Son músculos pequeños, indetectables, que se ponen en marcha tras varias protestas, pero al menos existen, están ahí a la espera de que una señal lo bastante intensa los despierte.

En cambio, conminar… No creo tener un músculo para eso.

Dibujo perteneciente a De humani corporis fabrica libri septem, de Andreas Vesalius, publicado en 1943. Wellcome Collection, bajo licencia CC BY 4.0.

El crítico de palabras. Hoy: perplejo

La palabra perplejo se pega a la lengua como chicle. Con “perple” nos enroscamos, nos enredamos, nos tropezamos, y no alcanza el escupitajo final de ese “jo” para liberarnos.

Así y todo, es una palabra bellísima, a los ojos, al oído, al tacto.

¿Y el significado? Si apareciera en un idioma que conocemos poco, jamás lo deduciríamos del contexto. En nuestro propio idioma es como una isla, un fragmento separado del resto, donde no encontramos raíces ni asociaciones. (No digo en latín. Digo en nuestro idioma. No sé latín. Muchos no sabemos latín.)

Ese carácter de isla queda acentuado por la falta de palabras derivadas. Sólo hay un sustantivo, encima feúcho: perplejidad. Si al menos fuera perplejía, o perplejancia: suenan mejor, traen otra ideas. O si también hubiera un verbo: perplejar, perplejarse. ¿De qué otra manera se describe la transición del no-perplejo al perplejo? “Quedé perplejo”, se lee por ahí, como si fuera un salto cuántico, algo que no se puede dividir. ¿De qué manera quedé perplejo? ¿Qué ocurrió durante el proceso? “Fue entonces que me empecé a perplejar”.

Palabra isla, palabra paria. Maltratada. Al definirla, el Diccionario de la Real Academia da muestras de una torpeza insuperable: “1. adj. Dudoso, incierto, irresoluto, confuso”. ¡Parece que se refiriera a una cosa! “Era un asunto perplejo”. “Me hizo una propuesta perpleja”.

Perplejos, nos alejamos (como decían Les Luthiers) “sin comprender de qué se ríe”.

La isla Bouvet, la más remota del planeta. No hay más que mar por 1.600 kilómetros a la redonda. Esta es una foto pintada de 1898.

Libros de mi adolescencia (1-7)

Primeros posts para el mes de libros de Un mes de.

1 de febrero:

La naranja mecánica, de Anthony Burgess, que leí en octubre de 1972 (le puse la fecha), dos meses después de lo que dice el pie de imprenta de esta primera edición en castellano.

2 de febrero:

La ciudad y las estrellas (The City and the Stars). Arthur Clarke. Traducción de Francisco Cazorla. Colección Nebulae, E.D.H.A.S.A., Barcelona, 1967. Lo leí en 1968, a los 14 años. Hace exactamente tres años, el 2 de febrero de 2015, subí varias fotos de este libro a mi blog Un libro por día.

3 de febrero:

El hombre ilustrado, de Ray Bradbury. Minotauro, Buenos Aires. Es la cuarta edición, impresa en abril de 1969. Lo leí a los quince años.

4 de febrero:

Número 1 de la revista-libro Nueva Dimensión, Barcelona, enero-febrero 1968. Lo leí en el 69 (tardaban en llegar las cosas, por acá). Tengo los 148 números de Nueva Dimensión, más los extras.

5 de febrero:

Opus dos, de Angélica Gorodischer, Minotauro, 1967. Su segundo libro, su primera novela. Lo leí en 1971.

6 de febrero:

Una libra de carne / Los indios estaban cabreros, de Agustín Cuzzani, CEAL, 1967. Durante un par de meses, en el 71, formé parte de un grupo de teatro. Tratábamos de hacer Una libra de carne, pero no llegamos lejos. Mi papel era “Visitador médico”.

7 de febrero:

Ciudad de ilusiones, de Ursula K. Le Guin. Grupo Editor de Buenos Aires, 1974. Lo leí a punto de cumplir los veinte.

El crítico de palabras. Hoy: Confines

A pesar de la apariencia, confín y sinfín no son opuestos.

Con su carga de final a cuestas, los confines también pueden ser eternos.

Para Liliana Bodoc (1958-2018). Negativo de un fragmento de mapa dibujado por Gonzalo Kenny.

El crítico de palabras. Hoy: Una batalla desigual

Tres palabras terribles andan sueltas por el idioma: grave, crónico, obtuso. ¿Quién no se tropezó con alguna de ellas, o con todas, una noche oscura, en el callejón más remoto de un texto? ¿Quién no las teme cuando andan a sus anchas, sembrando miedo, incertidumbre y dudas? Grave, crónico, obtuso… Si al menos tuvieran su contraparte. Pero no, solo se les opone una palabra breve, tierna, desprotegida:

¿Qué es lo opuesto de grave? Agudo.

¿Qué es lo opuesto de crónico? Agudo.

¿Qué es lo opuesto de obtuso? ¡Agudo!

Hay quienes ven signos de derrota.

Peor todavía, a veces las fuerzas del mal logran confundir a la pobre agudo, que se les une sin darse cuenta.  “Los agudos problemas de la economía”, por ejemplo, son semejantes a “los graves problemas de la economía”.

Con tanto desgaste, agudo va a quedar roma.

El crítico de palabras. Hoy: párpado

¿A quién se le ocurre nombrar algo blando, ágil, expresivo, con una palabra ladrillo? Pensemos: baja y vuelve a subir antes de que nos demos cuenta, se mueve ajeno a nuestro control, es parte de lo mejor de nuestros gestos, y nosotros vamos y lo llamamos “pár-pa-do”. Lo dicho: palabra ladrillo.

Un párpado, de solo escucharlo, es más pesado que una pared. Más lento que un Partenón (que al menos no es esdrújulo). Más desmoralizador que un páramo. Es como párrafo paródico, parafernalia parásita, pariente parloteador.

A veces dan ganas de empezar todo de nuevo.

“Se me cierran los pár” ya se entiende. ¿Por qué tenemos que seguir con un “pa”, y encima, después, cuando ya está todo dicho y queremos volver a casa, un “dos”? La redundancia misma: “par” es más que uno; “dos” es otra vez uno más uno. ¿No alcanzaría “pa”, por ejemplo? “¡Se me cierran los pa!”.

Debemos hacer algo al respecto. ¿Está de moda salir al mundo? Pues vayamos al mundo a buscar otras opciones. Sin pasar por los idiomas que más o menos conocemos, llegamos rápidamente al checo: oční víčko (suena como “ochni vichko”). Duele. El holandés ooglid no suena lindo, pero al menos arranca con esos dos ojitos. Algo es algo. El georgiano es tierno, a la manera de un payaso justo antes de ponerse sádico: kututos. Promete más el maorí: uira, pero no lo encuentro pronunciado y quién sabe qué sorpresas encierra. El ruso no está tan mal: veko. Suena a “vieko”, con la o final chiquita, ya medio dormida.

Más cerca, el quechua trae chipchi. Nada mal para esos parpadeos de cuando nos estamos matando de la risa. No encuentro párpado en mapuche (mapudungun), pero parece que parpadear se dice neminemitun. Con una palabra así no se puede parpadear más de una vez por minuto, con suerte.

Inesperadamente, se lleva las palmas el danés: øjenlåg. Ya sé, se ve tremendo, pero hay que escuchar el sonido, rápido y tierno a la vez.

Manos a la obra, amigos. Si nosotros no mejoramos el idioma, el idioma nos va a mejorar a noso… Oh, caramba, algo no está saliendo como esperaba.

El discurso vacío, de Mario Levrero

A principios de los noventa, cuando Jorge Varlotta vivía en Colonia junto a Alicia Hoppe y Juan Ignacio Fernández (hijo de Alicia, hijo de los dos), fui muchas veces a pasar varios días en su casa. Una de esas veces, en febrero del 91, saqué las fotos de Jorge que ahora se convirtieron en, digamos, canónicas. Otra, en marzo, hicimos el corto Alea Jacta Est.

Entre el 90 y el 91, como se sabe, Jorge escribió El discurso vacío. En algún momento del 92, aprovechando una de mis visitas, me dio a leer el primer borrador del libro, que acababa de armar a partir de las notas manuscritas y el texto titulado “El discurso vacío”. Me entusiasmó, me pareció el mejor libro de Jorge, se lo dije. También le critiqué un aspecto puramente formal: largas secciones subrayadas, con la intención de que aparecieran luego en itálicas, que a mi modo de ver entorpecían la lectura, generaban una relación diferente del lector con el texto y, eventualmente, corrían el riesgo de perder ese rasgo artificial que no era parte del texto en sí. Estuvo de acuerdo y quedó en pensarlo.

El libro apareció recién en 1996. (Este ejemplar es de la segunda edición, publicada en octubre de 2004, apenas después de la muerte de Jorge. Tuve un ejemplar de la primera y lo perdí, seguramente por prestarlo.)

Jorge tuvo la generosidad de mencionar esa mínima contribución mía en la nota introductoria.
 

Con respecto a las “pequeñas operaciones quirúrgicas” que menciona la nota, tengo que decir que la versión original era ostensiblemente más larga. Como Jorge no tiraba nada, supongo que esa versión debe estar en el archivo de sus papeles, pero hasta ahora nadie la encontró. Ojalá aparezca algún día.

La segunda edición de Trilce se cierra con una hermosa nota de contratapa que escribió Juan Ignacio Fernández, el chico que correteaba por la casa a principios de los noventa y ahora, en 2004, se había convertido en un adulto reflexivo que estaba generando su propia obra artística, valiosa, en cine.

Jorge, Juan Ignacio, Alicia, el perro Pongo, en febrero de 1991, en medio de la escritura de El discurso vacío:

Cholita y Clavel, de Beatriz y Agi

Aprendí a leer con el Pato Donald, tan importante para mí que merece su propio capítulo, o su propia semana. Los libros, lo que podemos llamar libros, no encontraron lugar en mi infancia hasta que tuve ocho años. El primero, y probablemente el único por bastante tiempo, fue Cholita y Clavel, de Beatriz (es de suponer que Beatriz Ferro, aunque se dice que empezó más tarde a trabajar con Boris Spivakov en Abril: en los sesenta) y Agi (Magdalena Agnes Lamm; pero la contratapa dice Agi-Susi), Editorial Abril, Colección 2, 3 y 4, impreso en 1958. (Hay online una edición de 1960, algo diferente, escaneada.)

Encontré este librito hace poco, entre las cosas que dejaron mis padres y que tardé en revisar. No puedo decir que me acordara de su existencia, pero al verlo me agarró una corriente arrasadora de regreso al pasado, a cuando no sabía leer, a cuando las lamparitas daban una luz a duras penas amarillenta. Lo sabía de memoria sin haberme dado cuenta. Hasta las espinas de esas tunas, agrupadas en estrellas, tenían su lugar en el recuerdo.

Quise a esta Cholita y a este Clavel, me acompañaron. Me abrazaron como se abrazaban y entibiaban entre sí. No me importa lo que ahora se diría o se haría de otra manera. Si algo me enoja, todavía, es que al final los otros chicos se rían de ella.

Última semana de árboles

Mis contribuciones para Un mes de, del 25 al 31 de enero. Tema del mes: árboles.

25 de enero:

Moldes y Echeverría, Buenos Aires.

26 de enero:

Los árboles de la vereda de enfrente. En el medio, dos grandes que casi llegan al quinto piso. A los lados, dos chicos. Pero los chicos no son bebés: cuatro metros uno, ocho metros el otro.

27 de enero:

Ciudad de la Paz y Juramento, Buenos Aires.

28 de enero:

En el planeta Crontimplanqui, los árboles se ponen a la sombra de la gente.

29 de enero:

Desde mi ventana se ve parte del jardín de un edificio cuya entrada está a la vuelta. Ese árbol, del que solo conozco una parte, tiene veinte metros de altura

30 de enero:

Esa silueta torturada es lo que queda del árbol de la vereda de mi edificio.

31 de enero:

Según Bob Egan, del sitio PopSpots, este es el lugar donde se hizo, en 1970, la foto de tapa de Déjà Vu, el disco de Crosby, Stills, Nash & Young.

El gen egoísta, de Richard Dawkins

“Somos máquinas de supervivencia, vehículos autómatas programados a ciegas con el fin de preservar las egoístas moléculas conocidas como genes”. Esta frase aparece en el prefacio de la primera edición de El gen egoísta, de 1976. Ahí, Richard Dawkins sintetiza lo que le va a llevar el libro entero argumentar a fondo.

La misma frase está en la contratapa de la edición en castellano que hizo Salvat, dentro de la “Biblioteca Científica” que tanto disfruté en los ochenta, cuando leía más ciencia (divulgación, digamos) que otra cosa.

De los cien títulos de la Biblioteca Científica Salvat, y los leí casi todos, El gen egoísta es el que más me movilizó, el que me quedó grabado, el que me llevó a hacer cosas.

Lo malo de la situación es que no encuentro mi ejemplar por ninguna parte. ¿Lo presté? ¿Se cayó detrás de un mueble? Misterio. Por eso es que robé imágenes de otra parte.

Un punto notable del libro, por si hacía falta algo aparte de la tesis central, es que en el capítulo 11, “Memes: the new replicators” Dawkins precisó un concepto para el que inventó la palabra “meme”, la que tanto usamos ahora, para designar la unidad de sentido que se replica culturalmente a la manera en que los genes se replican en los organismos vivos. Cito del inglés (que sí tengo a mano, a diferencia del ejemplar en castellano) los dos párrafos claves:

But do we have to go to distant worlds to find other kinds of replicator and other, consequent, kinds of evolution? I think that a new kind of replicator has recently emerged on this very planet. It is staring us in the face. It is still in its infancy, still drifting clumsily about in its primeval soup, but already it is achieving evolutionary change at a rate that leaves the old gene panting far behind. 

The new soup is the soup of human culture. We need a name for the new replicator, a noun that conveys the idea of a unit of cultural transmission, or a unit of imitation. ‘Mimeme’ comes from a suitable Greek root, but I want a monosyllable that sounds a bit like ‘gene’. I hope my classicist friends will forgive me if I abbreviate mimeme to meme. If it is any consolation, it could alternatively be thought of as being related to ‘memory’, or to the French word même. It should be pronounced to rhyme with ‘cream’.

 Hay que recordar que esto apareció en 1976, mucho antes de la realidad meme-intensiva que vivimos.

Para dar una idea de cómo me motivó este libro, reproduzco la primera página de un artículo que escribí para la revista Cacumen, “Orquídeas imaginarias vs. hongos simulados”, que algún día voy a rescatar entero para el blog. Salió en el número 44, septiembre de 1986.