El fondo del pozo – 6

El fondo del pozo

6

“Los sueños son verdades. Confíe en sus sueños. Son la segunda posición de su conmutador interno. En la primera usted está despierto, y mira hacia afuera. En la segunda también está despierto, y mira hacia adentro.”
(Consejero, 92:5:81 )

El loco termina su relato sobre las gotas vivas, afloja los músculos de la cara, baja los brazos y cae agotado a un costado de la piedra, en medio del otoño de fragmentos de humo que se agitan, se desprenden del aire que los sostiene y caen con él. Tal vez no descubra que le falta la manta hasta los primeros fríos, cuando no queden fuegos y el huracán se lleve todo menos los prisioneros. Una parte de su público se dispersa, buscando lugares más limpios y secos donde pasar el invierno. El resto se deja vencer por el cansancio, y espera alrededor del loco lo que tiene que venir.

Todavía queda un rato de calor, y no sabemos cómo aprovecharlo. A esta altura del verano Gadma suele estar ocupada escribiendo, mientras Calibares afila y limpia las armas y Sabrasú medita sobre los acontecimientos del día. Pero la historia del loco y la batalla nos distrajeron, terminamos recordando a Dindir, el tiempo pasó y ahora no vale la pena que empecemos nada.

Finalmente sacamos las flautas y atacamos la primera danza de una suite antigua. Es una actividad que no requiere preparativos, y que podemos suspender en cualquier momento. Gadma toca la flauta contralto, que está de acuerdo con su temperamento: es la que más brilla en los solos, pero en el conjunto su voz suele ser la más opaca, la más difícil de diferenciar. Sabrasú, en cambio, se siente a gusto con la tenor: oscura y grave, poco llamativa por sí misma, sostiene el conjunto y muchas veces decide la armonía. Calibares bailotea con cada trino de su soprano: casi siempre lleva la melodía, pero pierde fuerza si no tiene el apoyo de las demás.

Encontramos las flautas hace un tiempo, en algún rincón del pozo, y en cuanto las sacamos de la caja en que estaban nos convertimos en virtuosos capaces de interpretar cualquier obra que recordáramos, y también obras que no habíamos oído jamás. Son uno de los misterios que probablemente nunca consigamos resolver, porque ninguno de nosotros había soñado siquiera con ser músico.

El único inconveniente es que sólo podemos tocar a trío. Si uno de nosotros se pone a tocar solo, o a dúo con otro, salen unos silbidos horribles. Tenemos mal oído. Los dedos, gastados por el trabajo pesado, nos impiden tapar correctamente los orificios de las flautas. Nuestros intentos de aprender fracasaron, y tenemos que conformarnos con la técnica adquirida inconscientemente. No hay otro remedio, entonces, que ponernos de acuerdo y dejar que la música fluya de algún modo por nuestras manos, que los pulmones se llenen y se vacíen por su cuenta según las exigencias del fraseo, y que una partícula de magia inexplicable contamine nuestra visión racional de las cosas.

—De cualquier manera —suele empezar Sabrasú.

—La música es —sigue Calibares.

—Muy poco racional —termina Gadma.

La gente que a veces se acerca a escuchar no se da cuenta de nuestra situación más bien pasiva, y nosotros tampoco nos ponemos a explicarla. Tenemos bastante éxito con el público, cuando el ambiente está tranquilo, de la misma manera en que tiene éxito el loco. La diferencia está en que nosotros sabemos cuidar nuestras mantas. En las malas épocas, cuando nos sentimos más solos que nunca y necesitamos un poco de calor, llegamos a canjear un concierto por un sitio junto a las brasas y un par de sonrisas de quienes un minuto más tarde volverán a ser enemigos: es un trabajo como cualquier otro, en un lugar donde la vida se hace difícil.

Ahora tocamos para nosotros mismos, a una hora en que todos se ocupan de sus propias cosas, sentados en torno a las posesiones que todavía conservamos. Hace unos minutos los fuegos se agitaron, el humo comenzó su danza de muerte, y una brisa fresca vino desde lo que llamamos el Norte. Es el primer anuncio del fin del verano.

Estamos en la cuarta danza de la suite cuando Calibares se pone a toser, así que tenemos que interrumpir la música y guardar las flautas. Ya empezamos a sentir frío. Los gritos que nos rodeaban un rato atrás, durante la lucha, se han ido convirtiendo en conversaciones a media voz, y ahora sólo se oyen suspiros. En este lugar, el ruido, el movimiento y la violencia parecen proporcionales a la temperatura, por lo menos cuando dependen de los prisioneros. Desplegamos las mantas. Alguien pasa corriendo a pocos metros, levantando una ola de protestas tímidas.

La sucesión de inviernos y veranos en la noche perpetua es una experiencia más de quienes nos mantienen encerrados aquí, una muestra insignificante de las pruebas a que nos someten. Tal vez su intención sea obligarnos a dormir todos a la vez, para tener tiempo de hacer sus ajustes y de limpiar la prisión.

Nos damos cuenta de que las últimas conversaciones terminaron, y ahora estamos quietos, callados v esperando. Pasan los minutos, mientras algunos fuegos empiezan a apagarse. El viento se anuncia con ruido de puertas y ventanas que se golpean: una ilusión, porque no hay puertas ni ventanas cerca. Apenas tenemos tiempo para envolvernos en las mantas y apretarnos unos contra otros, antes que el huracán helado nos sacuda.

Un rato más tarde, cuando la tormenta amaina y el frío consigue atravesar los abrigos, asomamos la cabeza otra vez. El aire está limpio: de algún modo los carceleros se llevaron las cintas, las espadas y los fantasmas de humo. Los fuegos están apagados, pero hay una luminosidad azulada que baila en forma de copos entre el piso y el techo. Arriba de todo las corrientes de aire arrastran los copos de luz para construir caras gigantes: primero la de un hombre de anteojos y bigotes, con pico de águila; luego la de una mujer con garras en las mejillas, que empiezan a crecer; después la de un viejo con dos bocas, una encima de la otra. Son personajes conocidos, que nuestros carceleros nos presentan una y otra vez.

—Todavía están acá —dice el pico de águila con voz de trueno, mirando a la multitud amontonada en los escalones. Nadie se mueve.

—Te dije que no pueden escapar —contesta la boca de arriba del viejo, mientras la de abajo escupe. Su saliva cae sobre nosotros en forma de llovizna.

La mujer no habla. Sus garras siguen creciendo, y ahora llegan a los escalones superiores. Desde donde estamos no se ve lo que ocurre, pero un grito amplificado por la acústica del lugar nos indica que cobraron la primera presa.

—Tengo ganas de pronunciar un discurso —anuncia el pico de águila.

—¿Otro más? —protesta la boca de abajo. Su voz aguda nos hace doler los oídos.

—Adelante —dice la boca de arriba—, me gustan tus discursos.

Las garras acaban de meter su presa entre los dientes de la mujer, y una manta cae planeando desde las alturas. Cuando llega al suelo se ve un bulto que se mueve; alguien decidido a arriesgar su vida por un nuevo abrigo.

—Todos ustedes quieren salir de este lugar —dice el pico de águila con su mejor tono de orador—. Y además quieren salir vivos. Pues bien, tengo una buena noticia para darles. Existe una salida, y estoy dispuesto a explicarles cómo encontrarla.

Nuestros vecinos empiezan a murmurar, pero nosotros seguimos observando en silencio. En momentos como éste lo mejor es no olvidar que, si hay entidades más poderosas que nosotros que nos usan como animales de laboratorio, lo que ocurre es sólo otra de sus experiencias, y debe tener su explicación lógica. Si algo nos diferencia de esos animales es nuestra capacidad para pensar, y para no tomar lo que ocurre demasiado en serio.

Cada vez que nos visitan las cabezas de luz, nuestro recurso para conservar la calma consiste en imaginar las máquinas capaces de crearlas: aparatos formidables, ocultos más allá del techo o al otro lado de las paredes, con grandes proyectores y amplificadores de sonido. Si hacemos un esfuerzo conseguimos, por ejemplo, que las garras de la mujer se transformen en un par de largos brazos telescópicos disfrazados. La saliva de la boca de abajo puede surgir cuando alguien igual a nosotros, con un mejor karma, abre una válvula. Y si hace falta una prueba de que las caras no están realmente vivas, la tenemos en la sincronización del sonido de sus voces con el movimiento de sus bocas. a la distancia a que están, justo abajo de la capa de nubes, debería haber una diferencia de varios segundos. Por lo tanto, lo que vemos y oímos es un espectáculo montado cuidadosamente por nuestros carceleros, y dirigido por alguna computadora cuyo corazón consiste en una pastilla de silicio que podríamos romper de un puntapié.

En teoría, por lo menos, nuestro recurso tiene que ser útil. En todo caso, estamos seguros de que nuestro terror no es tan pronunciado como el de los vecinos.

La boca de arriba se ríe, y la de abajo murmura algo incomprensible. El pico de águila hace una pausa esperando aplausos, y cuando se convence de que no los habrá sigue hablando.

—Todo lo que deben hacer es oír con atención, y el futuro tendrá un nuevo sentido. Podrán regresar a sus lugares de origen —una tos—, si es que todavía recuerdan dónde están. Podrán reencontrarse con sus parientes y amigos —otra tos—, si es que aún viven. Podrán ser felices como antes —una sonrisa—, si es que alguna vez lo fueron.

Las garras de la mujer han vuelto a bajar, y están sobrevolando los cuerpos tendidos en el suelo, buscando dónde atacar de nuevo.

—Pero no quiero demorar el instante de la revelación —dice el pico de águila, poniéndose solemne—. La salida que los llevará a la libertad está en…

El resto de la frase queda tapado por el grito de una nueva víctima de las garras, que los dueños del espectáculo amplifican más de lo normal. Una vez más, la sincronización es perfecta, y ahora se ríen las dos bocas del viejo, y también el pico de águila. Las garras se llevan su segunda presa, pero antes de que lleguen a la boca de la mujer las corrientes de aire cambian y las tres caras se convierten en nubes sin forma. La víctima cae como una piedra entre los copos de luz.

Todas las funciones que ofrecen nuestros carceleros terminan igual, y ya hemos aprendido a no ilusionarnos. En este lugar, cada promesa encierra una trampa.

Los copos de luz azul se gastan pronto, y en pocos segundos la oscuridad es completa. Ahora el único enemigo es el frío, y lo mejor que podemos hacer es apretarnos todavía más unos contra otros en la incomodidad de los escalones, abrazarnos las piernas contra el pecho echados sobre la piedra y tratar de dormir para que el mal momento pase rápido.

Gadma se duerme enseguida, y sueña que es Calibares. En el sueño, Calibares anda con una linterna por caminos que nadie recorrió nunca, y detrás de él caminan un Sabrasú y una Gadma soñados, incapaces de orientarse sin su ayuda. De vez en cuando se da vuelta para verlos, especialmente a Gadma: una figura borrosa, salvo la cara llena de pecas, los pechos agitados por corrientes interiores, y las piernas que se juntan y se separan de un modo tan atractivo que es difícil dejar de mirarlas.

Gadma, soñando, se da cuenta de que la Gadma que ve con los ojos de Calibares es diferente de la Gadma a que está acostumbrada. No es lo mismo que verse en un espejo, y no son los espejos quienes la han engañado hasta ahora.

En realidad es difícil saber dónde está el Calibares soñado por Gadma. El suelo que pisa puede ser una parte del pozo, uno de los tantos suelos diferentes que conocimos durante nuestra expedición. Pero también puede ser un pasillo del edificio de oficinas del Centro, sucursal Varanira. Al Calibares soñado le sorprende un poco, pero no demasiado, darse cuenta de que casi no hay diferencias entre un lugar y otro. Si llamamos prisión al sitio que ahora habitamos, también pudimos llamar prisión a los laberintos del pozo, o a los pasajes intrincados del edificio del Centro. Que no lo hayamos hecho es, como se dice en el Centro, pura casualidad.

Al Calibares soñado por Gadma la duda le da sueño, así que se acuesta para dormir y sueña que es Sabrasú, que ve a una Gadma y a un Calibares fantasmales que se duermen a su lado.

Mientras Gadma se observa a sí misma de esta manera propia de los sueños, Calibares, el auténtico, que ha tardado un poco más en dormirse, sueña que es Sabrasú. Durante un tiempo interminable le pasan por la cabeza citas del contrato y de varias Ordenanzas Generales que no creía haber leído nunca. La preocupación del Sabrasú soñado es demostrar que el Centro no actúa sólo por azar; mejor dicho, que la cantidad de azar presente en las acciones del Centro disminuye con el tiempo, en vez de aumentar. Sabrasú siempre necesitó una base sólida para apoyar sus teorías, y por eso su mundo está formado por Ordenanzas y Reglamentos. Si esas Ordenanzas y esos Reglamentos no están a su vez dictados por motivos racionales, y no sirven para arrinconar progresivamente el azar, entonces toda la estructura se vendrá abajo, arrastrando a Sabrasú con ella. Pero cuanto mas piensa el Sabrasú soñado en el asunto, más profundas son sus dudas.

El Sabrasú soñado por Calibares está echado en una terraza del edificio de Varanira, mirando las estrellas. Pero no ve las estrellas, sino la red de poderes e influencias del Centro, que abarca el universo. El Sabrasú soñado imagina unos hilos finísimos que recorren el espacio como una telaraña, y cada uno de esos hilos es una Ordenanza, un Reglamento o un Organigrama del Centro. La araña que construyó todo es la Computadora Central, y su tela atrapa personas, naves, planetas y estrellas sin fijarse en el tamaño, con la misma facilidad, como parte de una rutina invencible. En esas condiciones, al Sabrasú soñado le es imposible demostrar que hay algo más que azar en los procedimientos del Centro: en semejante estructura, llega el momento en que la estadística pierde interés. Si se arroja una moneda un trillón de veces, dará lo mismo haber apostado por cero ó por uno, porque un lado habrá salido tanto como el otro. Por más que cada pequeño accidente quede librado a la suerte, el resultado final será el mismo,

y así es como el Centro consigue cumplir sus objetivos, sean los que sean.

Un ejemplo de esto que preocupa al Sabrasú soñado es el método con que, según dicen, se confeccionan las Ordenanzas. Cuenta la leyenda que en algún lugar del Centro, en una sucursal lejana cuyo nombre nadie sabe, hay una computadora increíblemente poderosa e increíblemente estúpida, que ocupa su tiempo y su velocidad infinitos en combinar letras, puntos y espacios al azar. A cada minuto imprime miles de hojas con su palabrerío informe. De vez en cuando, casualmente, surge un párrafo con sentido, que atraviesa los filtros que otras computadoras interponen. Ese párrafo puede ser parte de una novela inexistente, de un poema escrito miles de años atrás, de un artículo periodístico que se publicará al año siguiente. O puede tener el tono preciso de una Ordenanza. En este caso, una computadora especializada lo archiva, a la espera de otros párrafos que se le puedan unir. Cuando esos párrafos llegan, si llegan, la nueva Ordenanza queda terminada, y lo más probable es que se contradiga a sí misma, o que sea imposible cumplirla. Pero hay millones de Ordenanzas compitiendo y equilibrándose entre sí, luchando por sobrevivir en el camino que va del archivo natal al conocimiento de los agentes del Centro, un camino lleno de más filtros, trampas y callejones sin salida. Las pocas Ordenanzas que sobreviven son las más aptas, las más seguras, y a partir de entonces guían la conducta de la gente.

Al Sabrasú soñado le gustaría saber si este proceso es suficiente para que la entropía disminuya en el Centro, para que haya mas energía que se pueda transformar en trabajo, para que el nivel de azar se reduzca hasta desaparecer en un futuro remoto pero posible. Pero el Consejero no habla de estos temas. Y la Computadora Central, origen de todo, responsable de la creación de esos mecanismos, no da indicios sobre sus intenciones.

De pronto el Sabrasú soñado se da cuenta de que fue Dindir quien le transmitió esas dudas. Antes confiaba ciegamente en la Computadora Central, en el Consejero y en la capacidad de las Ordenanzas para regular todo lo imaginable y lo demás también. Dindir no pudo convencerlo de que la Computadora Central no existe, pero le hizo ver la fragilidad del sistema.

Si estuviera con él, Dindir preguntaría:

—¿Por qué tiene miedo Sabrasú de que aumente el nivel de azar?

—Porque nuestras acciones irían perdiendo sentido —contestaría Sabrasú.

—Yo creo que el nivel de azar se mantiene en equilibrio —opinaría Dindir—. Que no sube ni baja.

—Eso tampoco le gusta a Sabrasú —diría Sabrasú—. Si es así, cada vez que alguien hace algo, otro está deshaciendo algo similar. Cuando uno avanza, otro retrocede. El único objetivo del Centro es, en ese caso, permanecer. Conservarse a sí mismo.

—¿Qué tiene de malo? —preguntaría Dindir.

Después algo distrae al Sabrasú soñado por Calibares, y descubre que es un Calibares soñado y gritón que da vueltas alrededor, hablando de sus descubrimientos. Tiene la espalda encorvada, unos kilos de más repartidos del peor modo posible, y una voz aflautada que estira las palabras hasta romperlas. La visión le resulta molesta al Sabrasú soñado por Calibares. Prefiere volver a concentrarse en las Ordenanzas, pero le da sueño y se duerme.

El Sabrasú soñado y dormido sueña que es Gadma. Sin embargo, esa Gadma está dormida y sueña que es Calibares, que mira la cara, los pechos y las piernas de otra Gadma fantasmal. Así, el auténtico Calibares sueña que es Sabrasú que sueña que es Gadma que sueña que es Calibares. Completado el círculo, el auténtico Calibares ya no duerme tranquilo.

Sabrasú, el verdadero, en cambio, no consigue dormirse, pero se le ocurre pensar cómo sería el mundo si él fuese Gadma. Para empezar, se le cruza por delante un Sabrasú que parece un palo de escoba, con pelos en la frente, la nariz y las orejas, que da la impresión de estar metido en su propia exploración, recorriendo túneles y abismos interiores. Pero para esa Gadma imaginada es más importante descubrir por qué el universo es tan complicado, por qué no puede haber sólo un par de cuestiones fundamentales que, una vez comprendidas, expliquen todo. La Gadma imaginada por Sabrasú quisiera que alguien se sentara frente a ella y contestara a sus preguntas con unas pocas palabras sencillas.

Por eso, Gadma anota todo lo que ocurre a su alrededor, todo lo que piensa ella y lo que pensamos nosotros, y también lo que pensamos juntos. Por eso saca fotografías. Por eso registra los acontecimientos y los guarda en carpetas bien cerradas, para olvidarlos inmediatamente. Es posible que alguna vez su colección de datos guardados y olvidados tome forma propia y pueda explicarle algo. De este modo, Gadma complementa nuestros métodos: mientras Calibares busca y Sabrasú interpreta, ella copia y deja constancias.

Pero además la Gadma imaginada por Sabrasú está pensando cómo sería el mundo si ella fuese Calibares. Y ese Calibares pensado por Gadma está imaginando que él es Sabrasú. La cadena sigue de esa forma durante horas, y al final le resultaría muy difícil al Sabrasú verdadero describir sus conclusiones.

Más tarde, Calibares se despierta sudando. Otra vez hace calor.

—Sabrasú —llama, sacudiendo a Gadma.

—Gadma —llama Gadma, inquieta por las sacudidas.

—¿Calibares? —pregunta Sabrasú, que al final ha conseguido dormirse.

La gente que nos rodea también se está despertando. Podemos ver lo que ocurre porque los más madrugadores ya han encendido los primeros fuegos. Gadma-Sabrasú abre los ojos y se sienta. Sabrasú-Gadma se resigna a no dormir más. Calibares-Calibares se mira las manos, sorprendido de reconocerlas a través de tantos ojos distorsionantes.

—Ojalá el contrato siguiera en vigencia —empieza a decir Sabrasú-Gadma.

—Para tener algo concreto en este caos —sigue Calibares-Calibares.

—Algo contra lo cual protestar, y que no sea en vano —termina Gadma-Sabrasú.

Por lo que sabemos, nuestros sueños deben ser otra experiencia de quienes nos tienen prisioneros. Tardamos un buen rato en deshacer el nudo.

Author: Eduardo Abel Gimenez

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